«Ciertas féminas de carácter enérgico son célebres por la estela de glamour que dejan a su paso. Sin embargo, la formidable figura de Sontag representa un baluarte de su colosal intelecto. En persona es como una diosa (al verla, acude a la mente Atenea): es, sencillamente, titánica». Así describen Carl Rollyson y Lisa Paddock, sus […]
«Ciertas féminas de carácter enérgico son célebres por la estela de glamour que dejan a su paso. Sin embargo, la formidable figura de Sontag representa un baluarte de su colosal intelecto. En persona es como una diosa (al verla, acude a la mente Atenea): es, sencillamente, titánica». Así describen Carl Rollyson y Lisa Paddock, sus biógrafos, a Susan Sontag, a quien conocieron en Polonia en 1980. Dicen saber que a ella no le interesaban las biografías (no le interesaba el género; no era ni siquiera uno de los que despertaban su curiosidad literaria), pero insisten en que su reconstrucción de Sontag no es el repaso de las circunstancias que la llevaron a ser la escritora que fue, sino el análisis de lo que la transformó en «una institución norteamericana y aun internacional». En un ícono, símbolo y síntesis del intelectual estadounidense de fines del siglo XX. Y para dar cuenta de la medida de su importancia en la cultura occidental remiten a una cita de la película Gremlins 2 (Joe Dante, 1990) en la que la escritora es parte de la lista de cosas que definen a la civilización: «la Convención de Ginebra, la música de cámara, Susan Sontag». Que su confirmación como estrella del firmamento de lo civilizado ocurra en una comedia de terror producida en Hollywood es justo con Sontag, una inquieta navegante de universos culturales limítrofes y lúcida analista de sus manifestaciones genuinas (ingenuas) o simuladas (irónicas).
Nacida en Nueva York el 16 de enero de 1933 (y muerta en la misma ciudad casi 72 años después, en diciembre de 2004), creció en el desierto, en Tucson (Arizona). Tenía seis años cuando empezó la escuela primaria, y una semana después de haber ingresado la habían puesto en tercer año. Era una niña extraordinariamente inteligente y con cierta vocación solitaria, pero no tenía problemas con sus compañeros. Una obsesión, sin embargo, la atormentaba: sentía la fascinación de los lugares remotos y las historias dramáticas. Les mentía a sus compañeros de clase para hacerles creer que había nacido en China (que era, en realidad, el país en el que sus padres se habían conocido, en el que, posiblemente, había sido concebida, y en donde su padre murió de tuberculosis en 1938, durante uno de los tantos viajes para atender el negocio de compraventa de pieles), porque pensaba que era, sin dudas, el lugar más lejano al que se podía llegar.
Hace unos meses, la editorial Penguin Random House publicó una colección de relatos de Susan Sontag reunidos bajo el nombre de Declaración. El primero, cuyo título es «Peregrinación», es posiblemente el más convencional en su estilo y, al mismo tiempo, el más ajustado a los hechos de su vida tal como se conocen. Narra el encuentro de una Sontag de 14 años con uno de los hombres que más admiraba en aquella época: Thomas Mann.
Es noviembre de 1947; es el sur de California. Susan está a punto de terminar el bachillerato y tiene un par de amigos con los que comparte el amor por la música y la literatura (la alta música, la alta literatura). El milagro de vivir en una casa en la que tenía su propio cuarto le permitía leer, si tenía ganas, durante toda la noche. Estuvo un mes leyendo La montaña mágica, sintiendo que le costaba respirar, imaginando las conexiones espirituales, físicas y estéticas entre aquellos personajes devastados por la tuberculosis (la enfermedad que mató a su padre) en un hospital de montaña en la vieja Europa, y ella, una adolescente asmática que había pasado la infancia en Tucson porque alguien le había dicho a su madre que el áspero clima del desierto iba a hacerle bien.
