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Breves capítulos de la Revolución de Esmeraldas

Cuatro negros pelagatos (VI)

Fuentes: Rebelión

Los pueblos negros de la costa del Pacífico de las nacientes repúblicas de Colombia y Ecuador, cargaban con el peso ajeno de la angurria por las tierras y las minas de oro que habían gestionado con técnicas antiguas y nuevas; apenas era un cambio de dueño, del saliente colono europeo a los que llegaban con más codicia en nombre de su propia libertad, sin importar la providencia de los vecinos más antiguos en esas batallas. Jamás les importó el destino de los mineros y agricultores esclavizados.


 

La descolonización siempre es un fenómeno violento [1] .

Los condenados de la Tierra,

Frantz Fanon

 

Capítulo 17

Mackandal, mientras más caminaba más andaba

Los próceres que empezaban a constituir repúblicas en estas Américas acumulaban deudas de palabra, con los años no tener firmeza de palabra fue un mal chiste, apenas eso. Así hasta ahora. Promesas grandes (S. Bolívar a Alexandre Petion) y más grandes aún a miles de esclavizados guerreando por sus intereses, también incumplidas cada vez que las renovaron; acuerdos pasados por el forro, diligencia rutinaria y al descaro. Los nacientes parlamentos aprobaban leyes inútiles, así sea si legislaban sobre vientres con brotes libres, también esas eran precarias como papel a las lluvias de marzo. Las que siempre se cumplieron fueron aquellas decisiones cimarronas abridoras de camino a privilegios perdurables para los herederos directos del colonialismo español. Si toda esta historia requería un dígito hermético sería el ocho. El número de Obatalá. Y siendo el orisha de la paz se perdió en sus propias impaciencias el 24 de septiembre de 1913.

Y esas incidencias caminaron con la historia de un territorio impreciso no solo en sus límites, eran antiguos anhelos de encontrar, en cualquier mañana transparente más por la realidad satisfactoria que por el sol nuevo, su territorialidad. El desarraigo de África daba para el largo de un poema épico o trágico y mucho más para los hierros libertarios de Oggum, como fueron aquellos de unos tales jacobinos negros. Una encrucijada resuelta, allá y acá, con los materiales más a mano del momento y las impaciencias definitivas que colmaban las prisas del cuerpo sucesor de otros cuerpos maltratados y exhaustos. Los Ancestros hablan con voz cansada sin los pesos muertos de la resignación. A veces muy fuerte y a veces es un susurro. Pero estaban ahí: susurrante candela sin consumición.

Mackandal y sus legiones no se fueron, además, ¿a dónde? Él se volvió mitología completando, por ejemplo, la conciencia de la territorialidad en la región afropacífica. Luego la religión europea cauterizó hasta quemar su inteligencia colectiva original. El Riviel [2] y el Bambero [3] estaban incorporados a la cotidianidad laboral de recolección y cultivo. Ambos no eran exactamente guerreros, en el sentido bélico, pero sí del resguardo ambiental. La libertad proporciona si no la abundancia al menos la sustentabilidad. Los hacendados de la provincia de Esmeraldas, dueños por una navidad insólita de inmensos territorios sin límites definidos, con la moral y el alma de plantación caribeña, solo entendían por iguales aquellos que estaban en su restringido horizonte social. Las familias negras de los conucos eran conciertos o jornaleros (un peldaño por encima del concertaje). El itinerario de derechos igualitarios no había sido olvidado, sus compromisos militares con cada revolución, así se llamaba a esos ‘salte tú pa’ ponerme yo’, los devolvía al origen de sus anhelos de jacobinos negros de la territorialidad de la Esmeraldas: reconocimiento de ciudadanía como preámbulo de libertad. Casi 110 años de aquel enero de 1804.

Toda conversación sobre la Revolución de Haití debió concluir con una mirada circular para verificar aquello que hacía falta, porque las apariencias no engañaban. El nombre de la esclavización era un fraude con bondadosa hipocresía.

