Intervención en el V Congreso Cultura y Desarrollo celebrado en La Habana, junio 2007
Me gustaría empezar estas modestas reflexiones desde fuera y a partir de una oposición muy elemental que -así lo espero- revelará enseguida toda su potencia explicativa. Me refiero a la oposición entre relato y gag . Doy por supuesto que todos entendemos más o menos lo mismo bajo el término «relato»: ese dispositivo cultural universal que encadena los acontecimientos al tiempo y produce además el tiempo mismo que los encadena e inviste de sentido. En cuanto al gag , forma parte de la tradición cómica y teatral, especialmente circense, y define algo así como una unidad cerrada de hilaridad pura: tiene que ver con el gusto muy infantil y muy primitivo por la sorpresa desintegradora, por el desorden irrumpiente, con el placer muy instintivo de que las cosas se salgan de su sitio, caigan o se desplomen inesperadamente, descarrilen fuera de su curso natural (la tarta en la cara del clown o la silla rota que desbarata la solemnidad del payaso «listo»). Si el arte es la posibilidad -según Kant- de pensar al margen del concepto, el «gag» es la obligación de reírse sin mediación racional o narrativa: una especie de «universal» de las vísceras.
Entendámonos. El «gag» más antiguo de la historia, al menos de la historia occidental, nos lo cuenta la Biblia: es lo que he llamado en otro sitio «el gag de David». Todos recordamos la escena. Filisteos y hebreos han decidido fiar el desenlace de la guerra que los enfrenta a un combate singular entre dos de sus paladines. Por parte de los primeros avanza Goliat, un gigante de dos metros de altura, musculoso, macizo, feroz, que se golpea el pecho con el puño en señal ya de victoria; frente a él, desprendiéndose de la muchedumbre de los judíos, la escena nos muestra a David, un pastorcillo canijo, todavía un niño, débil y asustado, sobrecogido por la desigualdad de las fuerzas. Los filisteos se regocijan detrás de su campeón, convencidos de su superioridad; los hebreos tiemblan detrás del suyo, seguros ya de su derrota. Y de pronto David hace un gesto rápido y leve con su mano y cien metros más allá el gigante Goliat se desploma con gran estruendo. Y hasta los filisteos, inconscientes todavía de lo que ha pasado y de sus consecuencias, no pueden dejar de reírse un instante -podemos imaginarlo- antes de abandonarse a la desesperación. Olvidemos los nombres de los pueblos, olvidemos el relato que le da sentido, olvidemos el uso fraudulento que de ese relato sigue haciéndose hoy en día: tomada la escena en sí misma, hay que decir que el «gag» es muy bueno y ofrece, por así decirlo, el molde o esquema de todos los que desde entonces, sin que jamás lleguemos a aburrirnos, nos ofrecen una y otra vez, en diferentes versiones, el cine, el teatro y la televisión. La eficacia del «gag» es tan mecánica que puede repetirse hasta la saciedad saciando siempre las expectativas del espectador y arrancando sin descanso esa risa víscero-universal irresistible.
