«La democracia socialista no es otra cosa que la dictadura del proletariado.[…].Pues sí, dictadura! Pero esta dictadura no consiste en la eliminación de la democracia, sino en la forma de practicarla, esto es, en la intervención enérgica y decidida en los derechos adquiridos y en las relaciones económicas de la sociedad burguesa, sin la cual […]
«La democracia socialista no es otra cosa que la dictadura del proletariado.[…].Pues sí, dictadura! Pero esta dictadura no consiste en la eliminación de la democracia, sino en la forma de practicarla, esto es, en la intervención enérgica y decidida en los derechos adquiridos y en las relaciones económicas de la sociedad burguesa, sin la cual no cabe realizar la transformación socialista….» (Rosa Luxemburg, La revolución rusa).
El libro de Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, Comprender Venezuela1, tiene la valentía de intentar introducir el pensamiento filosófico en un tema político que, de momento, sólo ha sido objeto de opinión, esto es de discurso incoherentemente articulado y débilmente fundamentado. Frente a los enemigos declarados del proceso bolivariano que dictaminan que el régimen de Chávez es una dictadura, nuestros autores sostienen, no sólo que es una democracia, ni siquiera que es una democracia radical modélica, sino que constituye el triunfo más completo hasta nuestros días del Estado de Derecho, esto es del ideal político de la Ilustración. En las muy particulares y excepcionales circunstancias de la Venezuela actual se han dado a su juicio las condiciones objetivas y subjetivas que permiten al Estado de Derecho ser algo más que una ilusión, puesto que en este proceso, el más escrupuloso respeto por las libertades y la ciudadanía coincide con una revolución de corte anticapitalista. Ello, sostienen los autores del libro, constituye un acontecimiento sin precedentes ni parangón en la historia del socialismo y en la de la democracia, pues si la democracia burguesa despreció como un hecho sin trascendencia el que las mayorías sociales explotadas en régimen capitalista no pudiesen ejercer la ciudadanía que se les reconocía sobre el papel, inversamente, la izquierda radical denunció las libertades, la ciudadanía y el estado de derecho como una mascarada, emprendiendo el camino de la tiranía política. Frente a estos dos extremos presentados como alternativa, el proceso venezolano reafirma con Rosa Luxemburg que «no hay democracia sin socialismo, ni socialismo sin democracia«.
Si nos atenemos en abstracto al famoso lema de Rosa Luxemburg, se puede coincidir sin problemas con la posición que en el libro se expresa. Sin embargo, desde el punto de vista teórico las cosas no son tan simples, pues dos de los conceptos fundamentales del libro, los de Ilustración y estado de derecho no me parecen ser aplicables ni al proceso bolivariano ni a ningún otro intento de superar el capitalismo. Aun estando políticamente de acuerdo con los autores, no se puede dejar de lado un elemento central de su razonamiento que plantea un auténtico problema teórico y filosófico, no carente, por lo demás de posibles repercusiones prácticas. No parece, en efecto, que recurrirse a la problemática del Estado de derecho, de los derechos humanos y, en general, de la Ilustración para pensar una democracia que sea algo más que un «capitalismo democrático». Lo que históricamente ha pensado la ilustración, la «ilustración real», es el marco general que permite la «autorregulación» de lo económico y, por ende, la autonomía de la sociedad civil, junto con las condiciones e instituciones jurídicas que les sirven de base. Ello, naturalmente, nunca se ha opuesto a la existencia de un poder soberano, sino que ha sido su necesario correlato. Y es que el poder del Estado burgués, heredero en ello del absolutismo, procede de la articulación entre un régimen de soberanía y un gobierno no explícitamente político de la población a través de un sistema económico cuyas condiciones de autorregulación son establecidas y restablecidas por el propio poder político. Intentar contraponer la soberanía a la «anarquía» del mercado no permite pensar ninguna vía de salida ni del capitalismo, ni de las estructuras jurídico-políticas que hacen posible su existencia. Sería tomar por una solución lo que no es sino un aspecto básico del problema. Por ello, propondremos una clave de interpretación de la revolución venezolana que intenta extraerse de ese callejón sin salida, sin caer por ello en ningún tipo de elogio de la tiranía ni de identificación de las libertades con el capitalismo, recuperando para ello el concepto mediante el cual piensa el marxismo la excepción revolucionaria, el de «dictadura del proletariado». Como bien dicen los autores, para hacer una revolución no hace falta forjar un mítico hombre nuevo, ello no obsta para que, a nuestro juicio, los hombres reales deban extraerse del marco de los aparatos jurídicos e institucionales que afianzan el antiguo régimen.
