Recomiendo:
0

Breves capítulos de la Revolución de Esmeraldas

Cuatro negros pelagatos (II)

Fuentes: Rebelión

  La descolonización siempre es un fenómeno violento [1] . Los condenados de la Tierra, Frantz Fanon       Capítulo 5 La guerra del Coronel Una tarde de esas, el coronel y sus partidarios más cercanos atinan a comprender que aquello que se habían propuesto ya no era el fin de sus deseos: combatían […]


 

La descolonización siempre es un fenómeno violento [1] .

Los condenados de la Tierra,

Frantz Fanon

 

 

 

Capítulo 5

La guerra del Coronel

Una tarde de esas, el coronel y sus partidarios más cercanos atinan a comprender que aquello que se habían propuesto ya no era el fin de sus deseos: combatían por el desquite de otros y los manifiestos liberales ni siquiera sabían de las rabias filudas de los machetes Collins manejados por cimarrones venidos de Cachaví, Wimbí y decenas de otros topónimos. Hasta había llegado del otro la’o de la raya (Colombia). El coronel y sus amigos no tenían idea, ni la más diminuta, de las distancias de los credos colectivos en el significado de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad de los conciertos [2] de sus haciendas y las de otros dueños. Sus líricas olmedinas [3] sobre la libertad tenían pragmatismo combativo de los jornaleros sin jornal y de los pequeños finqueros que jamás tendrían voz en los asuntos del Estado. Los coroneles se quedaron impávidos con el descubrimiento: esa ya no era su guerra. No lo había sido desde el principio, desde aquella madrugada del 24 de septiembre de 1913, cada revelación era una pieza sorprendente del rompecabezas, les falló la distancia política, como teoría de libros y novelería afrancesada.

Al coronel lo confundió el temerario entusiasmo, el corrinche humano llegado sin previa convocatoria y con arma de dotación (el afilado machete). Ninguno preguntó cuántos eran los gobiernistas sino dónde sería la próxima batalla. A él debieron confundirlo ciertos halagos subalternos y décimas arrulladas alabanciosas: «Carlos Concha es mi papá, bajado del infinito, si Carlos Concha se muere, el negro se queda solito«. Recordó que él no era militar de academia, como Eloy Alfaro se formó en las vicisitudes de los combates, adquirió la virtud del mando rígido en sus haciendas y el direccionamiento militar en plenas acciones bélicas; aprendió de sus guías el uso estratégico del ordenamiento geográfico, leyó lo que pudo de los académicos militares y ejerció su liderazgo hasta en las minucias de las relaciones jerárquicas. Él era prisionero de unas pocas millas cuadradas de epopeyas, mientras la gloria y la capital de la República estaban lejos, muy lejos. Y allá nadie lo necesitaba. Años más tarde, en la agonía, supo que esa guerra civil había sido suya y de nadie más. Aquellos primeros historiadores escribirían que ‘su’ guerra fue una revolución. La Revolución de Esmeraldas.

Capítulo 6

El hombre que se hizo de barrio marginal [4]

En el daguerrotipo, probablemente de Diario El Tiempo, ¿edición de 1914? ¿De qué fecha exacta? Por ahora no se sabe. El pie de foto indica: Grupo de macheteros presididos por los hermanos Federico y Ercilio Lastra. Están alineados y exhiben la legendaria herramienta-arma, más parecen unos pacíficos agricultores preparándose para la jornada de desbroce, aunque debieron ser de diferentes estaturas el asombro perdió por el empuje mitológico del pánico: todos eran titanes con robustos brazos de guayacán. De ellos el de la fama fue Federico, casi ningún historiador le dedica una línea de valor admisible y sí demasiadas páginas de descrédito. Para ese año, no tenía grado militar otorgado ni por la Asamblea Nacional ni por el Gobierno, solo el nombre y las hazañas que la oralidad mantenía en las conversaciones a las que volvía, de tarde en tarde, como ánima sola. Él llegó con el contingente traído a volandas de Esmeraldas para afirmar el triunfo del liberalismo alfarista en Guayaquil, era 1895, por esta vez los presagios bélicos eran favorables al llamado General de las Derrotas. Aquellos descendientes de los llamados «mandingas azabaches» o gente del «puro color y tipo etiópico», sea por elogio o por las urgencias de alguna comparación elocuente, avanzaron cordillera arriba por Azuay, Chimborazo hasta entrar a Quito. Varios lustros después, Federico Lastra y los demás apenas tenían la amistad de los coroneles liberales, muy escasos renglones en las abundantes y elogiosas crónicas al grupo de próceres hacendados. Al acudir al llamado del cimarronismo alzado en armas ocultado como revolución el grado otorgado fue de mayor, unos después meses integraba la comandancia revolucionaria y ya era comandante. De los mejores. El cimarronismo de Esmeraldas y de más allá actualizó aquella tenaz advertencia de abuelas y abuelos:

