Claro que los más acendrados prejuicios patriarcales son ubicuos. De otro modo, un oficial del orden público en la civilizada Canadá no hubiera sentenciado que las mujeres podrían evitar ser violadas si no se vistieran como rameras. O sea, que el pecado original, la máxima culpa, radicaría en la actitud provocativa ante un sátiro que, […]
Claro que los más acendrados prejuicios patriarcales son ubicuos. De otro modo, un oficial del orden público en la civilizada Canadá no hubiera sentenciado que las mujeres podrían evitar ser violadas si no se vistieran como rameras. O sea, que el pecado original, la máxima culpa, radicaría en la actitud provocativa ante un sátiro que, el pobre, no alcanza a contener la carga de testosterona y, zas, recibe la justificación divina -perdón: policial- para complacer a cualquier precio a su alebrestado falo.
Quizás en ese estereotipo descanse buena parte de la dificultad de enfrentar una violencia que hace unos meses llevó a miles de pobladoras de Canadá precisamente, y de Australia, México, la India, el Reino Unido, a las irónicamente nombradas por ellas Marchas de las Putas, cuestionadoras de la mentalidad de que las víctimas fomentan esas acciones por su atuendo. «Todas tenemos derecho a usar la ropa que queramos y hacer lo que queramos con nuestro cuerpo. Es nuestra vida, nuestras decisiones; a menos que te haga daño no tienes derecho a decir nada», declaró a la BBC una de las que protestaban en Nueva Delhi.
Desbordada anda la lujuria, sí. Ahora y siempre. Sobre todo en tiempos de guerra (y las guerras han pertenecido a todos los tiempos). Lo mismo durante la ocupación japonesa de Corea e Indochina en los años cuarenta del siglo XX, que entre los romanos de la Antigüedad especializados en secuestrar sabinas, los visigodos del siglo V en Europa, o las terribles arremetidas gringas contra Vietnam, Iraq. Como precisa el neuropsiquiatra francés Boris Cyrulnik (Revista del Movimiento de la Cruz Roja y la Media Luna Roja), en este caso «se trata de una violación ideológica, cuyo objetivo es, como en Kosovo o el Congo, destruir al enemigo», habida cuenta que para muchos grupos humanos la virtud o el honor de la madre, las hijas, las hermanas, la esposa, representa lo más sagrado.
Ahora, si la violencia de género se explaya en los cuatro recodos del mundo, varía el prisma con que se le mira. Porque, como bien se afirma en desdemimisma.blogspot, mientras Occidente se siente despavorido por la lapidación de mujeres en algunos países islámicos, las profusas cifras de las torturadas y asesinadas en Ciudad Juárez, México, suelen asombrarlo pero no sacarlo de una relativa indiferencia. Pareciera que «al entrar en las estadísticas el horror dejara de golpear a la conciencia de la gente. Un asesinato, una muerte próxima, una víctima identificada nos conmueven, pero los crímenes masivos no dejan huella y hasta en situaciones bélicas llegan a ser cínicamente calificados como ‘daños colaterales'».
Es real. «Ante la condena por lapidación de la iraní Sakineh Ashtiani y de la nigeriana Amina Lawal la sociedad se movilizó y centenares de miles de personas en todo el mundo firmaron cartas en las que pedían, en ambos casos, y consiguieron la anulación del castigo. Un castigo que no está ciertamente ni aprobado ni establecido por el Corán sino que tiene origen en la tradición judeo-islámica y puede aplicarse también llegado el caso a los varones. Este tipo de movilizaciones aparentemente teñidas sin embargo de cierto tufillo islamófobo no encuentra lamentablemente correlato para las múltiples denuncias mexicanas que afectan a un número creciente de mujeres entre 14 y 25 años.»
Así que el machismo, la impunidad y los estereotipos culturales, enraizados por un sistema que lleva la desigualdad social en el ADN, representan la cotidiana posibilidad de abusos. Mas coincidamos en que la agresividad masculina no deviene mera consecuencia de las condiciones de vida contemporáneas. Desde el inicio de la historia el sexo femenino ha sido subestimado y confinado al ámbito doméstico.
Según la fuente arriba citada, «los estudios de antropología han demostrado que es habitual en todas las culturas que los hombres experimenten cierto sentimiento de inferioridad, frente a la capacidad procreadora de la mujer, sentimiento que tienden a revertir asumiendo para con ella conductas prepotentes teñidas de menosprecio y humillación. Un temor que también debe haber jugado un importante papel en el ajusticiamiento y condena de las brujas medievales».
¿Resultará atinada esta explicación, de aliento psicoanalítico? Hasta el momento, lo inobjetable es la violencia, y la discriminación, trasuntada, por ejemplo, en el hecho de que alguien dizque civilizado vega a atribuir la culpa a una falda breve, un escote profundo, un cuerpo cimbreante, exonerando como por carambola la incontinencia fálica de un sátiro criminal. Habría que marchar con las «rameras», pues.
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