El concertaje era el acuerdo entre tío conejo y tío tigre [4] , pero aquí hasta esos días ganaba el felino heredero del poder político con sus bases social y religiosa, mientras el conejo recurría a la historicidad ancestral para defender su existencia. Mackandal caminaba y andaba, mientras más caminaba más andaba. Las conversaciones sobre Haití adeudaban alzamientos o compromisos insurreccionales por cuenta propia.

Es el afán de volver a ser libres, lo que alimenta el corazón del esclavizado, la voluntad para apoyar las propuestas de libertad que nacen en nuestro entorno, sin mirar el color de los que reclaman esa libertad [5] -meditaba el Abuelo Zenón.

Capítulo 18

A rebelión of maroons?

La humedad los obligaba a cargar pañuelos en la mano que terminaban por humedecerse y hacer inútil el secado del sudor. Los venidos de las alturas andinas se movían ensopados en sus trajes para otros climas, pero ahí estaban, en la Casa de Gobierno de Guayaquil. Se decían liberales afrancesados y sabían del fallo histórico de Simón Bolívar a Alexander Petion, pero también necesitaban cuerpos agradecidos que combatiendo por su chininín de libertad defendieran a cualquier Gobierno de enemigos probables. Así fue como el 25 de julio de 1852 [6] , al año séptimo de la libertad, el Jefe Supremo José María Urbina, militar con los méritos del triunfo sobre Juan José Flores (apoyado por el Gobierno del Perú); el General José de Villamil (Ministro General), prócer del 9 de octubre de 1820; Francisco de Paula Icaza (Oficial Mayor), hacendado del cacao y favorable a la manumisión, ellos, los tres, suscribieron el Decreto de Manumisión de Esclavos. Urbina era de esos liberales que anteponían la ideología al sacramento institucional.

Los indios con los ilotas (esclavos) del Ecuador fecundizan la tierra con su trabajo; erogan gruesas contribuciones para el sostenimiento del culto y aumento de los fondos del erario nacional, y en reciprocidad no obtienen del orden social sino una suma muy limitada de bienes -la confusa sinceridad de sus palabras causó estupor en unos y evidentes molestias en los trajeados de negro, recién llegados de las alturas andinas. La satisfacción completa apenas alcanzaba a un grupo muy pequeño de liberales que repetían en francés, forzando la pronunciación: liberté, égalité, fraternité.

Para Urbina no fue sencillo ni de corazón presto y magnánimo de sus partidarios. Bien lo sabía. Los días de conversaciones para conseguir acuerdos fueron interminables y las noches sin sueños, maldiciendo a la esclavitud, presagiaban el sufrimiento eterno de los negros. Pero también afectaba a sus planes político-militares de defensa del poder.

El ahora Jefe Supremo, en sus diálogos con Juan Otamendi Anangonó, volvía al mismo punto de siempre: la abolición de la esclavitud o el riesgo de otra Revolución Haitiana en la región de las Esmeraldas. Ambos sabían que las fronteras eran imprecisas. Tan imprecisas que los troncos familiares no estaban partidos por la línea estatal de separación arbitraria. Además los pueblos negros de la costa pacífica de las nacientes repúblicas de Colombia y Ecuador, cargaban con el peso ajeno de la angurria por las tierras y las minas de oro que habían gestionado con técnicas antiguas y nuevas; apenas era un cambio de dueño, del saliente colono europeo a los que llegaban con más codicia en nombre de su propia libertad, sin importar la providencia de los vecinos más antiguos en esas batallas. Jamás les importó el destino de los mineros y agricultores esclavizados. Los nuevos dueños cuidaban sus desconfianzas, porque sospechaban que no eran aquello que parecía y muy bien ellos sabían de la suma de pequeñas y a veces ínfimas rebeldías cimarronas anticipatorias de la próxima república independiente.