«Es el afán de volver a ser libre, lo que alimenta el corazón del esclavizado, la voluntad para apoyar las propuestas de libertad que nacen en nuestro entorno, sin mirar el color de los que reclaman esa libertad» [5] .

Los rebeldes antiesclavistas recorrerían el tránsito guerrero desde las húmedas pampas costeñas a los fríos páramos serranos, volvía a tener el mismo mérito que aquellos anduvieron millas mortales por la formación de estas Repúblicas. Es posible que ninguno supiera la profecía bolivariana, pero una intuición de entrenado cimarronismo debió revelarles que estos países de nombres arbitrarios habían caído «infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas» [6] . Al decir de un Simón Bolívar lúcido en su desencanto, escribiendo más con amargura que con tinta algo así como una sentencia inexorable. «Los muertos alumbran caminos» [7] y con la impaciencia de su lumbre exigen superar por fin el repetido error de la confianza en las palabras pantanosas de la sociedad blanca:

«Los esclavizados tenemos la obligación de luchar para volver a ser hombres y mujeres libres, porque nuestra naturaleza es nacer y morir en libertad» [8] .

Un día de esos, los Collins, herramientas para el desbroce del conuco, cambian su pacífica utilidad, por una rabia última y urgente, ya son armas para el combate cuerpo a cuerpo. Aunque para no dejar brazo, pierna o la vida durante el cachimbeo se necesita fuerza y habilidad, que solo se adquiere con horas de entrenamiento riguroso; pero no había cuándo y las prisas por no despilfarrar la «circunstancia política» a falta de alguna de ellas se completa con derroche de «sentimiento hostil e intención hostil» [9] . Federico y Ercilio Lastra y los que sin llamado previo de ninguna autoridad llegaron, todos sumaban tardes y noches de educación oral en el resarcimiento obligatorio, en la autoreparación y en el estirar y encogerse de la sangre según el clima político. Las lecciones nunca fueron sonidos que se llevó el viento, la memoria colectiva acomodaba el cimarronismo cognitivo a cada ventolera, con el apelativo de casa grande que fuera (independencia, república, liberalismo) y el sonsonete no hartaba, porque en la repetición se descubrían nuevas preparaciones mentales:

«Cuando uno dice lo que es, uno toma la palabra, cuando el otro acepta lo que uno dice que es, uno está participando. Si el colectivo no tiene certeza de estar participando en la construcción de su futuro, las iniciativas para el desarrollo material, son puras acciones políticas» [10] .