Una versión reciente del «gag de David» -cuya continuidad, por cierto, pretende sugerir- la encontramos en una de las películas de la serie de «Indiana Jones». Me refiero a esa escena famosa, de todos conocida, en la que Harrison Ford, cuando se cree ya a salvo tras una trepidante persecución, se da de bruces contra un gigantesco árabe que lo reta a un duelo singular mediante una gran exhibición de musculosa bravuconería. La relación de fuerzas es tan desgigual y nuestro héroe está tan cansado que el espectador aguarda una victoria in extremis tras una brutal y emocionante danza de golpes. Pero nuestro héroe está precisamente tan cansado que hace lo más fácil, que en este caso es lo que más puede sorprendernos: saca su pistola y descerraja un tiro en el pecho a su rival. Incluso el gigantón -imaginamos- se habrá reído a carcajadas antes de expirar en el suelo ante semejante inconsecuencia. Dejando a un lado el hecho no trivial -directamente ideológico- de que el enemigo bárbaro del refinado antropólogo orientalista es un árabe, la diferencia entre el «gag de David» original y su remedo hollywoodense es que el primero se inscribe en el relato -fraudulento o no- de emancipación de un pueblo mientras que la ocurrencia de Harrison Ford forma parte de una monda concatenación de «unidades cerradas de hilaridad pura», de esa sucesión de «gags» potencialmente infinita a la que tiende a reducirse cada vez más la producción tecnológica de imágenes en nuestros días. Considerados en su pura condición de «gags», en cualquier caso, hay pocas diferencias entre las dos escenas. Lo que se nos escapa -y aceptamos con naturalidad- en el gesto de Indiana Jones, al igual que en el de David (o en el de los aviones israelíes que bombardean Palestina y el Líbano) es precisamente su radical facilidad, asociada a la superioridad tecnológica del vencedor como prueba también de su superioridad moral. El «gag» nos impone en forma de risa víscero-universal, nos imprime como divertida e hilarante la sencillez de despreciar al otro sin moverse del sitio, la facilidad tranquila y natural -e incluso moralmente justa- de apartar un obstáculo de nuestro camino desde lejos y mediante una fuerza mecánica irresitible.
Pero hay otro «gag» más reciente, colofón del género, al que desde entonces tratan de imitar todos los formatos y todos los autores. Me refiero al derribo de las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre del año 2001. Decir esto puede parecer escandaloso o provocativo, pero la verdad es que, en términos estrictamente técnicos, fue un buen «gag», un «gag» excelente, en cierto sentido (lo que lo hace doblemente peligroso) un «gag» insuperable. Tan bueno es que incluso los supervivientes lo disfrutaron y siguen disfrutando; tan bueno es que todos sentimos la tentación de verlo una y otra vez; tan bueno es que las televisiones nos lo repitieron y nos lo repiten sin que lleguemos nunca a cansarnos. Es la obra maestra del género y lo que tenemos que preguntarnos más bien es si este género, incompatible con el relato, debe o no dominar el horizonte de nuestra percepción y qué consecuencias tiene para la humanidad misma su dominio. Al «gag» de las Torres Gemelas siguió luego el «gag» de Afganistán, el «gag» de la destrucción de Bagdad, el «gag» de Abu-Gharaib, el «gag» del bombardeo de Beirut, mezclados con otros «gags» menores, como el del tsunami de Indonesia, el terremoto de Pakistán o… el cabezazo de Zidane. Junto a todos ellos, y como su referencia «ideal» o «eidética», tenemos el «gag» cotidiano de esa falsa cosa que llamamos mercancía, la cual se nos aparece en su novedad estrepitosa, desprovista de historia, fuera de todo relato, agotada en su fulgurante y breve aparición, derrocada inmediatamente por el gag-objeto que la desplaza en el mercado (horizonte de todos nuestros intercambios y todas nuestras percepciones). El gran poeta francés René Char escribió un poema necesariamente corto: «El relámpago se me hace largo» («l’eclair me dure»). Pues bien, a nosotros, frente al gag y frente a la mercancía, los relatos se nos hacen largos; los libros, las catedrales, las explicaciones, las conversaciones se nos hacen largas; la muerte de 3.000 personas o la de 1.000.000 se nos hace larga; la realidad misma se nos hace larga. Y también, claro (para los que estamos en eso), la revolución se nos hace larga.
(Imaginemos, dicho sea de paso, lo larga que se nos hace la revolución cubana, lo impacientes que nos pone, tan poco divertida, tan alejada del «gag», tan empeñada desde hace 50 años en construir un relato, el género más obsoleto, el más moderno, el menos post-moderno, en medio de esta sucesión hilarante de destructivos y emocionantes pasatiempos).