A José María Urbina le quedaba el silencio incómodo de su amigo por aquello que pudiendo hacer no hacía. Por lo que fuera: pusilanimidad clasista, desvío de su ruta ya en el poder o soberbia por el prestigio de la sangre. Otras veces caminaba sin dirección, reflexionando sus lecturas francesas de revolución en cruce contradictorio con el desánimo de balancear capitales invertidos y el derecho a la libertad de los comprados. En otros momentos soportaba con valiente serenidad el desasosiego por no lograr encaramarse a lo más alto de este Estado en formación y cumplir con su promesa liberal. Pero ahora ya estaba en la cumbre del poder, no obstante en su cabeza el torbellino de dudas continuaba.

El bautismo lo dejó como José María Mariano Segundo Fernández de Urbina y Sáenz de Viteri. Él tenía largura en nombre aunque menguada en voluntad, pero como los trapiches de los negros sacaba jugo a las simpatías por su liberalismo personal, con los dramas existenciales entre el deber y el ser. Todo concluía enredado en la maraña injusta de libertades de esclavizadores y esclavizados. El orgullo de nación que José María acarreaba por donde iba se acrecentó con su exquisita formación, a riesgo de parecer pedante algunos de sus jefes debieron soportar sus correcciones al disimulo o directas. Ese orgullo destilado aturdía su juicio, porque liberar a mujeres y hombres negros lo dejaría en los libros de la posteridad y a la vez le enredaría con aliados y adversarios del momento.

El escaso miramiento de liberales y conservadores con los esclavizados se acababa a la hora de negociar la riqueza que producían o la hipotética de más adelante como jornaleros de sueldo. Los hacendados de la Sierra eran peores que los de la Costa en dos temas (aunque nada era absoluto). Uno: su desprecio por la gente negra podría confundirse con el odio. Y dos: despotricaban en los peores términos si cualquier hablaba de restarle las ganancias de sus esclavos. No todos, pero una mayoría se otorgaba como una bendición de Dios aquel poder absoluto para disponer de esa densidad corpórea productora de bienes sin ningún débito. Abolicionistas y esclavista a veces eran feroces en sus opiniones, dependiendo del humor político. Urbina solía participar en esos torneos de retórica, ironizando sobre el aborrecimiento declarado y jurado a quienes con sus humanidades facilitaban el confort de esas mismas tertulias. En una discusión con un plantador serrano, aquel molesto con los argumentos de José María que no podía contrarrestar, le alcanzó cierto libro de memorias de un francés, publicadas por primera vez en 1789, y que tenía en estima como lectura favorita: «Los negros son injustos, crueles, bárbaros, semihumanos, traicioneros, engañosos, ladrones, borrachos, orgullosos, haraganes, sucios, desvergonzados, celosos hasta la furia y cobardes» [7] . José María Urbina prefirió callar. O quizás el desasosiego se le volvió pertinaz y una rabia cruda empezaría amargarle la semana.

Otra vez lo volvieron a silenciar.

– «La seguridad de los blancos demanda que mantengamos a los negros en la más profunda ignorancia. He llegado al punto de creer firmemente que tenemos que tratar a los negros como se trata a las bestias« [8] -se lo recitó palabra por palabra uno de sus amigos de milicia, plantador de la Sierra norte, que se lo había aprendido de un documento en su poder traído de Francia o de alguna de sus colonias. Urbina enmudeció empujando para dentro el torrente de argumentos reforzados con palabrotas.

Era el año de 1851, el 17 de julio, jueves de sol y humedad, se acababa de proclamar Jefe Supremo y ya tenía precisada la idea que la concluyó en el Decreto de Manumisión de Esclavos. Miró a su alrededor como buscando alguna duda en los poblados bigotes de sus partidarios, en sus poses grandilocuentes o en la adusta frialdad de aquellos que estaban en contra; ninguna mujer, todos varones. Después de firmar, caminó con lentitud hacia la ventana con paso medido para que la última palabra coincidiera con su llegada al umbral del balcón y darse la vuelta con seria teatralidad.