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El cuento no es el mejor de la selección, pero dice mucho de Sontag y de su fascinación infantil por la cultura europea, por el pasado y por las vidas llenas de patetismo. El encuentro con el ídolo es lo que cabría esperar: un esfuerzo de acercamiento y curiosidad completamente desbalanceado: él habla de su próxima novela -Doctor Faustus-, de la necesidad de «proteger a la civilización contra las fuerzas de la barbarie» y de cómo le gusta «hablar con jóvenes estadounidenses que revelaban el vigor, la salud y, fundamentalmente, el carácter optimista» de ese gran país. Ella siente la vergüenza de no estar a la altura de esa demanda, de no ser suficientemente «estadounidense», de no haber leído a Ernest Hemingway, que era lo que Mann habría esperado. «El hombre que estaba frente a mí sólo hablaba con fórmulas sentenciosas, aunque era el hombre que había escrito los libros de Thomas Mann. Y yo no pronuncié sino simplezas, aunque estaba llena de sentimientos complejos. Ninguno de los dos estaba en su mejor momento».
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El libro sigue con el monumental «Proyecto para un viaje a China» (ver recuadro), y luego vienen «Espíritus norteamericanos» -la aventura de la encantadora señorita Carichata, que, cansada de la vida familiar, emprende un camino de depravación y lujuria a manos del señor Obscenidad-; «La escena de la carta» -una sucesión de fragmentos literarios de distintas épocas y espacios que logran producir el milagro de un edificio puramente escritural, tentativo pero posible y consistente-; «El muñeco» -un adelanto de los capítulos de Black Mirror-; «Viaje sin guía» -remedo de cuaderno de viaje en el que todos los lugares comunes de las bitácoras y diarios se repasan, se descalifican, se retoman y se desmienten-; y llega finalmente el más largo de los relatos, «Repaso de antiguas quejas», en el que una voz en primera persona cuenta que se propone abandonar una organización a la que pertenece desde hace ya bastante tiempo. Todos son, de algún modo, relatos de abandono y reconstrucción de la identidad, de renuncia al yo tanto como a la pertenencia a una comunidad de roles preestablecidos. Y son, sobre todo, juegos de escritura. No ensayos (el género por el que Sontag fue más reconocida) ni escrituras experimentales a la manera de ejercicios de estilo, sino verdaderas danzas con la escritura y sus posibilidades. Cualquier fragmento es perfecto, y todos son parte de una construcción personal y lúdica que se levanta en lo literario, en sus posibilidades técnicas y estéticas, y que se practica con la seriedad con que en la infancia se practica el juego.
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Es habitual, cuando un escritor tiene la cualidad de remitir sin pausa a lo literario, recordar a Borges. Sin embargo, en Sontag se respira un «aire Cortázar». En «El nene» (otro de los textos largos) se alternan los relatos de (suponemos) el padre y la madre del nene del título, que visitan a un terapeuta (siempre se dirigen a él como «doctor», pero está claro que es del tipo de doctores que se sientan a escuchar, y no de los que, por ejemplo, operan una apendicitis) todos los días (en algún momento, hasta dos veces al día), siempre por separado. Los lunes, miércoles y viernes va uno, los martes, jueves y sábados va el otro. No demoramos en sospechar que el problema del nene son los padres, y se nos dan pistas suficientes como para entender que el nene está lejos de ser un niño (en algún momento se menciona a su esposa) y que, probablemente, es un verdadero psicópata. Tememos por los padres, aunque deberíamos temer por él. Lo interesante es que la información más sustantiva es la que se nos oculta, la que surge de las respuestas a las preguntas (que nunca conocemos) del doctor, la que asoma en las observaciones que hacen los padres sobre los asuntos más triviales o en los argumentos que usan para justificar sus decisiones.
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En «Doctor Jekyll», un atlético y exitoso médico sueña con cambiar de vida con el enclenque y contrahecho Hyde, a quien envidia la vitalidad y el arrojo, la voluntad ciega que tantas veces lo llevó a la violencia y al crimen. En esta versión del clásico de Robert Louis Stevenson, el abogado Utterson no es el amable amigo del doctor Jekyll, sino una especie de gurú convencido de que, además de poseer el don de la clarividencia, tiene la capacidad de manejar la energía de las personas, transformándolas en marionetas que responden a su voluntad. Paradójicamente, Jekyll será libre cuando esté en la cárcel, condenado por haber tratado de matar a Hyde.