La pregunta que quiero hacerme aquí es si el tiempo de la mercantilización tecnológica de todo lo existente (lo que he llamado «gag») es compatible con el tiempo de la cultura, si la combinación capitalista de tecnología y mercancía admite en su seno alguna forma de cultura. Pero para responder a esta cuestión conviene comenzar por definir este término, que tantas veces utilizamos de forma equívca o polisémica. Podemos interpretar el término «cultura», en efecto, al menos de cuatro maneras:
– Por oposición a Naturaleza, como el conjunto de prácticas, técnicas y operaciones mediante las que el hombre toma distancia -y conciencia- respecto del ámbito natural, al que permanece sin embargo sujeto en la misma medida en que se opone a él («el rechazo», dirá Eagleton, «tanto del naturalismo como del idealismo, afirmando contra el primero el hecho de que dentro de la naturaleza hay algo que la excede y la desmonta; y contra el idealismo, que incluso la producción humana más elevada echa sus más humildes raíces en nuestro entorno biológico y natural»). Como diferencia antropológica elemental, la cultura implica la insuperabilidad del tiempo y del espacio, la división de la vida social en órdenes de existencia independientes (economía, política, religión) y en la discriminación de los propios productos (cosas de comer, cosas de usar, cosas de mirar). La condición paradójica de la obra de la cultura es que sólo puede ser una operación inconclusa; en efecto, esta actividad mediante la que los hombres se están separando ininterrumpidamente de la naturaleza por todos los medios no puede acabar nunca y una cultura capaz de triunfar definitivamente sobre la naturaleza se convertiría inmediatamente en otra naturaleza, tan inhumana como lo es la que regula la vida de los helechos o la reproducción de los insectos. En este sentido, la forma «mercancía», como horizonte insuperable de la percepción, es sobre todo in-diferencia: consiste en borrar la frontera -laboriosamente mantenida bajo todas las civilizaciones anteriores- entre las cosas-de-comer, las cosas-de usar y las cosas-de-mirar para convertirlas todas por igual en puras satisfacciones digestivas, fuente inmediatamente de una insatisfacción superior. El capitalismo «se come» indistintamente (lo que llamamos «consumo», servidumbre biológica de la existencia humana) manzanas y catedrales, hamburguesas y automóviles, helados y paisajes. Al mismo tiempo, esta in-diferencia es inseparable de la ilusión de i-limitación: el «gag» mercancía no es más que la publicidad de un sistema que publicita la eternidad de sí mismo; es decir, la victoria definitiva y total sobre la naturaleza de que la que, sin embargo, depende. Esta ilusión imperial de inmortalidad es a un tiempo velo y motor de la destrucción irreversible del planeta y de todos sus recursos; esta ilusión de inmortalidad -por así decirlo- mata; esta ilusión de inmortalidad amenaza por igual el mundo natural y el mundo cultural, que sólo puede superar al primero sosteniéndose en él.
– La «cultura» puede ser también concebida como uno de los órdenes concretos de la diferencia antropológica, aquél que reúne en un lugar social separado (para la producción y para el disfrute) un conjunto de obras (artísticas, arquitectónicas, musicales, literarias), orientadas a establecer simultaneamente un tiempo más largo que la vida de un hombre y un espacio compartido por todos los hombres. Es el lugar precisamente de las «maravillas» o «cosas de mirar» (con los ojos o con la mente), el cual en nuestra tradición occidental ha sido casi enteramente identificado con lo que llamamos «alta cultura». Pues bien, la disolución de todos los órdenes de la existencia en el gag cotidiano del «consumo» acelerado e ininterrumpido de mercancías no respeta tampoco el tiempo largo de los objetos culturales. La privatización de las semillas, del color azul de los güipiles guatemaltecos, de las posturas de Yoga -como denunciaba hace poco el gobierno indio- amenaza con afectar también al Partenón o al Coliseo de Roma, cuya gestión se ha propuesto confiar a una empresa privada; y abate bajo su lógica hilarante los libros, los monumentos y los museos. No hay nada eterno bajo el capitalismo, salvo