I. La Ilustración: Sócrates y el Estado de derecho
El libro es una larga reflexión sobre el proceso bolivariano, centrada en el golpe de Estado que intentó liquidarlo y en el carácter revelador de este golpe de Estado respecto de la historia del Estado de derecho en el siglo XX. La constatación histórica que le sirve de arranque es la siguiente: «en todo el siglo XX no podemos poner ni un solo ejemplo de una victoria electoral anticapitalista que no haya sido seguida de un golpe de Estado o de una interrupción violenta del orden democrático, ni un solo ejemplo en el que se haya demostrado que los comunistas tenían, pues, derecho a ganar las elecciones.»2 Y de esta constatación se infiere que el Estado de derecho y la democracia que hemos conocido y en los que teóricamente vivimos nunca han existido como tales, pues: «cada vez que la izquierda intentó aprovecharse de un marco legal para corregir las malas leyes, resultó que este marco no existía, que en realidad, jamás había existido […]Lo que invariablemente ocurrió fue que los mismos que antes presumían de un orden constitucional capaz de corregir las malas leyes, se ocuparon entonces de alentar, financiar, provocar o apoyar un golpe de Estado que diera al traste con el orden en cuestión.»3 Todo ello para concluir que «el destino de nuestros ordenamientos constitucionales ha venido marcado por una indigencia patética. Todas las cuestiones políticas de importancia han sido y son decididas en la arena de la economía y no en lo que se supone que son las sedes de nuestra instancia política, es decir en el Parlamento [….]Al Parlamento se le ha dejado hacer mientras no ha decidido nada que contradijera los intereses de las corporaciones económicas que en cada caso tuvieran la sartén por el mango«4.
Todo esto parece más o menos consonante con la tesis común en la izquierda radical de que la democracia en el capitalismo es una mera forma que encubre una dictadura real del capital. Sin embargo, para nuestros autores, la vacuidad de la democracia y el Estado de derecho deriva de la impotencia de la instancia política en una sociedad donde lo esencial se decide en la esfera económica, pero esta vacuidad no constituye una fatalidad, pues democracia y Estado de derecho son mucho más que meras formas con las que se oculta la explotación. No se trata de meros instrumentos, pues la democracia y el Estado de derecho forman parte del limitado arsenal de ideas e instituciones políticas que la humanidad tiene a su disposición, figurando incluso entre las más altas realizaciones de las sociedades humanas. Democracia, ciudadanía y Estado de derecho serían, por otro lado, los pilares del programa político de la Ilustración, programa que no ha llegado a cumplirse en razón de la incompatibilidad con él del régimen económico capitalista. Sólo mediante la superación del marco capitalista, pueden estos conceptos e instituciones cobrar realidad y hacerse efectivos la ciudadanía y el derecho. El socialismo, en la medida en que vuelve a poner la política en el puesto de mando, da en cambio a la democracia la posibilidad de existir.
