El Premio Nobel es un extraño imán. Tiene tanto prestigio que en ocasiones sirve para coronar la trayectoria de personajes afectos al poder y en otras, para congelar la de aquellos otros que acostumbran a denostarlo. En 1997 ocurrió algo así: Dario Fo no era el favorito pero cuando algunos se enteraron de que le […]
El Premio Nobel es un extraño imán. Tiene tanto prestigio que en ocasiones sirve para coronar la trayectoria de personajes afectos al poder y en otras, para congelar la de aquellos otros que acostumbran a denostarlo. En 1997 ocurrió algo así: Dario Fo no era el favorito pero cuando algunos se enteraron de que le habían concedido el galardón, soñaron con que quizás, lo que nadie había logrado a palos, quizás lo consiguiera el show business: focos, fotos, platós, entrevistas, invitaciones, viajes, ediciones, reediciones, etc.
Con Dario Fo, sin embargo, no podrá ni la muerte (que le alcanzó ayer, 13 de octubre, a los 90 años). De hecho Fo, como el viejo Capitan Matamoros, seguirá ganando batallas después de muerto y lo seguirá haciendo porque, él, siempre defendió una cultura viva y dinámica, enemiga del entretenimiento de salón del que, la mayoría, somos pasto. En el caso de Fo, de hecho, cuesta mucho decir que su mejor obra es esta o aquella: para él siempre, todas, estaban en constante evolución. Todo depende del lugar y del momento.
Como él mismo recordó en su discurso de aceptación del Premio Nobel, junto a su esposa Franca Rame, durante años «montaron y representaron miles de espectáculos en teatros, fábricas ocupadas, Universidades en lucha… incluso en iglesias desconsagradas, cárceles, plazas con sol y lluvia». Y todo eso conllevó «vejaciones, cargas de la policía, insultos de los bienpensantes y violencias de todo tipo» (en 1973 su mujer padeció una violación múltiple por parte de un grupúsculo fascista que, por cierto, quedó impune).
Y es que para Fo, el teatro, era un campo de batalla o mejor, una herramienta política sin parangón. Hoy, los snobs, probablemente hablarían de soft-power. Fo, en todo caso, nunca aceptó esa concepción acartonada del teatro que nuestras sociedades heredaron de su ‘reforma’ del siglo XVIII: locales fijos, guiones cerrados, atribulados (y controlables) empresarios teatrales, horarios, realismo a ultranza, escaso contacto con el público, los Estados regulándolo todo y para colmo de males, ríos de público y crítica cuadriculada.
Para Fo, el teatro, era otra cosa: creatividad, exageración, esfuerzo, itinerancia, sátira, guiño, complicidad, mimo, gesto, insinuación, atrevimiento, fábula, inocencia, canto, calle cotidianeidad, improvisación, carcajadas… Dario Fo, de hecho, no trabajaba con guiones al uso sino con dibujos hechos por él que le evocaban una situación y le obligaban a improvisar y al público, a pensar y en cierto modo, a interactuar. Toda esa, para Fo, era una dialéctica alquímica. En otras palabras, una suerte de revolución permanente.
Una forma de lucha que convirtió a Fo en un personaje peculiar, a mitad de camino entre un actor, un director, un empresario e incluso, en cierto modo, un espectador. Es decir, todo lo contrario a lo que suele gustarle al teatro convencional, amante de la fijación de los espacios y de los roles definidos. Esa rebeldía desde las tablas coincidía bastante, por cierto, con el teatro popular italiano (la Commedia dell’Arte) anterior a la ‘reforma’ del siglo XVIII: la vieja juglaría deambulante, antecedente de mimos, payasos e histriones.
Beppe Grillo, el líder actual del Movimento 5 Stelle (una especie de versión italiana de Podemos) dijo hace tiempo, con ironía cáustica, que a Dario Fo le gustaba tanto el teatro clásico que «se inventó uno». Esa frase ayer no fue recordada porque, en las últimas elecciones italianas, Fo apoyó a Grillo. Lo dicho por Grillo, sin embargo, tiene mucho de verdad: Fo, de hecho, también fue un erudito literario que recuperó muchas tradicionales teatrales que, durante años, habían sido formateadas por los poderes establecidos.
Por ejemplo, el Grammelot, un extraño ‘lenguaje’ (que básicamente consistía en emitir un ruido muy parecido a una conversación trufada de algunas palabras clave) muy utilizado en la Italia de los siglos XVI y XVII por juglares y bufones para ‘hablarle’ a auditorios que no comprendían su dialecto o que, al entenderlo demasiado bien, podían convertirse en foros peligrosos para críticas sociopolíticas claras y abiertas. O por ejemplo, también, la vieja sátira política, mucho más evidente y corrosiva, de origen helénico y muy anterior.
En la práctica, Dario Fo, se divertía mezclando tradiciones histriónicas escamoteadas para tejer relatos que se entrelazaran con la realidad social y le permitieran, no solo conectar con cada espectador sino dotar de sentido sociopolítico al teatro. Fo, pues, no creó de la nada. De hecho, fue precisamente esa concepción tan militante de la escena la que le permitió convertirse, durante décadas, en un referente, no solo para el teatro italiano, sino -en algunos momentos, mucho más importante- para la ARCI.
La Asociación Recreativa y Cultural Italiana es una de las más originales e interesantes herencias dejadas, en Italia, por el PCI (Partido Comunista Italiano, que llegó a ser el más poderoso de Occidente): la ARCI fue creada como brazo cultural del Partido y terminó convirtiéndose en una vívida red nacional de asociaciones culturales que sobrevivió al propio Partido. Fo contribuyó a levantarla desde el teatro llevando sus representaciones, al estilo de los comediantes medievales, hasta los extremos más recónditos de su país.
Pero Fo, con los únicos que se casó alguna vez fue con su mujer y con el teatro: por eso se atrevió a romper con el PCI antes de la Caída del Muro de Berlín (1989). Le acusó del más grave crimen que, desde su óptica, se podía cometer: «casarse con el poder». Y así, desde su soltería y con el prestigio que ya le proporcionaba atesorar el Nobel se lanzó en solitario, ya en la década de los 2000, a una irónica, quijotesca e inmisericorde campaña teatral anti-Berlusconi que adoptó la forma de un divertido monólogo (censurado por la tv).
A Fo no le detuvo ni siquiera la muerte, hace tres años, su amada esposa: siguió rodeándose de jóvenes y ejerciendo el activismo teatral. Para muestra, un botón: uno de sus últimos trabajos («Un hombre quemado vivo») lo preparó junto a la hija de un inmigrante rumano que fue quemado vivo en 2000, por su jefe, cuando fue a exigir el salario que se le adeudaba. Muy sintomático de los tiempos en los que vivimos y muy demostrativo del tipo de teatro, solidario y poco canónico, que practicaba. D.E.P. su genio.
Juan Agulló es sociólogo y periodista. @JAgulloF
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