La inestabilidad A partir de la segunda guerra mundial y de la guerra civil en España, el impulso irresistible del renacimiento movió a Occidente a buscar la solidez, la seguridad y la estabilidad. Todo iba dirigido en ese sentido: matrimonio para toda la vida (entre nosotros), seguros de todo tipo, jubilación asegurada, seguro de desempleo, […]
La inestabilidad
A partir de la segunda guerra mundial y de la guerra civil en España, el impulso irresistible del renacimiento movió a Occidente a buscar la solidez, la seguridad y la estabilidad. Todo iba dirigido en ese sentido: matrimonio para toda la vida (entre nosotros), seguros de todo tipo, jubilación asegurada, seguro de desempleo, sirvientas vitalicias, vivienda en propiedad, amigos para siempre… Todo respondiendo a la necesidad material y psicológica de que todo sea más resistente que lo destruido después de los estragos naturales y de las guerras. Pero a partir de la década de los 70, los albores del neoliberalismo, hasta hoy que arrecia, todos los esfuerzos van dirigidos en sentido contrario: a lo fugaz, a lo pasajero, a lo efímero, a lo coyuntural, a la incertidumbre, a la inestabilidad vital. La informática y sus a menudo estúpidas actualizaciones por muy justificadas que estén, contribuyen a esa sensación. Percibimos entre aquella época y ésta la misma diferencia que vemos entre una construcción de piedra y otra de papel. Zozobra llamo a la inquietud no creativa. Y en torno a la zozobra, a la inseguridad y a la inestabilidad gravita hoy casi todo.
Sea como fuere, toda sociedad, avanzada o no, se dota de principios rectores para convivir, y luego va perfilando los aspectos que supone mejorarán la convivencia. Pero, a medida que se va haciendo más y más compleja, como todo ser vivo, y una colectividad lo es, tarde o temprano entra en decadencia, y por antonomasia en decadencia moral. De ahí la mirada desesperada hacia atrás de algunos aferrándose a lo viejo, a lo dejà vu, a lo que funcionó… porque lo nuevo inspira desconfianza, porque si algo te interesa mucho, por la propia dinámica del nuevo orden de cosas, no por tu deseo, te puedes quedar fácilmente sin ello.
Hay varios factores que propulsan la decadencia, pero generalmente hace acto de presencia cuando por tiempo prolongado el príncipe, es decir, los dirigentes, el sistema, se depravan. Pues su corrupción incita al pueblo a imitarles con efectos en cascada. Se va generando una mentalidad progresivamente agrietada y se esciden los principios morales que quizá compartió la inmensa mayoría. Esa escisión acaba siendo al mismo tiempo causa y efecto de la decadencia. La cohesión social se debilita, y el debilitamiento de la fuerza de obligar de las normas, del compromiso, del pacto social político, jurídico, moral o ético acaba en anomia (sin normas). Lo cual, a su vez genera la desconfianza suficiente entre el Estado y los ciudadanos, y entre los propios ciudadanos, como para desencadenar una progresiva descohesión social hasta la ruptura, bien desembocando en revolución bien en una precaria salud nerviosa y mental colectiva que conduce a la atonía o al tedio… Esta es la causa de que Salvador Pániker nos proponga lo retroprogresivo: ir simultáneamente hacia lo nuevo y hacia lo antiguo, hacia la complejidad y hacia el origen. Propuesta que si tiene sumo interés en el plano individual, trasladado a lo social se convierte en otra utopía más, al estar condicionado fatalmente a los mecanismos y registros de la economía no dirigida ni intervenida…
Pues bien, hay en estos momentos decadentes en España dos mentalidades preponderantes, y probablemente en otras partes del mundo occidental también: la del creyente que es al mismo tiempo negacionista del cambio climático y enemiga de lo público (excepto en lo que le conviene), y la del ateo y agnóstico que afirman el cambio climático y sólo toleran la libre concurrencia a condición de que todo el mundo tenga cubiertas las necesidades básicas. Las dos, irreconciliables. Como irreconciliables vienen siendo desde hace más de un siglo, que se prolonga hasta hoy, comunismo y neoliberalismo.
En España nos encontramos 40 años después de inaugurada oficialmente un engendro de democracia. Y lo que, abstracción hecha de los acontecimientos políticos rampantes, se aprecia en la sociedad española tanto de lejos como de cerca, es una horrible sensación de frustración y una patética desorientación. Por un lado, al descubrir en número de miles, casos de saqueo o de incendio de las arcas públicas. Por otro lado, una monarquía corrupta. Por otro, una justicia titubeante, proclive a la benevolencia con los poderosos e implacable con los débiles. Y luego, cinco modelos educativos desfilando a lo largo de ese tiempo cuando los países de la vieja Europa se han limitado a leves retoques en los suyos. Todo lo que ha de desembocar necesariamente en un clima de desencanto, primero, y luego en otro de indignación, combinados en un limbo educacional. De cinco planes en cuatro décadas no pueden haber salido ni salir ciudadanos y ciudadanas con ideas claras educativas que no sean religiosas; justo lo que se propusieron quienes desde el principio del régimen entorpecieron, bloquearon o suprimi eron las condiciones para el desarrollo de una sana educación civil.