El problema de esta tesis es que confunde a nuestro juicio democracia, entendida como capacidad real de las mayorías sociales de decidir sobre los grandes aspectos de la vida en común y, muy en particular, sobre los que se suelen incluir en la esfera económica (producción, distribución, reparto de la riqueza etc.) con otra serie de conceptos que corresponden a la tradición filosófica y política liberal y que son incompatibles con la práctica y el concepto del socialismo. A este respecto es sintomático que en CV se aluda rara vez al liberalismo como fuente histórica del concepto de Estado de derecho. Se prefiere llevar la genealogía de este concepto muy lejos, hasta el mismísimo Sócrates, produciendo así una interpretación bastante subjetiva de un concepto perteneciente a la tradición política moderna y que se ha gestado fundamentalmente en su vertiente liberal. El Estado de derecho sería así en su versión filosófica y relativamente ahistórica el hecho de que un orden político se rija por leyes y sólo por leyes, de modo que todo cambio legal deba derivarse de leyes preexistentes, con lo que Sócrates se convierte en precursor del normativismo moderno tal y como se ve reflejado en el pensamiento de Hans Kelsen. Pero al mismo tiempo, a Sócrates se le asocia con otra tradición de pensamiento jurídico contraria a la anterior, al afirmar que es el poder soberano del pueblo quien decide las leyes. Sócrates se hace así decisionista.
La idea de cambiar las leyes en el marco de la ley supone una pretendida capacidad del derecho de sostenerse a sí mismo sin que un «otro» le dé cada vez contenido, ignorando que toda norma depende, a la hora de aplicarse, como a la hora de establecerse, de una decisión. Esta afirmación de la autonomía de lo jurídico recibe el nombre de normativismo. El programa del normativismo es la disolución de la política en el derecho. La idea de decisión soberana sobre las leyes, en la que se basa el decisionismo puede, por el contrario, privar de toda forma jurídica a la decisión, llegando al extremo del «Führersprinzip», conforme al cual la ley coincide con la voluntad del soberano. En el decisionismo, el derecho se disuelve en la política. La teoría moderna del Estado se ha desenvuelto entre estos dos escollos emblemáticamente representados en el siglo XX por Hans Kelsen y Carl Schmitt. Estos Caribdis y Escila del derecho y de la teoría política son, sin embargo, también las dos polaridades mediante las cuales la decisión política debe cobrar forma jurídica y la norma jurídica un contenido político. En la distancia y recíproca implicación entre decisión y norma se sitúa en la modernidad el espacio de la política.
Esta problemática era, sin embargo, perfectamente ajena a los griegos antiguos, para los cuales la idea de poder soberano con capacidad legislativa era sencillamente impensable. Las leyes podían, en la «nomocracia» griega, esgrimirse contra el gobernante, pues este no era su autor, mientras que en el Estado moderno de fundación democrática y basado en los conceptos de soberanía y representación, los ciudadanos han autorizado al soberano a actuar en su nombre, y en concreto a legislar, con lo que difícilmente pueden invocar contra el poder las leyes que este promulga. En último término, si se opusieran a ellas se opondrían a sí mismos, pues al haber autorizado al soberano a actuar en su nombre, todo acto del soberano no es sino un acto de la voluntad general de los propios ciudadanos. En este sentido, puede afirmar Hobbes que todo poder es del pueblo y que un monarca absoluto «es el pueblo».
El ciudadano de la antigüedad era, por el contrario, una persona política, aun cuando obedecía a los gobernantes, pues sólo estaban sometidos a un poder en sentido moderno los individuos carentes de libertad y sometidos al dominio de los hombres libres. El ciudadano, estrictamente, no obedece al gobernante, sino a las leyes, que éste también debe respetar. El ciudadano moderno carece de esta «libertad de los antiguos», pues ha autorizado al poder que representa la voluntad general a actuar políticamente en su nombre. Su libertad, la «libertad de los modernos», consiste en ocuparse según expresión de Benjamin Constant, de su «gozos privados«, al haber delegado en un poder legítimo los asuntos públicos. La diferencia entre ambas libertades no puede ser mayor. Es posible, por consiguiente, que lo que los autores de CV consideran Ilustración se refiera más bien a las «nomocracias» o gobiernos de las leyes que conoció la Grecia antigua que al Estado de derecho moderno, pero lo cierto es que ambas realidades no pueden confundirse.
