Miércoles 4 de junio de 2009: la 39ª Asamblea General de la OEA (Organización de Estados Americanos), reunida en Honduras, deja sin efecto la expulsión de Cuba adoptada el 31 de enero de 1962. Una decisión que pone punto y final al histórico intento de Estados Unidos de aislar, institucional y regionalmente, a la Revolución. Cuba sigue adelante con su proceso social pese a continuar sometida a graves problemas internos. La mayoría de los países de América Latina, sin embargo, viven un momento político radicalmente distinto al existente hace cuatro décadas.
Este es el contexto en el que hay que situar la resolución adoptada en Honduras, en la «batalla de Tegucigalpa» como ya es conocida una cumbre que ha estado marcada por muchos matices y una intensa «actividad de pasillos»: los grandes cambios sociopolíticos vividos en la región en este nuevo siglo han ido propiciando, progresivamente, una manifiesta reducción del peso hegemónico de Estados Unidos en este área del planeta. La necesidad del Departamento de Estado de articular nuevos elementos de control, formales e informales, choca abiertamente con una realidad en la que buena parte de los gobiernos latinoamericanos, desde distintos parámetros, ritmos y lecturas geoestratégicas, plantean un mismo denominador común: limitar el papel estadounidense en el control socioeconómico del continente y negar el doctrinario neoliberal como supuesto «mecanismo de ajuste» de las economías locales. Mera cuestión de empirismo aplicado.
Un Símbolo de Soberanía.
La relación Cuba-Estados Unidos se ha convertido a lo largo de estos años, a fuerza de una reiterada política prepotente e imperial desarrollada desde Washington, en algo más que un «contencioso bilateral». La Revolución iniciada en 1959 se ha elevado a la categoría de símbolo de independencia y soberanía continental o, lo que es lo mismo,. una realidad que ha derivado en un verdadero problema de fondo para la administración de Barack Obama. La limitada política de «cambios» en las relaciones Usa-Cuba auspiciada hasta el momento por el nuevo gobierno norteamericano, muestra claramente la voluntad de un «reajuste» en el tratamiento de la cuestión pero en ningún caso el anunciado «más allá» con respecto a la política desarrollada por otros presidentes demócratas. Es significativo, en este sentido, que el propio ex mandatario Jimmy Carter califique como «menos osadas de lo esperado» las medidas anunciadas hasta el momento por Obama, muy lejos objetivamente de los acuerdos de la época de distensión favorecidos por el propio Carter durante su período presidencial (1976-1980). ¿Cuáles son, entonces, las verdaderas intenciones del nuevo gobierno de Washington hacia Cuba? La sospecha es latente y tiene elementos objetivos para huir de cualquier optimismo: paralelamente a las «tibias» medidas anunciadas (liberalización de remesas económicas familiares, eliminación de algunas limitaciones en los viajes familiares a la Isla e inicio de contactos directos sobre emigración y relación postal), la administración norteamericana ha confirmado la continuidad para este año fiscal del financiamiento gubernamental a las denominadas «Radio Martí» y «Tele Martí» por un monto cercano a los 36 millones de dólares. Es decir, subvención pública y directa a los colectivos más intransigentes de la ultraderecha cubana en Miami. Por otra parte, el pasado 7 de mayo se hacía pública la imposición de una multa de 110.000 dólares a la petrolera tejana Varel Holding por el «consumado delito» de exportar tecnología de prospección a la Isla. Y cerrando el círculo no podemos pasar por alto la permanentemente beligerante actitud mantenida por la secretaria de estado Hillary Clinton respecto al gobierno cubano, actitud que no pasa en absoluto desapercibida en La Habana y que, sin duda, no favorece precisamente el acercamiento de posturas. La posición mantenida por la delegación norteamericana en esta última reunión de la OEA, encabezada por la propia Hillary Clinton, viene a confirmar tristemente un punto y seguido en la larga tradición de prepotencia y falta de respeto a la soberanía de los pueblos. La historia lo demuestra.
La Expulsión de 1962.
Desde prácticamente los primeros días del triunfo revolucionario, Estados Unidos pone en marcha una política de subversión articulada en diversos ámbitos: acciones paramilitares, atentados, sabotajes, campañas de descrédito internacional, intensa ofensiva diplomática… La inesperada derrota de la invasión mercenaria de Playa Girón acelera la necesidad de nuevas medidas de aislamiento. El 30 de enero de 1962 en la localidad uruguaya de Punta del Este y durante la 8ª Reunión de Consulta de la OEA (una organización supraestatal americana constituida como foro político y de toma de decisiones continentales, con sede central en Washington), se aprueba la expulsión de Cuba como país miembro con catorce votos a favor, uno en contra y seis abstenciones. Un éxito de la diplomacia estadounidense con la complicidad de la mayoría de los ultraconservadores gobiernos latinoamericanos de entonces. A los tres días, el 3 de febrero, el presidente John Kennedy decreta oficialmente el bloqueo comercial contra Cuba, prohibiendo la importación de cualquier producto proveniente de la Isla y las exportaciones norteamericanas hacia la misma, violando así los principios establecidos en la Carta de la ONU que impide expresamente la puesta en marcha de cualquier tipo de medida de coerción económica entre los estados miembros. Un bloqueo que sigue en vigor tras ocasionar a lo largo de estas cuatro décadas daños sustanciales a la economía del Gobierno cubano y a las condiciones de vida de la población. Mientras tanto, la OEA ha desarrollado en estos años una política seguidista de los designios de las administraciones estadounidenses con respecto a la región aunque su papel e influencia ha ido mermando progresivamente ante la aparición de otras instituciones supraestatales como la Unión de Naciones Sudamericanas, el Grupo de Río o el ALBA y, en el ámbito económico, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe o Mercosur.