Que los pocos hombres esclavos que todavía existen en esta tierra de libres son un contrasentido a las instituciones republicanas que hemos conquistado y adoptado desde 1820; un ataque a la religión, a la moral y a la civilización, un oprobio para la República y un reproche severo a los legisladores y gobernantes -recitó.

– Al fin somos un país civilizado -dijo una voz de la que nadie se preocupó por conocer su dueño.

La preocupación civilizatoria de unos cuantos blancos liberales era apoyada por la ansiedad insurreccional de los esclavizados que estaban en la mayoría de las plantaciones, entre ellas las cacaoteras. A ese hervor en las alturas sociales sumaba candela la opinión de los negociadores ingleses de la deuda de la independencia, sus argumentos más que morales eran monetarios: la abolición de la esclavitud era el mejor negocio de todos y del Gobierno. Ingleses y sus representantes ecuatorianos vestían con la igual elegancia, traje negro, camisa blanca, corbata (pajarita) y sombrero, ningún bastón; la gravedad de sus rostros apenas desaparecía por sus sonrisas. La dureza de sus argumentos se disimulaba por la elegancia de sus argumentos: su preocupación no era por las personas y su destino, de ninguna manera. A ellos les inquietaba una rebelión cimarrona que terminaría por convertir la inestable economía en poop [9] y se les alejaría el día de cobrar esta deuda, porque al aumentar los intereses… sería impagable.

Reuniones un día, reuniones otro día. Los funcionarios del Gobierno pretendían burlarse y se reían con una variedad de ruidos que delataban la falsa despreocupación. Ese día, víspera de la firma del Decreto de Manumisión ni los ingleses ni sus representantes ecuatorianos se mostraban flemáticos, más aún evidenciaban su intranquilidad y emparejaban ‘miradas despreciativas de búho’ (disdainful owl look), como decía Francisco Pablo de Icaza Paredes, uno de los favorables a la abolición, yerno de José de Villamil.

A rebellion of Maroons, señores. Sería un disaster -los cobradores de la deuda inglesa ponían tal cara de trágica seriedad en el decir que los funcionarios del Gobierno de J. M. Urbina dejaron de reírse, de mostrar desinterés o encontrar argumentos justificativos donde no los había. También estaba el deseo secreto de José María Urbina de volver los fusiles hacia floreanistas [10] u otros opositores. Él tenía noticias imprecisas de las conjuras, pero eran creíbles. Solo que esta vez estimaba enfrentarlas con un ejército casi propio o muy incondicional: los agradecidos libertos.

Capítulo 19

La necesidad de 496 800 pesos para recomprar cuerpos negros

No tener dinero, para aquello que beneficiara con largura a la pequeña sociedad blanca dominante de la república en construcción, había sido maldición insoportable para los presidentes ecuatorianos desde el 13 de mayo de 1830 hasta esta fecha. Y no estaba previsto su término. Así los hacendados, mineros y manufactureros encontrarían satisfactorio consuelo en la promesa: «cada vez que se hallen reunidos 200 pesos de este fondo se procederá a dar libertad al hombre esclavo de mayor edad, por avalúo» [11] . El bien humano productivo por última vez dejaba ganancias al precio de cuerpo, vida y ánima; todo en una sola cosa. La libertad, de la puerta de la hacienda (o de la mina) para allá, tenía ese costo en efectivo o en bonos canjeables por ese precio más intereses.

Había transcurrido 325 años, ni uno menos, en este territorio llamado con nombres diferentes según como se hubiera integrado o según quien lo hubiera gobernado hasta ese año. Hasta ese día, hombres esclavizados (y mujeres, muy posiblemente) se habían alistado en cuanta asonada llamada revolución, y gritara, sin explicar sus alcances, la palabra ‘libertad’. José María Urbina propuso acomodarla en el Año Séptimo de la Libertad o sea siete años después de aquel 6 de marzo de 1 845, fecha del correteo definitivo a Juan José Flores y sus infinitas pretensiones de gobernar la República. La habían llamado revolución marcista. Urbina sabía que el crédito de lo que fuera o como quisiera llamarlo solo sería defendido por una fuerza armada; no lo pensó mucho, porque ahí estaban los libertos. Justamente ellos. Por razones que no son mitológicas y sí para meter miedo al adversario fueron llamados Los Tauras. O con sarcasmo de salón social: canónigos. Nunca se supo cuál fue la canonjía de los enrolados en esa milicia.

