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Un estudio de los acontecimientos españoles

Cuestion de principios

Fuentes: Rebelión

I Conviene revisar ideas que consideramos de granito aun­que sólo sea para no discurrir desde el prejuicio, a menos que el prejuicio encierre un valor inequívocamen­te univer­sal, como la armonía o el amor. Porque, por ejemplo, cuan­do en otro tiempo hablábamos de la socie­dad compuesta de ricos, de acomodados y de pobres, sólo pensábamos en […]

I

Conviene revisar ideas que consideramos de granito aun­que sólo sea para no discurrir desde el prejuicio, a menos que el prejuicio encierre un valor inequívocamen­te univer­sal, como la armonía o el amor. Porque, por ejemplo, cuan­do en otro tiempo hablábamos de la socie­dad compuesta de ricos, de acomodados y de pobres, sólo pensábamos en el detalle de la opulencia o del desahogo de los primeros, en el pasar de los segundos y en el drama de los terceros, no en la justicia social. Era todavía esa mentalidad que casi ha llegado hasta noso­tros, que conjuga destino y fatalismo en cuya virtud po­breza y enfermedad son efecto de la volun­tad divina.

Es lo que tienen las religiones intolerantes y las dictaduras: allanan traumáticamente primero la mente y luego, poco a poco, despaciosamente, la van perfilando con su doctrina o con su ideología para terminar cince­lando una nueva mentalidad. Método propio de las teocracias y de los despotismos, y al fin, de las sociedades primitivas. Pues las sociedades primitivas se caracterizan por la unani­midad to­tal. En la Edad Media, por ejemplo, parece que la sociedad haya sido casi unánime: todos, desde el príncipe al siervo o al prelado, compartían las mismas creencias y tenían una idéntica concepción del mundo y de la existencia. Hasta que la cultura del Renacimiento abrió a la sociedad los ojos.

En efecto, la mentalidad encierra un conjunto de principios rectores más allá de los políticos: desde el re­vol­tijo de preceptos religiosos o la nómina de valores éti­cos, hasta el principio único que los resume a todos: «que tu pen­samiento y tu conducta puedan servir de ejemplo univer­sal», e incluso el principio odioso que repudia todo principio.

Mentalidad es un modo de pensar y de vivir de una per­sona, de un grupo, de un pueblo, de una comunidad o de una civilización. Su principal característica es la de ser co­mún a los miembros del grupo y el lazo más resistente que une al individuo con el grupo. Por ello, cuando en el seno de cualquiera de esas colectividades se constatan grandes di­vergencias, es posible inferir de ellas que esa sociedad se halla en vías de escisión o de transformación.

Otro rasgo de la mentalidad es su extrema estabilidad. No podemos cambiar de mentalidad a voluntad. Nos puede obligar a actos contrarios a nuestras convicciones, impo­ner­nos una conducta o hacernos manifestar simula­cros de una creencia. Pero no nos pueden imponer la creencia, puesto que la creencia es un hecho involuntario (relativa­mente). Ro­binson Crusoe pudo vivir veintiocho años en su isla de­sierta, pero su mentalidad no sufrió va­riación alguna y nunca dejó de poseer las creencias, los pensamientos y las preocupaciones del inglés medio de aquella época. Ni el ale­jamiento ni el exilio bastan para cambiar la mentalidad, ni siquiera al cabo de varias gene­raciones. Prueba de la so­lidez de una mentalidad es que hasta la «muerte de Dios» na­die discurría sin él y menos hacía público su descrei­miento.

Pero una mentalidad puede ser debilitada o sofocada por los horrores de una guerra perdida, por las represalias una vez terminada y luego por la opresión continuada; e in­clu­so, si pasa mucho tiempo, forjar otra que regresa a épocas precedentes en las que se encuentran las raíces de la pro­pie­dad y del poder, para justificar el estatuto de ambos y justifi­car de paso a quienes detentan la una y el otro.

Y esto es lo que sucedió, ha sucedido y está sucediendo en España. Decía que la mentalidad no cambia si no pau­latina­mente y con el paso de mucho tiempo cifrado en si­glos gra­cias ordinariamente a los inventos y descubrimientos. Sin em­bargo, precisamente el vértigo impreso en la sociedad ac­tual por el fortísimo impacto de las tecnologías y la co­mu­nicación, por un lado, y el paso casi subitáneo del ri­gor y el autoritarismo de una dictadura a una teórica to­lerancia estructural que brindó el ensayo de democracia, por otro, pueden forzar cambios de mentalidad en un plazo conside­rablemente inferior a los habidos hasta hace un siglo. E in­cluso repartirlo en distintas mentalidades más o menos coin­cidentes o entrecruzadas con ideolo­gías. Y siempre la religión, a la luz o en la sombra, inter­viniendo, interpo­nién­dose, frenando u obstruyendo los procesos del cambio en una sociedad a pesar de todo po­co evolucionada, como la es­pañola.

Pues bien, el franquismo impuso una mentalidad para per­durar, y en parte lo consiguió. Pues, una vez desapa­re­cido y con él las adherencias y la corteza de su ideario, que­daron la pulpa o la semilla. Por ello, en una primera fa­se de la nueva era en España, aun a regañadientes pero por ob­vias razones prácticas, sus herederos contemporizan con el socialismo revisado y recién incorporado al marco político, pues necesitaban de esa mentalidad para ahormar la demo­cracia, para causar buena im­pre­sión al mundo, para com­ple­tar el marco, para contribuir al desa­rrollo de la vida polí­tica e incluso para impulsarla…

Un so­cialismo, por cierto, que consiente la transición en los tér­minos facturados por un ministro del dictador y seis per­so­najes más llamados padres de la Constitución pero que fueron elegidos por él y que, tras las iniciales so­flamas pro­pias de su ideo­logía republica­na, poco a poco con los años va relegando y luego abandonan­do. Un socialismo que, tras menos de dos dece­nios (1996), moralmente debili­tado, permite la privatización de las ener­gías básicas y más tarde (2008) se une al mismo proceso priva­tizador, con los consi­guientes y nefastos efec­tos en las clases populares y las posteriores ca­nonjías para sus políticos retirados de la vida institucional a cuenta de la misma privatización. Para, al cabo de las cua­tro dé­cadas que llevamos hasta hoy, termi­nar prácticamente ab­ducido por el neoliberalismo de­vasta­dor en Europa, y en España, también por el espíritu neofran­quista renuente a la abrogación o enmienda de la Constitución, al referén­dum sobre la forma de Estado, a la reforma de la ley electo­ral y de la ley hipotecaria, etc, etc. Todo pusilani­midad res­pon­diendo, no a la flexibi­lidad que exige a me­nudo la política y el compromiso, sino a un aleja­miento paulatino y grave de los parámetros de democracia de mínimos para una socie­dad más justa e igualitaria recogi­dos en sus postu­lados.

Así es que tras cuarenta años conviviendo ambas menta­li­dades, la neofranquista y la socialdemócrata, aun en opo­si­ción terminan convergiendo en materias graves. También en el concierto de la Europa Comunitaria. De ahí que siga protegida en España la monarquía, de ahí que sigan las Ba­ses, de ahí que siga el Concordato, de ahí que sigan las ma­niobras para que prevalezca lo confesio­nal de la religión so­bre lo laico, de ahí que siga con fuerza el poder religioso de los obispos, de ahí que siga una ley hipotecaria la­mentable, de ahí que siga tal cual una Constitución que hu­biera po­dido aprobar en el último tramo de su vida hasta el propio dictador…

Jaime Richart, Antropólogo y jurista.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.