A las diez de la mañana del lunes 15 de diciembre de 1913, Federico Lastra montado en un simbólico caballo blanco, entró en la ciudad de Esmeraldas. Las leyendas terribles se inventaron en cantidad proporcional al miedo y el desprecio a la negritud alzada en armas. Miedo al desquite por concertaje bestial, miedo a ser gobernados ya no por cuatro negros pelagatos [11] sino por unos antropófagos. Por ahí alguien mostraba el ejemplar de Diario El Comercio, del viernes 31 de octubre de 1913. No faltaba quien lo leía a grito pelado: «El comandante Olarte ha recogido ya a Icaza y sus soldados que corrían peligro de ser comidos por los negros hambrientos y sedientos de don Carlos» [12] . Para esa tercera semana de diciembre ya se habían creído sus mentiras y cuando se supo de la aproximación de los rebeldes pocos cuidaron mostrar la desmesura del miedo. Fue la estampida hacia los barcos del Gobierno placista y a cuanta cosa flotante estuviera en la bocana del río Esmeraldas. Acelerados funcionarios cuidando papeles confidenciales, desesperados militares reclamando espacios con falsa valentía, grupos de familias gritando la autoridad de sus apellidos e influencias, aturdidos hacendados cuidando las joyas de la familia y hasta ciertos nadies que tenían algún temor oculto peleaban por un pequeño espacio. El espanto común, además que falseaba sin remedio sus ánimos, eran los montoneros de Federico Lastra. Pero sobre todo él.

Nada de lo temido ocurrió. La ciudad alumbrada por un decembrino sol canicular sin viento amortiguador de calores, solo las sombras de las casas ofrecían tregua; el orden fue perfecto si uno se atiene a la caminata por la calle principal y no a la disparidad de la tropa, porque unos iban a pie y otros a caballo, andaban quienes exhibían los fusiles arrebatados a las tropas gubernamentales en El Guayabo o machetes alertas apoyados en la unión de brazo y antebrazo. El recorrido de los rebeldes triunfantes, sin ninguna marcialidad, fue observado por pocos curiosos desde los portales y por ojos temerosos a través de los visillos de las ventanas cerradas, la bandera del Ecuador en la Gobernación no había sido retirada ni se retiró mientras duró la ocupación. Llegaron hasta la parte central urbana y se dedicaron a cumplir las órdenes. Federico Lastra y un grupo hicieron un recorrido exploratorio para establecer puntos de observación y se dispusieron a esperar la llegada de Carlos Concha.

Además la toma de la ciudad de Esmeraldas, para muchos de los que entraron con el asombro de la repentina autoridad, tuvo un simbolismo demoledor: por primera vez no se arriesgaban a la ventolera de golpes de sable o de culata de fusil (sablazos o culatazos) de la policía ante de exigirles, de paso maldiciendo el color de su piel, que arreglaran las calles polvorientas en verano o lodosas invierno. La ciudad se construía siguiendo el derrotero del río, por la mañana recibe el sol de frente y en las tardes de espaldas, por eso mientras avanzaba la tarde, con la llegada de la fresca, la gente se sienta a matar el rato en conversaciones sin más detalles importantes que no sean los familiares. Todavía perdura la costumbre de clima y geografía.

En 1913, la ciudad se conformaba de grandes casas de madera, todas, incluía la del municipio y la de la gobernación; también la iglesia y de las familias adineradas. Con techumbre de zinc. En la periferia, muchas casas se construían de caña brava y techo de rampira, era otra ciudad que traía su cimarronismo consigo, en la piel, en el desafío constante a esas autoridades de habla distinta y aun en las ganas de habitar ese suelo apropiado a las haciendas. Los hacendados lo habían ganado por mérito de sangre y apellido.

Para ese tiempo ya se jugaba fútbol en Esmeraldas. Había algo parecido a una liga deportiva para esos avecindados en la calle de las casas grandes de madera. Ellos negociaban con las casas comerciales extranjeras, compartían sus gustos y ahora también el fútbol. Mientras tanto la otra liga es de las casas de la humildad. Se juega por separado y de vez en cuando se toman licencias por curiosidad y aburrimiento, entonces el partido entre los opuestos históricos tiene eso de resarcimiento social, como la circulación del balón, así era el orden roto.

Los cuatro negros pelagatos de Federico Lastra no saquearon ninguna casa, ni siquiera aquellas que quedaron a medio cerrar o abiertas por las prisas del escape. En los primeros días de marzo de 1914, se retiraron estratégicamente. Tampoco nadie fue comido ni mutilado para aprovechar alguna porción de carne. La noticia no fue publicada por El Comercio. ¿A quién interesaba?

