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Cuba, la esperanza

Fuentes: La Jornada

El 8 de enero, hace medio siglo, Fidel Castro entraba triunfalmente en La Habana luego de recorrer la isla envuelto en un desbordamiento de júbilo, cariño y adhesión popular casi unánime, sin precedente en la historia de Cuba y difícilmente igualado nunca por otro líder en parte alguna. Aunque el triunfo rebelde se produjo el […]

El 8 de enero, hace medio siglo, Fidel Castro entraba triunfalmente en La Habana luego de recorrer la isla envuelto en un desbordamiento de júbilo, cariño y adhesión popular casi unánime, sin precedente en la historia de Cuba y difícilmente igualado nunca por otro líder en parte alguna.

Aunque el triunfo rebelde se produjo el primero de enero, coronado por la gran huelga general revolucionaria que liquidó el postrer intento de Washington de sustituir al tirano en fuga por un gobierno títere, transitar la ruta de Santiago de Cuba -en el oriente, escenario principal de la guerra revolucionaria- hasta la capital tomó a la caravana guerrillera ocho días más.

Fidel concedió la mayor prioridad a la Caravana de la Libertad, como fue conocida, que cumplió un objetivo primordial al reafirmar tempranamente y con toda claridad el carácter profundamente popular de la revolución y contribuir a la consolidación de la victoria. No tenía mayor prisa por llegar a La Habana, ya firmemente en manos de Che Guevara y Camilo Cienfuegos -apoyados por las milicias urbanas del Movimiento 26 de Julio-, quienes tras derrotar en memorable campaña a las fuerzas de la dictadura en el centro de Cuba habían recibido de la Comandancia General rebelde la orden de marchar aceleradamente hacia allí con sus columnas y ocupar los principales puntos estratégicos.

Ante las multitudes que exclamaban «gracias Fidel» en decenas de pueblos y ciudades a lo largo de la marcha, el comandante enfatizó tres ideas: eran el ejército y el liderazgo revolucionarios los agradecidos al pueblo, pues sin su apoyo no habría sido posible el contundente triunfo obtenido (desmoronó no sólo la dictadura de Batista y sus cuerpos represivos, sino el aparato estatal y la institucionalidad en que se sostenían la dominación imperialista y oligárquica en la república impuesta por la intervención yanqui de fines de 1898); la victoria de la guerra revolucionaria, por consiguiente, era del pueblo de Cuba y de nadie más, no obstante que -puede argüirse- el Movimiento 26 de Julio y, en particular, su líder indiscutible hubieran tenido un papel decisivo en la elaboración y conducción de su estrategia y táctica. Aunque llegar hasta ahí había demandado grandes sacrificios, lo más difícil estaba por venir y el concurso del pueblo seguiría siendo indispensable.

La caravana dejó sentado lo que sería, y ha sido hasta hoy, el modo de hacer política del poder revolucionario: «con los humildes, por los humildes y para los humildes». Ello da la clave en gran parte, desde la perspectiva de los 50 años transcurridos -o 56 si partimos del ataque al cuartel Moncada, que ya sembró la semilla-, para explicarse la insólita revolución socialista y la resistencia de Cuba, país pequeño y subdesarrollado, contra la implacable hostilidad de la más grande potencia militar de la historia, su cercano vecino. Más sorprendente cuando, décadas después, en medio de las severas penurias impuestas a los cubanos por el derrumbe del llamado socialismo real y el simultáneo recrudecimiento del bloqueo y ante la generalización en el mundo de las políticas neoliberales, los dirigentes y el pueblo de la isla decidieron defender al precio que fuera necesario la soberanía nacional y la equidad socialista contenida en las conquistas revolucionarias fundamentales. En gesto que trascendería con creces los límites de la isla, la dirección de la Revolución adoptó, en consulta con los ciudadanos, una estrategia de supervivencia e inserción en la economía mundial, que, si exigía perentoriamente un grado de apertura económica, fue concebida de modo que no implicara privatizar los bienes públicos ni abandonara a nadie a la acción ciega del mercado.

Sin ir más lejos, de no haber ofrecido Cuba ese ejemplo moral en una situación tan peligrosa y adversa, difícilmente los actuales procesos populares latinoamericanos contra el neoliberalismo y por la integración latinocaribeña, e incluso contra el capitalismo, hubieran despuntado tan temprana y vigorosamente hasta trasformar en apenas dos décadas a favor de los pueblos la correlación de fuerzas en la región. Se ha dicho con razón que Cuba abrió el camino a la liberación de América Latina del yugo imperialista. Cabría añadir que lo hizo dos veces: inmediatamente después del triunfo de la Revolución, cuando dio inicio a un singular ciclo internacional de rebeldías populares por su magnitud y escala, y también en el momento en que se derrumbó el socialismo real y, como a las puertas del Infierno de Dante, pareció inscribirse en el horizonte de los de abajo la terrible sentencia «abandonad toda esperanza». Entonces la esperanza se llamó Cuba.