su propia capacidad para destruir y reproducirse. La necesidad subjetiva de imitar a la mercancía por parte de un cuerpo expuesto al envejecimiento y la muerte ha convertido el negocio de la cosmética y la cirugía estética en el sector económico más rentable después del de las armas y el de las drogas: el cuerpo mismo debe ofrecerse como un «gag» siempre nuevo en una sociedad en la que hay que escoger entre ser consumido o despreciado. El diario español El País resumía el asunto muy bien el 13 de marzo del 2005 en un reportaje sobre la cirugía estética de título «Bisturí para todos», dedicado a «hombres que no quieren perder oportunidades laborales por unas ojeras». Pero, ¿y Las Meninas de Velázquez? ¿Y La Maja Desnuda de Goya? El problema de las Meninas es que no se pueden mejorar, no necesitan rejuvenecer, no se pueden «renovar» : son siempre iguales a sí mismas y su valor consiste precisamente en que lo sigan siendo por encima de modas o tendencias. Por eso la página web Marketing para Museos, dirigida por María Rosario Sanguinetti, explica por ejemplo cómo convertir el museo en un supermercado entre cuyas mercancías -una más junto a las postales, los libros y los sandwich de la cafetería- se encontrará tembién la «resistente» obra clásica, que habrá que vender como «nueva» cada cierto tiempo para que la disminución de público-mercancía no acabe perjudicando el negocio. Leyendo los consejos de esa página, los españoles podemos deducir que la mayor parte de las restauraciones de cuadros del Museo del Prado en los últimos años, sospechosamente frecuentes, son en realidad estrategias de marketing destinadas a convertir en «gag» visual el relato trabajoso del que depende la comprensión de Velázquez o de Goya. Cuerpos y cuadros, «restaurados» por igual, desaparecen en el horizonte indiferente de la digestión.
– La «cultura» define también un conjunto de valores, creencias y reglas idiosincrásicas (la paideia de un grupo social) por oposición a las de otros grupos o comunidades humanas. Se habla así de «cultura francesa» o de «cultura occidental» o de «cultura islámica», aunque cada vez es mayor la tendencia a sustituir este término por el de «civilización», cuyas prestaciones ideológicas son más claras; así, por ejemplo, la «cultura occidental» sería una «civilización» mientras que la «cultura islámica» sería más bien una «cultura antropológica». El paso -quizás no inevitable, pero sí históricamente frecuente- del primer al tercer concepto de cultura, y las confusiones a las que se presta, viene ilustrado por la propia evolución etimológica del vocablo: la raíz latina colere (habitar y cultivar, el gran salto adelante del hombre neolítico) da lugar a la palabra colono, de donde se deriva colonialismo, la práctica violenta del que va a habitar y «cultivar» la tierra de otros y al mismo tiempo a imponerle sus creencias y sus valores. A medida que la naturaleza ofrece menos resistencia a «nuestra» cultura, las otras culturas ocupan el lugar de la naturaleza. También en este sentido el capitalismo ha demostrado todo su poder de destrucción. Si hay algún peligro en identificar teóricamente diversidad biológica y diversidad cultural (porque las culturas no son ecosistemas en los que, por ejemplo, la ablación del clítoris, la persecución de las «brujas» o el linchamiento sean necesarios para la reproducción del conjunto), la misma in-diferencia mercantil que se apropia y reduce la variedad natural, se apropia y reduce también la variedad cultural: desde las semillas -uno de los grandes inventos del hombre- hasta la música, la plurilocalidad cultural va cediendo terreno a una monotonía industrial en colores que necesita, además, justificar teológicamente su agresión nombrando una y otra vez aquello precisamente que destruye: la civilización. La capacidad del capitalismo para producir mercancías -falsas cosas- es inversamente proporcional a su capacidad para producir relaciones concretas . El mismo movimiento con el que creemos defender la «cultura estadounidense» o la «cultura occidental» destruye la posibilidad de contratos identitarios entre los hombres y entre los pueblos y, en consecuencia, la posibilidad misma de toda diferencia cultural.
