La hegemonía política y social no se construye en el aire. No es el producto de un mero ejercicio propagandístico. Requiere que, de alguna forma, los valores hegemónicos conecten con las vivencias personales de la gente, den sentido a su marco de relaciones. Se apoyan en complejos procesos de socialización, en la familia y en las instituciones. Por ejemplo: las religiones, con sus ritos y sus actividades recurrentes han constituido uno de los grandes mecanismos de socialización y transmisión de valores. Y aún lo siguen haciendo en muchos lugares del planeta (aunque una de las cosas destacables de esta crisis sanitaria es que la religión ha estado prácticamente ausente de la esfera política; su única intervención perceptible ha sido la movilización solidaria de algunas organizaciones como Cáritas, sin duda lo más valioso de la cultura católica).
Marx intuyó que el desarrollo del capitalismo iba a desarbolar gran parte de los viejos sistemas de socialización. En esto, como en otros campos, acertó, pero sólo parcialmente. Ni los viejos sistemas desaparecieron de golpe, ni han dejado de aparecer nuevos procesos de creación hegemónica que ayudan a entender la solidez, pese a todo, de las sociedades capitalistas y las dificultades de la izquierda para ganar una hegemonía cultural fuerte. Sobre todo en todo aquello que afecta al corazón mismo del capitalismo, la organización de la producción y la distribución del producto social.
No voy a extenderme en ello, sino a apuntar algunas ideas de por dónde pienso que se ha consolidado una nueva hegemonía cultural del capitalismo. Especialmente tras la Segunda Guerra Mundial, y sobre todo esencial para entender por qué la crisis final del capitalismo keynesiano se tradujo en un renacimiento del capitalismo competitivo en lugar de una transformación en sentido socialista. Varios factores confluyen en esta situación y propician a la vez comportamientos individualistas y sumisión al sistema. Destaco brevemente los que me parecen más importantes.
Primero, la estratificación social derivada de la propia organización capitalista, con una elevada división del trabajo, la tecnificación de unos empleos, la desprofesionalización de otros, y la creación de una masa de burócratas intermedios. La posición y la experiencia laboral de cada individuo le imprime carácter, le posiciona y le diferencia en relación a los demás. En segundo lugar, el sistema educativo como un enorme mecanismo de socialización y diferenciación social. Se presenta como un medio de selección basado en el mérito y el esfuerzo como una vía individual de mejora. No pretendo señalar que todo el esfuerzo educativo sea sólo eso, pero el olvido de este papel de la educación me sigue pareciendo una de las cuestiones más clamorosas del pensamiento de la mayoría de la izquierda. En tercer lugar, el papel de la tecnología, que está bajo el control de empresas y las élites, ya fuera del control que antaño ejercían los obreros cualificados. Una tecnología que promete soluciones y avances sin fin, confianza en el futuro. Y dependencia de la gran empresa. En cuarto lugar, el propio modelo de consumo, tecnologías como el automóvil, el televisor y ahora móviles y ordenadores han sido claves para el desarrollo de formas de vida mucho más individualistas, al mismo tiempo que aumentan el campo de las necesidades económicas de la gente. El mundo de las urbanizaciones residenciales representa la versión más evidente de este modelo de vida individualista; genera a la vez miedo al vecino, sentido de autoprotección y una voraz necesidad consumista. Por último, no podemos olvidar que toda la historia del capitalismo está marcada por la experiencia colonialista, por la vivencia en espacios de inclusión y exclusión de derechos. Lejos de una sociedad universal, las sociedades capitalistas reales son construidas y vividas como clubs privados que dan derechos exclusivos a sus socios.
La propaganda, la acción de los medios de comunicación, de la publicidad y el marketing político sin duda influyen en nuestras percepciones. Pero, precisamente, intervienen sobre un marco social que favorece o dificulta la penetración de algunas ideas. Que por ejemplo una de las respuestas de los estadounidenses, ante el anuncio de la pandemia, fuera la de incrementar sus compras de armamento tiene mucho que ver con gente con pocas relaciones sociales, viviendo en casas aisladas, competitiva y a la vez temerosa del prójimo. Era una respuesta esperable en alguien con poca confianza en los otros, con escasa empatía y aterrorizada por una situación que le superaba.
Me pregunto si la experiencia del confinamiento, verdaderamente inédita en el último siglo, puede tener efectos en algún sentido sobre las percepciones de la gente. Es obvio que en un mundo culturalmente tan fragmentado es posible que las reacciones sean diversas. Pero conviene detectar aquellas que tienen más probabilidad de prosperar.