Capítulo 7

La raza también es la clase

La ciudad de Esmeraldas, para el miércoles 24 de septiembre de 1913, tenía unos abrazos verde oscuro de los cerros, como si la protegieran de amenazas inminentes. O fuera una demostración afectuosa de esas lomas con guarniciones de guayacanes. Legiones de guayacanes de troncos rectos y sin orden cronológico para su florecimiento; en invierno o en verano mostraban su amarillo astral, caramba, se lo presentía ahí cerquita y parecía que el esplendor era el último y bello desespero de esos tiempos. Aunque la mirada no se agotaba con el amarillo, de todas maneras obligaba a desandar odas insufribles a poetas fugaces. Si la ciudad se recostaba en las laderas del lomerío, al lado opuesto estaban las aguas. Desde el borde de tierra firme, de la puntica del zapato si se estaba en la orilla las marabuntas del río y el mar se extendían hasta el infinito.

La ciudad fue pensada al estilo colonial. El cuadrado de las jerarquías con la iglesia y sus tres campanadas en el día, oficinas de gobierno y al centro el parque. Esa fue la idea de geografía urbana, pero al final prevaleció el alma histórica de la hacienda o de la plantación. El poder político estaba repartido entre los notables de aquí y los pocos notables de Quito, Guayaquil o Manabí. A veces ese poder se diluía hasta que algún mayoral lo utilizaba a conveniencia, por ejemplo un intendente o un secretario de gobernación. Con el paso de los años aquello poco cambió. Eso se llama colonialismo interno, pero aún no era el 24 de septiembre de 1913.

La calle principal transcurría por el malecón, además de las casas de las familias ricas, estaban las casas comerciales. Aquellas eran algo más que el rótulo, escrito con letras del far west, su influencia, particular o colectiva, se sentía como sutil embajada de propietario ausente y agenciosa consejería política. Estaban la Casa Alemana, la francesa llamada Casa Dumarest y la italiana dividida en dos alas: una dirigida por los Yannuzelli (quizás Iannuzzelli) y la otra por Santiago Ameglio. También estaban con igual estatus y diferente discreción las Casas comerciales de Inglaterra, Colombia, Estados Unidos, Bélgica y China. El nombre de Esmeraldas se relacionaba con las exportaciones de tagua, cacao, caucho y café. Por ahí se alimentaba alguna leyenda del oro de La Tolita, sin ninguna precisión geográfica que no fuera todo el norte provincial.

Las despedidas se hacían en los muelles fluviales, los viajeros saltaban a los botes y el adiós duraba mientras el dolor de brazo, por agitar pañuelos (o simplemente la mano pendulando últimos saludos) no lo impedía o hasta la pérdida de vista del vapor. Era tanta el agua que las islas se insinuaban como bromas geológicas y el viento del mar (o de tierra adentro) se recibía de golpe, porque era una ciudad de par en par, solía ser notorio y preciso por el aumento de la frescura que alivianaba la conversación. Estaban quienes acomodaban sus relojes con el aflojamiento del calor.

Los domingos eran de las familias que aumentaban el trabajo de otras familias, porque su disfrute se hacía sobre el trabajo de ¡mande usted! Y el mandato no admitía errores o desacuerdos. Eran dos mundos familiares opuestos: negro y blanco. El familiaje blanco se reunía en haciendas de amistades o en patios de las residencias urbanas, atendido por el atareo de parentelas negras también concertadas. El ajetreo de esa ‘otredad’ dejaba, en las mesas de blanco mantel largo, carne asada, ensaladas varias, bebidas fermentadas y postres a capricho. Algunas familias disponían de gramófono, el aparato permitía escuchar melodías de lugares remotos, invitados o anfitriones de mayor recorrido geográfico entretenían con alguna explicación. O se iban al cinematógrafo que funcionaba en el primer teatro municipal, el aparato de proyección de películas silentes, movido a manivela, fue importado por Luis Tello.