– Tenemos finalmente, el concepto de «cultura» como opuesto a «ignorancia»; es decir, como las condiciones materiales y mentales de un acceso vertical descendente a la propia tradición (memoria), un acceso horizontal a la existencia de los otros (imaginación) y un acceso vertical ascendente a la comunidad invisible de los hombres y de las cosas (pensamiento). Este triple acceso, desigualmente explorado por las distintas sociedades, parece hoy paradójicamente bloqueado por la posibilidad tecnológica misma, sin precedentes, de almacenar datos, fabricar imágenes y universalizar conceptos. En este sentido, el capitalismo opera siempre en el marco más utópicamente radical que quepa representarse. Apunta siempre, y siempre con un éxito dolorosísimo, a la cuadratura del círculo: quiere que haya cada vez más mercancías y cada vez menos cosas, quiere que haya cada vez más imágenes y menos imaginación, quiere que haya cada vez más libros y menos lectores, quiere que haya cada vez más información y menos conocimiento, quiere que haya cada vez más archivos y menos memoria. Esta contradicción cultural, inscrita en la ráiz material misma del capitalismo, sólo puede conducir -salvo una intervención revolucionaria- o a la destrucción de la cultura o a la destrucción de la humanidad misma.
En esta breve intervención no tengo tiempo sino para plantear la cuestión; es decir, para invitar a reflexionar sobre el modo en que estos cuatro conceptos de «cultura» sobreviven -y conviven- bajo la agresión sin precedentes de un régimen de producción económica y de constitución social «idealista» (en el sentido de Eagleton) que parece haber triunfado definitivamente sobre la Naturaleza -material y filosóficamente- y en el que sobrehumanidad y prehumanidad se confunden sobre el horizonte de la renovación acelerada de las mercancías, «la reproductibilidad técnica de la vida» (por decirlo con De Carolis) y la guerra permanente con medios incontrolables. Lo que desde los años cincuenta el filósofo alemán Gunther Anders llamó «desnivel prometeico», respecto de la tecnología pero también respecto del «aparato» íntegro de las relaciones globales, conduce a una especie de catástrofe de las representaciones, al derrumbe definitivo de nuestra «capacidad de representar». De otra manera, esta disolución de las «representaciones» en el tiempo continuo del «gag» puro es lo que otro filósofo, esta vez francés, Bernard Stiegler, ha llamado «miseria simbólica» para referirse a la erosión estructural (que él interpreta sobre todo en clave tecnológica) de nuestra capacidad para establecer «vínculos» o «contratos» a través de depósitos u objetos materiales inscritos en un espacio común. Para Stiegler esta erosión induce el colapso del principio de individuación mismo, así como de ese «narcisismo primordial» que determina que uno no pueda amarse a sí mismo sino a través de una instancia común o colectiva, de una comunidad social, política y cultural elaborada mediante una acción compartida. Lo que queda es eso que yo llamo «el yo en la época de su reproductibilidad tecnológica», una inflación de «egos estereotipados» conectados por separado, como en una hemodiálisis venenosa, a la misma duración privada, privatizada, mercantilizada; conectados de espaldas al mismo gag, asqueados y necesitados de esta interminable digestión. Ninguna imagen puede rendir cuentas mejor de este destino que la que me ha proporcionado la cabina del avión en que he llegado hasta Cuba y que me evocaba esa otra, forjada por Platón hace 2400 años, del conocido mito de la Caverna. He viajado, sí, en uno de esos aviones nuevos en los que cada asiento tiene su propia pantalla de televisión y en la que, por tanto, ni siquiera hay que alzar la cabeza -con el peligro de un encuentro o una conversación- para ensimismarse en la pasividad temporal generalizada. La tecnología ha permitido también personalizar el abandono de uno mismo, individualizar las vías de perderse en el estereotipo vacío de la separación común. Esta es la imagen del mundo que yo veía desde la parte de atrás de la cabina del avión: la de una fila de hombres, unos detrás de otros, que se están dando la espalda… y en la espalda de cada uno de ellos, donde se le ha incrustado una pantalla, el que viene detrás está viendo un gag .
No hace falta ni siquiera propaganda. El capitalismo es materialmente un nihilismo. Un filósofo chino contemporáneo de Sócrates expuso hace muchos siglos la paradoja del individualismo extremo: «No sacrificaré un solo cabello de mi cabeza aunque de ello dependa la salvación de todo el universo». Bajo el dominio capitalista del gag, la misma paradoja adopta hoy esta nueva formulación: «No me importa nada que sobrevenga el apocalipsis con tal de que pueda verlo por televisión».