La Resolución de la OEA.
Estados Unidos y Canadá han mantenido a lo largo de esta última reunión de la OEA una intensa actividad tratando de impedir la aprobación de la resolución favorable a la reintegración de Cuba. Sus únicos aliados incondicionales en el nuevo tablero continental han sido, una vez más, Perú y Colombia. Pero el intento de proponer una moción alternativa sustentada en los siempre reiterados tópicos de la democracia y los derechos humanos entendidos unilateralmente, ha fracasado. Tampoco ha sido aprobada la avanzada propuesta de los países integrantes del ALBA (Venezuela, Bolivia, Nicaragua, Honduras, Dominica y próximamente Ecuador) tendente a incluir una petición expresa de disculpas al Gobierno cubano por la larga injusticia cometida. Finalmente, el juego de las mayorías ha posibilitado la aprobación de la mención señalada, a instancias de México, Brasil, Argentina y Chile, los países con más peso económico, político y demográfico en la región.
Con todo, no deja de ser curioso que esta decisión de la OEA se adopte a pesar de las reiteradas declaraciones del Gobierno Revolucionario en el sentido no ya de no tener ninguna intención de integrarse en este foro, sino de pedir la disolución de este «Ministerio de Colonias de Estados Unidos», término con el que ya en 1962 el canciller cubano Raúl Roa García designó a este organismo en el momento de su expulsión.
Lo acontecido en Honduras esta semana vuelve a certificar, paralelamente, lo que ya hemos señalado en análisis anteriores: en el momento actual, la posición internacional del Gobierno cubano y de la Revolución está muy fortalecida. Y a ello contribuye no sólo el proceso de cambios vivido en América latina en los últimos años, sino también la reiterada e intransigente posición de defensa de su independencia y sus principios, articulada mediante un muy activo y efectivo sistema de relaciones internacionales.
Fortaleza exterior, ¿debilidad interna?
La resolución de la OEA ha sido considerada por el Gobierno como una «gran victoria latinoamericana» reiterando, paralelamente, su negativa a reingresar en este organismo. Hay otras prioridades y necesidades urgentes. Más allá de miradas hacia afuera, los problemas se ubican una vez más en claves domésticas: la crisis económica ha llegado sin aviso previo y las explicaciones en los medios de comunicación distan, en muchos casos, de ser convincentes. Mientras el «ahorro energético» se ha convertido en una nueva palabra de orden, nadie responde a una inquietud generalizada entre la población: la reducción o subida en los precios del petróleo mundial, ¿beneficia o perjudica a la economía cubana? Una cuestión lógica si se tiene en cuenta que aproximadamente la mitad de los poco más de 100.000 barriles diarios que recibe Cuba desde Venezuela a precios preferenciales mediante el acuerdo conocido como Petrocaríbe (y que también beneficia a otros países del área), se destinan a la reexportación… Mientras esperamos la respuesta al enigma lo que sí resulta ya una evidencia es que la economía nacional atraviesa un momento de suma gravedad: la práctica suspensión de pagos a muchos suministradores y empresas extranjeras acreditadas en el país, mediante la retención de transferencias bancarias al exterior, es todo un síntoma de la situación. También el hecho de que el precio internacional del níquel esté a la baja, en una Isla que posee la segunda reserva mundial conocida de este mineral y de cobalto. Lo mismo ocurre con el turismo, en pleno reflujo por la crisis mundial. Estamos hablando, no lo olvidemos, de los valores que junto a las remesas familiares representan los principales ingresos económicos de la Isla. Problemas a los que se suman el próximo vencimiento de una importante línea crediticia con China o los pagos por suministros de arroz a Vietnam, producto básico en la dieta familiar del cual Cuba importa actualmente más del 60% de su consumo.
Esta tensa situación en claves financieras tiene claras consecuencias sociales en referentes cotidianos como la energía o la alimentación. El verano está ahí y, una vez más, parece lógico pensar que las medidas de reestructuración económica y las políticas sociales deberían acelerarse para evitar inesperados aumentos de temperatura. Porque, finalmente, el verdadero futuro de este proceso que sigue generando tantas solidaridades fuera de sus fronteras está en los centros políticos y en los hombres y mujeres de este país y no en Washington o en Tegucigalpa.