A veces, los extranjeros, escuchando sus músicas de violines o sus óperas, compartían las razones de suspiros y pañuelos secando lágrimas imaginarias, entonces no faltaba la solidaridad pendeja con lo que era ajeno a su interés distractor. Las apariencias eran parte del engaño y del negocio. O también unos combos musicales de la milicia o de los conservatorios municipales competían con la sonoridad del aparato, se bailaban vals o polkas con la gracia de la imitación. La marimba y los tambores de más allá, no les alcanzaba la sangre avergonzada. El 24 de septiembre de 1913 pondría una pausa a esas tardes de libertades y servidumbre.

Esmeraldas, ciudad dividida por razas. 1913, la sangre es roja, se sabe y es indiscutible, pero se cumplía con cierta resabiada abstracción: azul. La raza también era la clase. El supremacismo racial y cultural no se afinaba en el contacto habitual de las sociedades urbanas, no había discreción ni en los gobernantes nativos ni en los llegados. El comportamiento era parecido con algún matiz aislado sorprendente por ser propietario, por cierto servicio estatal agradecido o por autodidacto con algún prestigio, pero eran rarezas de toleración. Así es que las distancias más importantes no eran geográficas, sino las de la piel primero y después el origen. ¿Primero la raza y después la clase social? Nadie garantizaba la hegemonía del desprecio. O el orden político. Con la gente negra iba por cualquier lado.

Las calles aún no tenían nombres de próceres, el punto de llegada y salida era el parque central, con su glorieta para los daguerrotipos familiares, después de los paseos en grupos y con vigilancia de chaperonas. También algunas veces desfilaban milicias para amago bélico nacional o internacional. Las autoridades llegadas de otros lados complacientes hasta la reverencia demostrativa con los trajeados de lino y sombrero canotier, mientras que con los trabajadores negros era de sablazos y obligaciones de prestar servicios gratuitos públicos como arreglar el parque, las calles y edificios.

En 1913, el aire de la ciudad de Esmeraldas está lleno de olores indefinibles, casi ninguno desagradable, unos llegaban del mar y del río, otros de la vegetación con variable tonalidad verde y florecimientos alternados en colores. Aquellos olores morosos de las comidas aliñadas para estómagos de acá, provenientes de casas familiares y restaurantes. En verano el aire de la ciudad se carga del polvillo de las carrasperas, las lluvias del invierno lo lavaban dejándolo más puro. Las garúas veraniegas sacan olores de todas partes y en la frescas vespertinas la gente se deleita con si fuera el perfume de la bendición. O el axê primario de todos los santos olores. Más olores. Son por los sahumerios, en horas tempranas de la noche, para alejar mosquitos y espíritus de insuficiente cordialidad. Eran competencias de saberes y créditos de santidad: pajillas aromatizadas de China, cáscaras de naranja, esencia de romero y palo santo. Los mosquitos volvían con la ventilación del humo fragante.

Las noches urbanas tenían unas asombrosas claridades lunares o estelares que todos creían que solo sucedían acá Eran pretextos seguros para paseos por el parque central o visitas familiares de cortejos vigilados, toques de piano de algún hijo (o hija) que había regresado del exterior, conversaciones de varones en plan de conspiración y de las damas preguntándose por los secretos de esa otra reunión. Trifón Vera, el portero del Municipio, con paciencia metódica apagaba los faroles hasta que la ciudad, en noches de profunda menguante, dejaba solo la sospecha de su presencia. Los faroles eran encendidos por Trifón, al último golpe de luz del sol y eran unos mecheros de kerosene dentro de pequeño cubo de cristal. En las noches estrelladas o alunadas parecían miserables imitaciones de la grandiosidad estelar de allá arriba. Era 1913, la ciudad respiraba una tranquilidad incierta. O una incierta espera de aquello que debía ocurrir. El presagio era incombustible en las barracas de conciertos y en los caseríos del norte esmeraldeño, una preguntaba quedaba sin respuesta definitiva o se daban señales ambiguas de «cualquier día». El coronel Carlos Concha se movía a ese ritmo y por reflejo el cimarronismo también.