José María Urbina, José de Villamil y Francisco P. de Icaza, los firmantes del Decreto, además de los grupos de Gobierno y apoyo, pusieron impuesto al «producto libre del ramo de la pólvora». Mientras se conseguían fondos de otros lados. Doscientos pesos era la indemnización a los esclavizadores, por cada esclavizado adulto; era bastante dinero. El jornal era de cuatro reales y el total de todas las exportaciones fue de 1 571 155 pesos, en 1 852. Las Juntas de Manumisión como Juntas Protectoras de la Libertad de los Esclavos, en su contabilidad imperfecta tenían 2 484 personas esclavizadas eso significaba 496 800 pesos que nadie del Gobierno ecuatoriano tenía voluntad personal, social o política de entregar. Ahí donde el dinero prevalece como razón primera y última es el espíritu comercial que estima a los seres humanos e inventa los nombres del valer: piezas de ébano.

No hubo una sola palabra referente a derechos de ciudadanía de la negritud de la República del Ecuador. Mutismo entrópico. El silencio absoluto sería el material sublime del resentimiento. Aquel miércoles 24 de septiembre de 1913 estaba a 62 años de distancia temporal y se empezó a contar desde el sábado 26 de julio de 1851.

Notas:


[1] Los condenados de la Tierra. (2007). Frantz Fanon. Rosario, Argentina, p. 25. Fuente : http://www.elortiba.org/

[2] En francés rivière significa río. La pronunciación riviè debió castellanizarse como Riviel. Ser mitológico de la mitología afropacífica colombo-ecuatoriana. Es equivalente acuático del Bambero terrestre. Ambos son seres protectores de la naturaleza, el Riviel en los ríos y en el mar, cuidando que nadie tome más de aquello que le sirve para su alimentación y además cuando la especie ya está de tiempo para ser consumida y no antes. Es es como el Ogún del Río del Vudú. Algo parecido cumple el Bambero en el bosque. Ambas divinidades tienen funciones ecológicas de salvaguarda.

[3] Divinidad (orixâ, orisha, lwa o santo) afropacífica, protector del bosque y todos sus biocomponentes, su existencia y persistencia. Es el equivalente al Ogún Buá o del Monte de la religiosidad Vudú, a quien se debe invocar permiso con ceremonias particulares.

[4] Cuentos de la narrativa oral afropacífica. El conejo y el tigre (se les atribuye un singular parentesco con el narrador) están en permanente disputa, el primero por no convertirse en la cena del segundo, en negociaciones decisivas entre la astucia y la fiereza, en la competencia entre la moderación y la angurria, entre otros aspectos morales y filosóficos.

[5] Pensar sembrando/ sembrar pensando, Juan García y Catherine Walsh, Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador, Ediciones Abya-Yala, 2017, p. 215.

[6] Fecha de publicación.

[7] Tomado de Los jacobinos negros, Fondo Editorial Casa de las Américas, La Habana, 2010, p. 11.

[8] Óp. Cit., p.11.

[9] Cagada.

[10] En referencia a los seguidores de Juan José Flores y Aramburu (1800-1864), nacido en Puerto Cabello, Venezuela y fallecido en Isla Puná, Ecuador. Fue Gobernador del Distrito del Sur, que al separarse de la Gran Colombia se llamó República del Ecuador y él fue su presidente.

[11] Artículo 3º, del Decreto de Manumisión de Esclavos, del 25 de julio de 1851.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.