En el lado positivo, la crisis ha puesto de manifiesto la bondad de la cooperación, A muchos niveles: de los diferentes servicios públicos, de las redes de apoyo social, de las empresas que han participado en proyectos para desarrollar productos sanitarios, de los científicos, etc. Es una experiencia a la que hay que agarrarse para generar reflexiones. Igual que el caso obvio de la importancia de los servicios públicos y el desastre de la gestión privada de residencias y centros sanitarios, y de su incapacidad para proveer de bienes esenciales para hacer frente a la epidemia.
Pero nos deja también muchas dinámicas peligrosas que tienen su nexo de conexión con el miedo generado por la pandemia y el aislamiento como forma principal de evitar la enfermedad. La industria de las comunicaciones y las farmacéuticas van a salir muy reforzadas. Especialmente los primeros. Hemos salvado el aislamiento con un recurso intensivo a móviles, pantallas, ordenadores, videoconferencias. La extensión de la compra online y del teletrabajo han alcanzado un impulso importante. Todo ello tiene un impacto potencial individualizador innegable. El miedo al contagio está generando a su vez otra recuperación del aprecio por el automóvil que en los últimos tiempos veía erosionada su hegemonía, al menos en las grandes ciudades.
No es solo una cuestión técnica. Que la recomendación de guardar las distancias se explique como mantener la distancia social puede que sólo sea un anglicismo ridículo. Pero tiene mucho de consigna subliminal: el otro es el peligro, no te fíes de quien no conoces, no intimides. El modelo de urbanismo disperso, asocial, ecológicamente catastrófico, tiene ahora una nueva oportunidad. Vivir en una urbanización en medio del campo no sólo puede ser más seguro en términos de contagio, también puede permitir contar con viviendas más amplias donde teletrabajar con comodidad. Si esta opción gana terreno, no hay duda que se va traducir en una pérdida de socialidad, en una extensión del despilfarro ambiental y en una nueva crisis de sostenibilidad del mundo urbano (la extensión de la experiencia Detroit). Habrá que trabajar mucho en políticas sociales y urbanas para impedir que esta plaga colateral coja fuerza.
Por último, está la otra gran cuestión puesta en evidencia por muchos críticos: el uso sistemático de las nuevas tecnologías para el control de la gente con la excusa de la prevención. No es un tema baladí. Es obvio que el control sobre el comportamiento humano es uno de los componentes más peligrosos de las TIC. Toda la historia del capitalismo ha sido, entre otras cosas, una sucesión de innovaciones tecnológicas y organizativas diseñadas para controlar y modelar el comportamiento de la gente trabajadora, reducir su autonomía. Y esta última oleada tecnológica significa un salto adelante, especialmente porque permite el control de actividades que se ejercen de forma descentralizada, fuera de toda posibilidad de control visual. El teletrabajo es un ejemplo, como ocurre con el control a los transportistas (si aún no la has visto, procura ver el último filme de Ken Loach, Sorry, we missed you, una nueva lección sobre condiciones laborales en la época actual). E incorpora mecanismos que pueden derivar en un control orwelliano de la población, como el que sugieren algunos de las medidas de control puestas en funcionamiento por las autoridades chinas.
No se puede bajar la guardia y estar alerta hacia cualquier deslizamiento político sobre el control social. Pero me parece que tampoco hay que obsesionarse por ellos. Por un lado, porque el control del comportamiento de la gente no deriva sólo de sus posibilidades tecnológicas. El régimen nazi alcanzó una notable capacidad de control social con medios mucho más primitivos. La capacidad y el uso del control depende de condiciones sociales sobre las que es más fácil intervenir que sobre una tecnología sofisticada y muchas veces despilfarradora. De otra, porque llevamos ya muchos años controlados por poderes privados mucho más oscuros, como nuestro banco, nuestra compañía telefónica o nuestro servidor de internet a los que damos graciosamente datos de todo tipo. Posiblemente, es inevitable, y lo que nos debería preocupar no es tanto un miedo absoluto a la aplicación de estas tecnologías como que respuestas hay que dar y como aprender a moverse para impedir el desarrollo de sus peores consecuencias.
Realmente, el virus ha mostrado una enorme capacidad de ramificarse en muchas direcciones. Nos viene mucho trabajo. También en la esfera de la cultura y las relaciones personales.
Fuente: http://www.mientrastanto.org/boletin-191/notas/danos-colaterales