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Breves capítulos de la Revolución de Esmeraldas

Cuatro negros pelagatos (IV)

Fuentes: Rebelión

La descolonización siempre es un fenómeno violento [1] . Los condenados de la Tierra, Frantz Fanon Capítulo 11 El miércoles de la mala fama para Federico Lastra No porque sea una lluvia sin agua los insultos no dejan de ayudar a florecer malos entendidos e ilusiones, el mayor Héctor Icaza se creyó el chorro de […]

La descolonización siempre es un fenómeno violento [1] .

Los condenados de la Tierra,

Frantz Fanon

Capítulo 11

El miércoles de la mala fama para Federico Lastra

No porque sea una lluvia sin agua los insultos no dejan de ayudar a florecer malos entendidos e ilusiones, el mayor Héctor Icaza se creyó el chorro de baba de la prensa y de los voceros del Gobierno placista. En la segunda semana de octubre de 1913, llegó a la ciudad de Esmeraldas se dedicó al vacile, a conquistar corazones femeninos mostrando sus habilidades con los caballos y presumiendo de terminar para siempre con estas «molestias para la buena gente». Días más tarde regresó con cuatro dedos de espanto [2] y la sospecha que había corrido por los mismos bosques decena de veces sin encontrar la vía de retorno. «Fue entundao«, diagnóstico de abuelas. Icaza estaba deprimido, arruinado el orgullo y el miedo al verdor territorial esmeraldeño hizo que apurara su salida a Guayaquil. Nadie de los mandos militares se tomó en serio las angustias vívidas del Mayor y por eso todo lo que vendría después sería para el fracaso irremisible.

El favor que Héctor Icaza le hizo a los montoneros fue inestimable: cien fusiles con su dotación de balas, dos ametralladoras y un cañón de montaña. A partir de ahí se estructuró algo parecido a un ejército con mandos verticales, tropas con poca marcialidad y mucho de Shaka Zúlú, abastecimientos y servicios de inteligencia. La guerra impensada no comenzaría si el engaño propicio de una rebelión nacional armada era aceptado por el General Plaza; no sucedió aquello. Y respondió organizando un ejército con batallones de varias provincias hasta completar 1 244 soldados y el mejor armamento comprado para el «Tumbes, Marañón o la guerra», de 1910. Ese ejército, mandado por el coronel Manuel Velasco Polanco, fue enviado a acabar con los cuatro negros pelagatos. Sin los barajos de una fácil y brillante odisea apoyado en la creencia de la superioridad de 9 a 1 a favor del ejército gubernamental. Pero ocurrió al revés de lo que prescribió Sun Tzu: una fuerza menor realizó una lucha tenaz y capturó a una fuerza mayor. Sobrevino la asombrosa derrota de El Guayabo, el miércoles 10 de diciembre de 1913. Unas horas más tarde el nombre de unos de los comandantes sería colocado en el infierno del desprestigio: Federico Lastra.

 

Capítulo 12

Nunca más serían cuatro negros pelagatos

Desconfianza o miedo. O desconfianza y miedo. Por separado o gemelos parásitos del ánimo bélico del ejército ecuatoriano y su oficialidad. Aquello resultó el logro más importante de la batalla de El Guayabo. A sus desprecios raciales los convirtieron en guerra de nervios pero al revés de las estrategias escritas en el manual. A los soldados se les aguaba la sangre cuando se anunciaba que por las cercanías andaban los macheteros de Lastra. La mitología salió de las montañas y se fue para arriba, alcanzó a los mandos que establecieron sus miedos a dos bandas. Una: los coroneles descarriados, con quienes se podría negociar. Dos: la negritud de yatagán en mano, con quien la mejor negociación era alejar el cuello del machete. Machete o ‘Yatagán’, dejó de ser herramienta de los cañaverales para usarse como «mochador de cabeza». Yatagán. A la oficialidad del Gobierno placista le era más cercano esta denominación porque era asociado a unos librescos sarracenos, a unos bárbaros moros y a gente incivilizada; sus lecturas y los cuentos de ocasión mortificaron el coraje. La mitología creció con cada derrota o huida preventiva. Si los combatientes cimarrones se acercaban a las trincheras fluía el temor. No fueron pocas las veces que retrocedieron o huyeron porque los sentían cerca de las fortificaciones y creyeron ver unos titanes de brea voleando machetes de dimensiones imposibles e indiferentes a las balas. En los soldados de casi todas las provincias ecuatorianas cuajó en la misma sustancia miedo y respeto a los macheteros de Lastra. Ya no eran cuatro negros pelagatos. Habían dejado de serlo y todo por las leyendas que se contaban durante el reposo o el relevo oportuno.