Hacía más de un año era presidente de la República, Leonidas Plaza Gutiérrez. La amistad con Carlos Concha ya equivalía a un mal recuerdo y la ciudad «era poco menos que el fin del mundo» [13] . Para el comercio de esos años y de estos nuevos no había ni hay fin del mundo, las Casas comerciales testimoniaban esa opinión. En una cafetería cercana al parque central y ubicada en una calle lateral, solían reunirse los más y los menos importantes, era democracia del café fuerte, el traguito de aguardiente esmeraldeño o del licor extranjero y la conversación referenciada a la última noticia de los diarios atrasados o de quienes recibían datos por el boca a boca, era el telégrafo más efectivo hasta 1913. O el cable generoso con el acomodo dominical a quienes lo manejaban como míticos cancerberos. Algunos eran perros y Cerberos para ese miércoles 24 de septiembre de 1913. Ya era una rutina indispensable, con la primera taza de café, con el primer sorbo de whisky o gin empezaba la discusión de los grupos liberales. Esmeraldas era la ciudad donde medraban nostalgias del cercano ayer y el inmediato mañana insurgente.

«La esclavitud no ha terminado», decían unos más radicales. «No daremos de comer a quienes no trabajen y paguen sus deudas», replicaban otros. Todos se referían a la gente negra; pero la negritud estaba ahí de enmudecida en cuerpo presente, era ella que cuidaba el trasiego de líquidos aflojadores de palabras. Ese era el negocio y al dueño del bar le importaba que la política se discutiera en mojado, por ganancia económica y porque después de tanto hablar la batalla mayor eran en sus pacíficas camas. Esas cuestiones «de blancos» llegaban a convertirse en tramas de negros. Una pregunta dejaba un raro sentimiento de desconfianza y preocupación en las orillas sociales de la provincia: «¿cuándo se rebelarán contra la esclavitud por nada?» Esa ‘nada’ eran deudas eternas y sangre desvalorizada. Esmeraldas, la ciudad aguantaba todo aquello con precario equilibrio que no se perdía y cuando parecía perderse era recompuesto por esta frase: «este no es el día». Esmeraldas no presagiaba el día elegido, porque el siguiente que parecía serlo concluía en otro engaño hasta que llegó el miércoles 24 de septiembre de 1913.

Notas:


[1] Los condenados de la Tierra. (2007). Frantz Fanon. Rosario, Argentina, p. 25. Fuente : http://www.elortiba.org/

[2] Un renglón mínimo por encima de la esclavización.

[3] De José Joaquín de Olmedo (1780-1847).

[4] «El hombre se hizo siempre/ de todo material:/ de villas señoriales/ o barrio marginal./ Toda época fue pieza/ de un rompecabezas/ para subir la cuesta/ del gran reino animal,/ con una mano negra/ y otra blanca mortal», El Mayor, compositor cantor: Silvio Rodríguez.

[5] El Abuelo Zenón, en Sembrar pensando/pensar sembrando, Juan García y Catherine Walsh, Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador, Editorial Abya Yala, 2017, p. 2015.

[6] Carta de Simón Bolívar al general Juan José Flores, Jefe del Estado de Ecuador (Barranquilla, 9 de noviembre de 1830), en Araucaria, Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades. Año 8, Nº 14 Segundo semestre de 2005.

[7] Verso de Silvio Rodríguez, tomado de La vergüenza.

[8] El Abuelo Zenón, Óp. Cit., p. 2018.

[9] De la guerra, Editado por LIBROdot.com, 2002, p. 8, en pdf.

[10] Pensar sembrando/sembrar pensando, Juan García y Catherine Walsh, Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador, Ediciones Abya Yala, 2017, p. 139.

[11] Cuatro negros pelagatos, expresión despectiva de las autoridades civiles y militares del Gobierno de Leonidas Plaza refiriéndose a los rebeldes liderados por Carlos Concha.

[12] Descorriendo los velos, de Fernando Gutiérrez Concha, Impresión Producción Gráfica, 2002, p. 91.

[13] Historia general de Esmeraldas , Márcel Pérez Estupiñán, Esmeraldas, edición Universidad Técnica «Luis Vargas Torres», sin fecha, p. 276.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.