La capacidad de resistir y defender sus conquistas de justicia social demostrada por los dirigentes y el pueblo cubanos ante el recrudecimiento del bloqueo y la hostilidad de Estados Unidos tras el colapso soviético evidenció que la hegemonía de aquel también podía ser desafiada exitosamente en las nuevas condiciones de la unipolaridad y de una ideología dominante que proclamaba eternos las políticas neoliberales y el llamado pensamiento único. Pese a la ofensiva cultural y el barraje mediático neoconservadores los pueblos pudieron percibir que la llama cubana de rebeldía seguía ardiendo. No obstante las deserciones y la gran confusión ideológica que aquejaban al campo revolucionario y popular, ello ejerció un enorme estímulo entre quienes mantuvieron la voluntad de lucha en los cuatro puntos cardinales, despertó la de otros e hizo que se mantuviera viva la solidaridad con el pueblo de la isla.

El ejemplo cubano definitivamente contribuyó a desencadenar los movimientos populares contra el neoliberalismo, particularmente en América Latina, donde éstos se han manifestado con fuerza singular y logrado transformar el mapa político. Impulsados por jalones como el Caracazo (1989), la rebelión indígena de Chiapas (1994), la lucha del Movimiento de los sin Tierra de Brasil, de los pueblos indios bolivianos y los levantamientos plebeyos que derrocaron a presidentes serviles a Washington en Argentina, Ecuador y Bolivia, gracias a su eclosión surgieron un conjunto de nuevos gobiernos, heterogéneos en su orientación ideológica pero más independientes de Estados Unidos y favorables a la integración y unidad regional. La elección de Hugo Chávez como presidente de Venezuela en 1998 -un fruto del Caracazo- marcó el comienzo de este proceso, del que ha sido uno de sus adalides más activos y dinámicos junto al boliviano Evo Morales y al ecuatoriano Rafael Correa, siempre con la solidaridad de Cuba.

Algunos de los nuevos gobiernos se han destacado por reivindicar la soberanía popular mediante procesos constituyentes de honda raíz democrática, a la vez que proceden al control por la nación de los recursos naturales, privilegian lo público sobre lo privado, instrumentan políticas económicas antineoliberales y solidarias, se distancian del libre mercado, fortalecen la acción del Estado como redistribuidor de la riqueza con orientación social y validan los derechos de los pueblos indígenas y afrodescendientes, incluyendo formas de autorganización autonómica. Son los casos de Venezuela, Bolivia y Ecuador. En los dos primeros, Estados Unidos y las oligarquías, enfrentados a los pueblos movilizados, han desplegado ya reiterados planes por desestabilizar el nuevo orden y recurrido al golpe de Estado o su intento pero a diferencia de otros tiempos han sufrido duros reveses.

Fue este el contexto que hizo posible el rechazo al Alca ante las mismas narices de George W. Bush en la Cumbre de las Américas celebrada en Mar del Plata; el surgimiento de Unasur y su posterior freno al golpismo separatista patrocinado por Washington en Bolivia; la fundación del Alba, de Petrocaribe y el rechazo por el Grupo de Río a la agresión yanqui-uribista contra Ecuador, entre otros desarrollos. Como colofón, la triple cumbre latinocaribeña de Bahía de Sauipe, en Brasil significó un importante paso de avance hacia la integración solidaria latinoamericana al margen de Estados Unidos que exigió poner fin al bloqueo a Cuba, acogida a plenitud por el concierto de gobiernos de la región en la persona de Raúl Castro. El liderazgo y el consenso de que goza Lula influyeron mucho en el éxito de la cita, apoyados por el peso geopolítico de Brasil. La triple cumbre clausuró definitivamente el capítulo del aislamiento de La Habana en América Latina al punto que Barak Obama corre el riesgo de defraudar prematuramente las expectativas que ha levantado en la región si no hace pronto algo verdaderamente sustantivo por cambiar la política agresiva de Washington hacia la isla e iniciar en serio el levantamiento del bloqueo.

Cuba, que ha luchado incansablemente por la liberación de América Latina y la unidad de sus pueblos desde el triunfo de su revolución en 1959 y ha sido un actor protagónico en la configuración de la nueva realidad política de la región a la que ha brindado, además de su ejemplo, el importante concurso de sus médicos, sus maestros, su experiencia y el privilegio de contar con la sabiduría política de Fidel Castro, libra a la vez importantes batallas internas. Enfrenta múltiples y colosales desafíos en diversas esferas que han sido planteados muy claramente por Fidel y Raúl, en particular desde el trascendental discurso que pronunciara el primero en la Universidad de La Habana en octubre de 2005. En resumen, se trata de contradicciones que obstaculizan el camino revolucionario emprendido en el Moncada, cuya exitosa solución radica en el difícil empeño de combinar la resistencia con el rediseño y renovación a fondo de su opción socialista en la amenazadora cercanía de su poderoso vecino. Allí la nueva esperanza.