Somos básicamente cuerpos lanzados a la vida por mucho que lo nieguen algunos; tal vez los mismos que menosprecian el derecho y la necesidad de abrir las fosas comunes, de airear la verdad, y así poner nombre propio a los cuerpos de los muertos más queridos; sencillamente enterrarlos y llorarlos a la luz del día […]
Somos básicamente cuerpos lanzados a la vida por mucho que lo nieguen algunos; tal vez los mismos que menosprecian el derecho y la necesidad de abrir las fosas comunes, de airear la verdad, y así poner nombre propio a los cuerpos de los muertos más queridos; sencillamente enterrarlos y llorarlos a la luz del día y a los ojos de los hombres.
El cadáver es el primer paso para asumir la pérdida del ser al que se ha amado. La única realidad material y tangible. Tanto es así que cuando una tragedia masiva confunde y entrecruza los huesos de los muertos, hermanándolos en la cenicienta agonía, su recuperación y entierro individualizado se convierte en un paso irrenunciable, en una liturgia terapéutica. El más reciente ejemplo: la laboriosa identificación de los cadáveres del accidente aéreo de Barajas, tarea que incluyó pruebas de ADN y que se extendió por espacio de varias semanas; pero también la recuperación de los muertos del 11-M de Madrid; o el indecente enterramiento equivocado y a toda prisa de los cuerpos de los 62 militares españoles fallecidos en el accidente del Yak-42, en mayo de 2003. También se busca hasta la extenuación a pescadores y bañistas que un día se tragó el mar para sepultarlos y llorarlos como corresponde; aunque, como en una siniestra paradoja, aceptemos el océano como fosa común que acoge cotidiana a los hijos de África, alimento de los peces cuando no números grabados en luminosas lápidas.
El ritual del entierro conforta a los vivos y ayuda a la aceptación de la realidad, les da momentáneas certezas, los asiste y sirve de asidero. Por eso, la más vil de las injusticias que padecen en las dictaduras los familiares de los desaparecidos es ignorar -y por ello no poderles dar sepultura- el paradero de sus abuelos, padres y hermanos, arrojados al Río de la Plata desde aviones en Argentina, o, como sucede en España, amontonados y enterrados en cunetas y montes. Ése es el gran drama, imborrable en el alma de sus descendientes por más años que transcurran.
Cuando se recobra el cuerpo se recupera la paz, termina la incertidumbre y comienza el verdadero duelo. Se cierran -y en ningún caso se reabren porque nunca se han cerrado- las heridas que no debieron inflingirse años atrás. Los huesos recuperados y queridos trascienden así la muerte, retornan a la rueda de la vida. El enterramiento decente y público de los asesinados también hace reverdecer la dignidad de miles de familias que durante muchos años vieron ensuciados los recuerdos y la imagen de los suyos en la manipulada historia de los vencedores. Porque no siempre -casi nunca- ganan la razón y la verdad sino las armas y el miedo de los cobardes que callan. Y también habrá siempre, porque forma parte de la naturaleza humana, seres serviles que no saben vivir sin un amo, cómplices que se cobijan oportunamente bajo el poderoso.
Miles de rostros grises, impresos en manoseadas fotografías, nos recuerdan la necesidad de poner las cosas en su sitio, y de que el Estado se implique en la reparación moral de los que hicieron lo justo, lo correcto, lo humano. Porque los sublevados contra el orden democrático ya tuvieron sesenta años de homenajes, mientras que los cuerpos de los que defendieron la legalidad yacen sin nombre, sin flores, sin coronas, sin lágrimas que los rieguen y les sirvan de abono.
Desde el año 2000 hasta hoy se han recuperado sólo cuatro mil restos humanos en 167 fosas comunes localizadas en toda España; más de la mitad en el año 2008. Las tareas de investigación y exhumación las han venido realizando decenas de asociaciones para la recuperación de la memoria histórica de forma lenta, sorteando innumerables obstáculos, prácticamente sin ayuda del Estado.
El egoísmo y vileza de los que se oponen a devolver la dignidad a los 130.000 desaparecidos enmascara el miedo a que, con su regreso, los familiares reclamen también la restitución de lo robado y lo usurpado en su día por los vencedores de la Guerra Civil: propiedades, dinero, terrenos, cargos públicos, plazas… Las heridas que temen reabrir son las trazadas por el consentido expolio de los que sacaron tajada de la muerte, el desorden, la delación y la injusticia. Ése es el verdadero temor de algunos. Y eso es lo que vergonzosamente callan.