Por otra parte, los gobernantes y los financieros dicen preocuparse mucho por la inestabilidad y por el impacto que a cuenta de ella sufre lo bursátil. Sin embargo no sólo no la evitan: la provocan. Es más, parece que la inestabilidad deliberada como principio dinámico de la sociedad española se ha instalado en ella con el propósito de quedarse para siempre. Inestabilidad como moneda de cambio no respaldada por valor alguno que sugiera solidez y permanencia. Inestabilidad laboral que asigna al trabajador el estatuto de siervo, si no de esclavo. Inestabilidad económica, que disuade al individuo de formar una familia aun monoparental. Inestabilidad del enjuiciamiento, que hace imposible la jurisprudencia. Inestabilidad biológica, que desaconseja a la mujer ser madre sin alto riesgo de forzar a más inestabilidad al hijo. Inestabilidad emocional que, con la económica, ocasiona inestabilidad sentimental, psicológica y mental, que a su vez coartan la integridad moral, la «buena» costumbre y la cohesión social.
Y lo cierto es que la sociedad española, azotada por esa inestabilidad por si fuera poco atizada por la amenaza del cataclismo silencioso que es el cambio climático, parece un laboratorio para inferencias sociológicas a cuenta de ella. Se supone que la transición de la dictadura a la democracia sería un periodo de adaptación de una mentalidad a otra distinta, como el astronauta precisa un tiempo de descompresión para regresar a la normalidad. Y eso es lo que venimos intentando los bienpensantes durante los cuarenta años que está durando la transición. Pero esa serie de acontecimientos a los que antes me refería hace suponer que vamos a precisar de otro siglo para madurar el marco democrático aun con toda la miseria que encierra la democracia burguesa y renunciando a una economía racional como la de una China a la cabeza del binomio: seguridad-libertad. Desde luego en España la culpa, mejor dicho, el pecado original de la delincuencia de corbata sobrevenida después, es de los «fundadores» del engendro, los cuales levantaron esto que algunos llaman democracia sobre el barro.
Las derechas, los conservadores y los que mandan in aeternum durante años han estado imponiendo el orden mientras desvalijaban al Estado. Y ahora, pese a que han terminado siendo descubiertos, tampoco parecen muy dispuestos a ceder. Vanos esfuerzos, pues la tensión social existente, eso que llaman alarma social, no se puede ocultar ni solapar por mucho tiempo. Parecer ser que en la Francia tolerante se extiende una alarma importante y peligrosa frente a la quiebra de la disciplina en la enseñanza. La cuestión al final está en propiciar el reemplazo pacífico de un modelo por otro, de unas prácticas por otras, de unas costumbres por otras, de unos valores… y de unos principios por otros, de modo que los criterios que rigen en las instituciones, desde el parlamento hasta los tribunales de justicia, desde la iglesia de barrio hasta la empresa, desde el instituto y el colegio hasta cada hogar… se ajusten a las mentalidades nacientes movidas por los principios éticos universales, sin concesiones a la excepcionalidad.
Principios que atienden a la conciencia moral, a tener siempre en cuenta al otro, a tener consideración por el otro, a la justicia social, al amaos los unos a los otros, a la menor distancia posible material entre unos y otros… Porque lo grave, lo gravísimo, a la larga, ya lo he dicho, es la anomia: una sociedad sin conciencia, sin principios, vacía de principios. Pero, a estas alturas de la historia y después de una experiencia nefasta de otros cuarenta años, también es grave, gravísimo, insistir en una sociedad fundada en los principios melifluos de una religión monoteísta y en un impostado patriotismo (el último refugio de los canallas) que só lo cobra importancia frente al enemigo prefabricado o frente a un invasor imaginario. Gravísimo, porque esa sociedad es en ambos casos irremisiblemente decadente. Porque una sociedad que todo lo cifra en ese valor patriótico, en el dinero y en el poder, que es lo que agitan tanto la anomia como un marco retrógrado, es una sociedad moribunda. La elección del último emperador en la Roma que desaparecía, Odoacro, fue el resultado de una virtual subasta.
No se sabe bien lo que España necesita para salir del presente marasmo moral en que se encuentra, pero lo que sí sabemos es lo que les sobra a los que vienen siendo y comportándose como los dueños exclusivos de este país. Pero aparte de esto, es tal el empeño en los poderes económicos ayudados por los políticos en alegar inestabilidad a la vida corriente para mejor controlar a la inmensa mayoría de la población, que, aun cuando el poder político cayese por azar en manos de esa mentalidad que se encierra en los partidos de la izquierda real, aquellos dueños de los que hablo volverían a todo trance a atizar la inestabilidad en los todos centros institucionales donde domina, que son todos: medios financieros y medios de información afines, banca, gran empresa, Iglesia… Y todo porque no toleran a la izquierda, y todo para forzar el retorno de los «suyos».
Decía antes que no se sabe lo que España necesita para salir de este marasmo. Pero yo sí lo sé: dos potentes revulsivos. Uno político: equilibrio territorial a través del federalismo o de la confederación de Estados que no rompe Unidad alguna, y otro moral: cerrar la herida de la guerra civil reconociendo y sustanciando las demandas de los herederos de quienes la perdieron. Con la mentalidad ahora predominante, como pedir peras al olmo…
Y sin embargo, sólo a partir de ahí, dentro a regañadientes de la continuidad del reino del Mercado, la vida del país cobraría pulso. Sólo entonces alcanzaría una dimensión y una paz desconocidas. Sólo a partir de ahí, sanada del vicio del saqueo salvaje a costa de todos y curada de la obsesión por una Unidad territorial con pegamento, es cuando España podría estar en Europa por derecho propio, e incluso casarse con la Europa Comunitaria en segundas nupcias…
Jaime Richart. Antropólogo y jurista
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