Al hilo de este año cervantino en que se conmemora la publicación de la primera parte de Don Quijote de La Mancha, me vienen a la memoria las reflexiones del Caballero de la Triste Figura cuando, bien cenado en la venta y en amable compañía de damas y caballeros, dio en considerar y comparar los […]
Al hilo de este año cervantino en que se conmemora la publicación de la primera parte de Don Quijote de La Mancha, me vienen a la memoria las reflexiones del Caballero de la Triste Figura cuando, bien cenado en la venta y en amable compañía de damas y caballeros, dio en considerar y comparar los esfuerzos de quienes dedicaban su empeño a las letras o a las armas. Incluido él con orgullo en el segundo grupo, reflexionaba amargamente sobre el negativo impacto que la pólvora y la artillería habían producido en la noble profesión caballeresca a la que ansiaba dedicar su vida: «Bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la artillería… invención […] que dio causa de que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que sin saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima a los brillantes pechos, llega una desmandada bala, disparada [por] quien quizá huyó […] y corta y acaba en un instante los pensamientos y vida de quien la merecía gozar luengos siglos». Mostrábase quejoso también de que «la pólvora y el estaño» pudieran privarle de alcanzar la fama por el valor de su brazo y el filo de su espada, empeñados ambos en nobles y heroicas hazañas.
El uso del estaño para obtener el bronce de los cañones que dispararían con pólvora en el campo de batalla contribuyó en el siglo XVI a la revolución militar que denunciaba el caballero de La Mancha y que transformó la guerra y, con ella, la política y las relaciones internacionales. No menos preocupaciones y quebraderos de cabeza ha traído a la humanidad aquel grupo de científicos del llamado Proyecto Manhattan que, en su laboratorio de Los Álamos (en Nuevo México, EEUU), construyeron la primera bomba nuclear que hizo explosión en Alamogordo al amanecer del 16 de julio de 1945. El hongo que se alzó a más de 12 km de altura quizá hubiera sido visto por Don Quijote como otro gigante a abatir en desigual pelea. Y Cervantes, verdadero autor de las reflexiones sobre la guerra entonces tenida por moderna -al fin y al cabo, fue soldado y supo lo que era el combate-, también hubiera mostrado su horror ante las dos explosiones que menos de un mes después aniquilaron Hiroshima y Nagasaki.
Abierta entonces la caja de Pandora de la energía nuclear aplicada a la guerra y la destrucción, todavía la humanidad sufre los efectos de los letales espíritus de ella escapados. Dos son hoy las principales preocupaciones relacionadas con el uso incontrolado de esa energía. La primera alude a las llamadas bombas «sucias», que no son propiamente armas nucleares sino explosivos de tipo químico que, al activarse, expanden y difunden sustancias radiactivas en el espacio que les rodea, del mismo modo como podrían propagar bacterias o simple metralla. Bastaría con hacerse con material radiactivo de desecho -procedente de procesos industriales, hospitalarios, científicos, etc.- para construir una bomba de ese tipo.
La amenaza que esto supone en manos de grupos terroristas no es menospreciable, pero nada tiene que ver con el uso de una verdadera arma nuclear. Aunque el número de bajas causadas fuese relativamente reducido, sería grande el efecto psicológico de un tal artefacto utilizado contra una ciudad significativa. Según noticias de la BBC, Ben Laden obtuvo en el 2003 aprobación religiosa de un clérigo saudí para utilizar armas de ese tipo contra EEUU.
Por otro lado, aumenta la posibilidad de que productos radiactivos lleguen a manos indebidas, a medida que se hace mayor el número de estados que quieren hacerse con armas nucleares. Lo que nos lleva al segundo tipo de preocupación, que es el relacionado con las armas nucleares propiamente dichas, es decir, las que causan el efecto destructivo mediante una reacción nuclear de fisión o fusión.
La simple existencia de estados que poseen oficialmente armas nucleares -o los que, como Israel, no lo confiesan pero las poseen- es en sí misma un aliciente para la continua proliferación nuclear que tanto espanta a los miembros del club oficial. Es imposible establecer un sistema de no proliferación simplemente argumentando, como hacen algunos países nuclearizados, que «mis armas están en buenas manos y las de los demás son peligrosas» o «mis armas son para defenderme y las de los otros son para atacar». La hipocresía no es fundamento eficaz para alcanzar un régimen razonable de no proliferación y reducción de los niveles armamentistas.
Un reciente informe de la ONU advierte de que «estamos alcanzando un punto en el que puede ser irreversible el deterioro del régimen de no proliferación», lo que llevaría a una peligrosa propagación de las armas nucleares. Irán y Corea del Norte están en primera fila y, de ser así, otros les seguirían: Egipto, Arabia Saudí y Siria, al primero; y Japón y Corea del Sur, al segundo. No hay mucho tiempo que perder, porque, así como la pólvora acabó por adueñarse para siempre del campo de batalla, dando al traste con los nobles caballeros que Cervantes parodió en su obra, se corre hoy el peligro de que las armas nucleares se conviertan en el principal instrumento disuasorio para que ningún otro Estado corra la suerte del desgraciado Iraq. Sólo la ONU podría abordar tan espinoso problema, pero en ella, lamentablemente, los que más influencia ejercen son, precisamente, los países poseedores de armas nucleares.
* Alberto Piris. General de Artillería en la Reserva. Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)