Dos mil años antes Sun Tzu escribió, en El arte de la guerra¸ que se deberían considerar inevitablemente cinco factores: doctrina, tiempo, terreno, mando y disciplina. Antes del miércoles 24 de septiembre de 1913, el cimarronismo debió entender que la única doctrina militar válida era su opresión racial, asimilada por una palabra pesada e inescrupulosa: concertaje. Después del sartal de equivalencias los hacendados y dueños de minas pretendían endulzar amarguras seculares mediante sinónimos: convenir, pactar, concordar. Así mujeres y hombres negros habían llegado hasta ese último día diferenciador: pactando o concordando migajas de nada.

«Hay muchos cuentos para explicar el nacimiento de la libertad y su guerra contra el amo, contra el antagónico, contra el opresor» [3] , adoctrinaban abuelas y abuelos en las tardes apacibles de conversaciones matizadas por la sencillez luminosa del verano.

La doctrina determinaría el tiempo, es decir, el cambio de clima (seco o húmedo de Esmeraldas) y sus variantes de localidad geográfica; involucraría el territorio (que podría ser entendido como el terreno) porque era físico (aquello que era evidenciado por colores y formas) y filosófico (explicado con la oralidad perpetua de mitologías cosechadas de metáforas, paradojas e hipérboles para explicar re-existencia y resistencia); elegiría el mando militar, complementaría el acto político; y determinaría disciplina y voluntad para no hundirse en la derrota cuando el ejército del Gobierno acudiera feroz. Y acudió con ferocidad fácil creada por la propia propaganda de que eran cuatro negros pelagatos (y no buffalo’s soldiers de principios del siglo XX), también por la supremacía de las armas y por la fanfarronada de la oficialidad con conocimientos de guerra recién adquiridos. Además porque eran civilizados.

«El amo nunca toma centralidad o protagonismo en la memoria porque no es de nosotros. Eso es lo que implica mirar la historia desde la resistencia» [4] , debieron concluir en sus desacuerdos.

Donde quiera que ocurran las guerras son económicas: compra y venta de mercancías para matar al contrario y la contrariedad. La guerra civil en Esmeraldas mató el trabajo. Trabajo= mercancía + dinero. Y el Estado ecuatoriano se quedó sin esa riqueza de las exportaciones (tagua, caucho, cacao, carne y más) en la cual los estadistas no invertían ni el sueño. Ahora otro trabajo era condición básica de sobrevivencia: matar y no dejarse matar. La vida= oferta + demanda + precio. Las vidas de la negritud y la vida de los soldados acarreados a una guerra popular en su causa inicial e impopular en el ningún objetivo favorable para la sociedad dominante. El presidente Leonidas Plaza Gutiérrez se hartó de la guerra cuando entendió que jamás vencería. Ese imposible despertaría a su oposición política (también personal) y lo dejaría con unos pocos fieles enfermos de dudas. El triunfo estaba en el bando invisible: la negritud ecuatoriana.

«Nuestros antepasados no nacieron esclavos […], ellos fueron sometidos al fuerza por la sociedad dominante de esa época [5] « -comentan los abuelos a los más jóvenes y aun a aquellos que han decidido bajar a la guerra.