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En 1975, un chequeo de rutina reveló que Sontag estaba desarrollando un cáncer de mama. Rechazó, al principio, el diagnóstico, pero luego de consultar a varios especialistas tuvo que aceptarlo. Padecía una manifestación bastante invasiva de la enfermedad, por lo que debió ser operada. La intervención se hizo en Manhattan, pero Sontag sintió que los pacientes de cáncer no eran tratados como los otros. Sintió que había algo ominoso en el cáncer, tal como había habido algo ominoso y vergonzante, tiempo atrás, en la lepra o la tuberculosis. Leyó mucho, se interesó en publicaciones médicas extranjeras y terminó resolviendo que tomaría un tratamiento experimental de 30 días en París. De ese proceso doloroso y agotador nació en 1978 el magistral ensayo La enfermedad y sus metáforas, en el que reniega de las explicaciones psicológicas que tienden a poner la culpa de la enfermedad en la conducta del paciente o en los tormentos de su alma y analiza con cruda lucidez las metáforas militares que caracterizan al discurso médico. Diez años después, El sida y sus metáforas repasa el problema y postula el uso discursivo del sida como práctica admonitoria de penalización de la sexualidad y vuelve a insistir en el peligro de la metáfora militar como aliada de la salud: «No, no es deseable que la medicina, no más que la guerra, sea ‘total’. Tampoco la crisis creada por el sida es un ‘total’ de nada. No se nos está invadiendo. El cuerpo no es un campo de batalla. Los enfermos no son las inevitables bajas ni el enemigo. Nosotros -la medicina, la sociedad- no estamos autorizados para defendernos de cualquier manera que se nos ocurra… Y en cuanto a esa metáfora, la militar, yo diría, parafraseando a Lucrecio: devolvámosla a los que hacen la guerra».
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En el cuento «Así vivimos ahora» (escrito en 1986 y publicado por primera vez en The New Yorker) que integra Declaración, vuelve a aparecer el modelo cortazariano de rumores alrededor de alguien que nunca toma la palabra: «Al principio sólo perdía peso, se sentía un poco enfermo, le dijo Max a Ellen, y no pidió una cita a su médico, según Greg, porque lograba seguir trabajando más o menos al mismo ritmo, pero sí dejó de fumar, señaló Tanya, lo que sugiere que estaba asustado, pero también que quería, aún más de lo que sabía, estar sano, o más sano, tal vez sólo recuperar algunos kilos de peso, dijo Orson, porque le dijo a ella, prosiguió Tanya, que suponía que iba a subirse por las paredes (¿no se dice así?), y, ante su sorpresa, descubrió que no extrañaba los cigarrillos para nada y que se deleitaba por primera vez en años». A medida que el relato avance, siempre en la voz de los que cotillean, se verá la carga de vergüenza y culpa que la enfermedad lleva adherida.
Posiblemente uno de los relatos más conmovedores sea «Declaración», en el que Sontag recuerda a su amiga Julia, que se suicidó tirándose a las negras aguas del río Hudson. Otra vez, la relación es injusta, desbalanceada (desde la perspectiva de Sontag), pero el amor y la admiración justifican cualquier esfuerzo. El relato de sus últimas visitas a Julia es también el repaso de la vida en Nueva York, el recuento de las miserias de los que están locos, de los que están solos, de las calles en las que los niños se hacen hombres demasiado pronto. O nunca. Es el retrato de las mujeres negras que se juntan por azar bajo el mismo techo de una iglesia -la Iglesia Unida e Instituto de la Ciencia de Vivir del reverendo Ike- una vez por semana. No se conocen, nunca se vieron, pero entonan el mismo canto y quieren creer que todavía pueden seguir adelante.
Fuente original: https://ladiaria.com.uy/