Había que romper el «el gran dolor de la esclavitud», decía el abuelo del Abuelo Zenón Salazar cuando él, aún joven, recibía saberes y ciencias que muchos años después heredaría a nietos y nietas. Él tenía el encargo de ‘echarle tierra’ a su Ancestro para después a su vez otorgar esa insigne herencia a quien debería cumplir el mandato ancestral.

«La siembra cultural nos permitió volver a ser, en los mismo espacios donde no habíamos sido [6] «, algunos de aquellos que atacaron a los cuerpos de tropas debieron escuchar estos repetidos pensamientos de abuelas y abuelos, pero solo en ese breve instante comprenderían el alto destino de esas reflexiones. Ellos se vieron a sí mismos con una visión diferente, tanto fue ese deslumbramiento que sintieron las fuerzas indeclinables de sus Ancestros en los brazos. Ahora comenzarían a ser visibles en los combates y después que aquellos acabaran. Ese fue el verdadero presentimiento colectivo.

«Ahora existimos», debieron decir, mientras sabían de las referencias noticiosas en El Tiempo, El Comercio, El Día o El Telégrafo. Solo para desencantarse por los retratos de maldad que los periodistas hacían de Federico Lastra como persona interpuesta de la comunidad armada. Antes fueron cuerpos sembradores de lo que fuera mandado por las Casas comerciales, acarreadores de aquello que reclamaban los trasatlánticos surtos en la bocana del río, estibadores de lo aprobado para puertos de nombres que ya eran del habla común (Liverpool, Hamburgo) o moldeaban materiales para usos habituales. Ahora con esta nueva existencia eran cuerpos letales; terribles en la imaginación desmesurada de soldados, autoridades y periodistas. Ahora ellos eran visibilidad irreal inventada por los miedos a esa caterva de trabajadores con machete al cinto y desconfiados distanciamientos. La sociedad blanca del Ecuador creía distinguir apariencias de humanidad en esos que unas semanas antes sobre eso mismo se había mentido, sea en imaginación y en discusiones intelectuales.

Las familias que no pudieron o no quisieron huir en los barcos del Gobierno de Plaza Gutiérrez debieron sentir el arrepentimiento de su audacia al escuchar, en las tardes de ruina de la ciudad bombardeada, las conversaciones sobre esos fantasmas montunos que con herramientas para desbrozar malezas enfrentaban a soldados templados en el amor a la Patria. Las perniciosas crónicas periodísticas leídas con temblorosa voz alta y las informaciones sobre pequeñas y grandes derrotas agrandaron el mito colectivo en un solo nombre: Federico Lastra. La mala fama se impondría a sus méritos.

 

Capítulo 13

Los jacobinos del miércoles 24 de septiembre de 1913  

Vaya usted a saber si los hay, pero hasta ahora no se conoce de ningún manifiesto insurgente del cimarronismo de septiembre/13 y tampoco se sabe de pronunciamientos contra la esclavización mal acordada o pésimamente convenida. Las voces decían sus dichos políticos y los oídos de esa otra historia padecieron sordera. O ningún periódico de la época se preocupó de publicar esos descontentos, aunque es muy posible que estén archivados en alguna casa de historia estatal o particular. La institución de la oralidad sostiene que la guerra tenía propósitos diferentes a los que se escribieron en montones de libros, al menos para la mayoría de los combatientes. La Casa-Hacienda sí sabía a quienes habían convocado, a «la raza servil, creada por la esclavitud, la menos apta para incorporarlos a la civilización» [7] .

Se llamó concertación, a ese apalabrado arreglo esclavizador, regocijo de un día, porque muy de mañana del otro día entendieron que era una puerta falsa a la libertad. Y peor, porque fue un espejismo. Por eso, aquello que se había logrado hasta ese miércoles 24 de septiembre de 1913, era una miseria, dentro de esa estrechez de derechos y humanidad se incluía el pudor social a no ser vendidos o comprados. Pudor de grupos sociales diferenciados por cierto liberalismo más a la moda. Los del fondo de las haciendas y los arrabales de las ciudades tenían otras ideas de la libertad. La comunidad infinita de abuelas y abuelos tenían en la punta de la lengua su sermón liberador de las siete palabras, siendo la primera: reparación. No había un trance de la esclavización hacia algo mejor que no fuera el derecho a perpetuidad en estos territorios gestionados y santificados con la vecindad mítica de sus seres nombrados con palabras extraviadas: orixâs [8] u orishas, y los luases (singular luá o divinidad en la religión Vudú). Andaban por ahí sin discutir soberanías territoriales físicas o espirituales, el Bambero y el Riviel. Y toda la parentela de deidades comprometidas con la disciplina sentimental del catolicismo.

En todo lugar donde nuestros mayores tuvieron que trabajar para la riqueza de los amos, hasta ahí llega la reparación del mal que nos causa la esclavitud, entonces hasta ahí llega nuestro derecho a la reparación [9] .

Voces colectivas sin mengua en sus reclamos y el encono ancestral de los troncos familiares de ambos lados de la raya, en resistencia a los Estados colombiano y ecuatoriano, a sus decisiones tiránicas de separación comunitaria y opresión fuerte para obligar a la dispersión de la sangre. Eso sí, la sangre estirada sin arrancarse, pero con sus críticas semanas de debilidad.

Cronistas curiosos y venidos de otras tierras consiguieron una frase aquí otra allá, alguna descripción o referencia validada por el entorno de circunstancias y la fama combativa de ciertos montoneros que, por saltos de memoria histórica, compararon con los jacobinos negros de Haití; pero eso sí, ninguna mujer. Las acciones de este cimarronismo de principios del siglo XX, sin importar importancia e ingenio aplicado, tuvieron trámite literario con escasez de palabras y economía de imaginación. Ninguno de los escribidores estuvo para testimoniar otra cosa que no fuera el destino social y político de los coroneles hacendados, peleando también, es verdad, pero por cuotas de privilegios a más de los que ya tenían y disfrutaban.

 



[1] Los condenados de la Tierra. (2007). Frantz Fanon. Rosario, Argentina, p. 25. Fuente : http://www.elortiba.org/

 

[2] En la medicina ancestral afroecuatoriana se determina el grado de espanto (principalmente en la niñez), causada por algún momento angustioso y sorpresivo. Esta afectación es medida demostrando cierto ensanchamiento del torso. La cinta mide una parte del cuerpo y el resultado debería ser igual al torso (en la parte del diafragma), si el paciente está espantado hay una distancia entre los dos extremos, medida con los dedos de la mano, es cuando se calcula la gravedad del problema. Los cuatro dedos es el máximo resultado y la gravedad del enfermo. El espanto se ‘cierra’ cuando una nueva medición da iguales resultados entre las partes comparadas. La curación es con bebidas de yerbas y rezos.

[3] Óp. Cit., pp. 165-166.

[4] ÓP. Cit., p. 166.

[5] Óp. Cit., p.116.

[6] Óp. Cit., p. 247.

[7] Tomado de Extractivismo, (neo) colonialismo y crimen organizado en el norte de Esmeraldas, Michel Lapierre y Aguasantas Macías, Editorial Abya Yala, Quito, 2018, p. 105.

[8] El orisha u orixâ (o santo para la comprensión católica) es el espíritu del Eleddá o guía de una persona. No es considerado un muerto, sino un espíritu vivo y capaz de hacer cosas o acciones favorables. Son santos porque recibieron la bendición y el aché (ashé o axê) de Olofi. Nosotros no hacemos los orísha; nadie puede hacer de un espíritu o de un viviente un santo, a no ser Olofi. Los oríshas no son exactamente dioses. Ellos fueron como nosotros, fueron obas o reyes que ganaron u obtuvieron aché de Olofi. Ya muertos, son espíritus que nos protegen. Ellos están más cerca de Olofi que nosotros.

[9] Publicado en ¿Estado constitucional de derechos? Informe sobre derechos humanos, Ecuador 2009 Derechos, territorio ancestral y el pueblo afroesmeraldeño, Juan García y Catherine Walsh.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.