En un sistema institucional como el de los griegos, no existe el poder político. Existe el gobierno y existen la leyes, existe también un poder social de los propietarios libres sobre las personas no libres en el ámbito doméstico o «económico», pero no existe un poder legislativo, como tampoco puede haber una economía política. El gobierno en la Grecia antigua no se confunde con el poder, pues en ningún momento han delegado en él los ciudadanos ninguna forma de «dominio». Los ciudadanos designan por elección o sorteo magistrados para determinadas funciones públicas, pero ello no significa que los magistrados representen a nadie: su tarea es gobernar la ciudad conforme a las leyes, si acaso hacer obedecer las leyes, pero no hacerse obedecer como magistrados. En una nomocracia, no existe, por lo tanto, espacio para que se produzca la oposición decisionismo/normativismo, pues no se da la escisión entre poder y ley que la hace posible.
Por consiguiente, creemos que la tradición del Estado de derecho difícilmente puede servir de fundamento a una renovación y una radicalización de la democracia y aún menos a una democracia socialista, pues el imperio de la norma, la soberanía de la constitución y otros conceptos semejantes han sido histórica y sistemáticamente concebidos como instrumentos de neutralización de la instancia política en favor del individuo y del mercado. La recuperación de la esfera política no es una mera «puesta en derecho» de la realidad, pues implica toda una serie de decisiones sobre la aplicación o transformación de las leyes, para nada contempladas en las propias leyes, decisiones que dependen básicamente de las correlaciones de fuerzas sociales. Del mismo modo, afirmar la «impotencia» de la esfera política ante el mercado o la economía supone ignorar olímpicamente que mercado y economía son constructos jurídicos sometidos a normas y a leyes y que se mantienen como tales en la medida en que un poder soberano así lo decide. Sí, la pretendida autorregulación del mercado es resultado de una permanente intervención política que moviliza toda una amplia gama de aparatos de dominación y entre ellos un sistema jurídico-político que le es propio. Y ello no sólo es verdad en el ámbito de la política internacional donde los autores de CV no tienen dificultad en reconocerlo, sino dentro de cada formación social concreta donde impera el régimen capitalista. El sistema jurídico-político propio a la economía capitalista que se presenta a sí misma como libre economía de mercado no es otra cosa que el Estado de derecho realmente existente, pues no es otro el cometido histórico del Estado de derecho sino establecer el marco jurídico que permite la existencia de un mercado «autorregulado» y de sus actores, que son los sujetos libres e iguales del contrato mercantil…y de su derivado a la vez que condición, que es el contrato social.
En primer lugar, conviene eliminar una confusión histórica que ha venido alimentando cierta buena fama del liberalismo, a saber, la idea de que éste promueve la libertad frente al despotismo del poder. La cosa es mucho más compleja, puesto que el liberalismo lo que promueve es una dominación completa en cuyo arsenal una de las armas principales es paradójicamente, cierta concepción de la libertad y del individuo titular de esta libertad.
Históricamente cabe poca duda de que la problemática liberal nace en los entresijos del absolutismo, no para oponerse a él, sino para afirmarlo, para posibilitarlo materialmente. Desde Giovanni Bottero y los tratadistas de la razón de Estado, la fuerza de una Estado se ha situado en su población y en la riqueza que esta fuera capaz de producir; de ella dependían los recursos financieros y materiales del príncipe y la fuerza militar con la que afirmaba su soberanía frente al exterior. La población se convirtió así en una preocupación vital del Estado absolutista europeo desde el siglo XVI y sobre todo después de la Paz de Westphalia. Ahora bien, una política de la población puede concebirse de dos maneras, o bien como una intervención generalizada por parte del gobernante en todas las actividades del país, y tenemos el modelo de la policía, o bien como una mezcla de un relativo repliegue del gobierno con una firme intervención estructural en la sociedad que permite a la vez que produce una autorregulación de la economía. El soberano policial se comporta como el Dios de la teología rigiendo los más mínimos detalles de la vida social, tendrá por ello que hacer elaborar cuadros (tableaux) detallados de esta, buscando cada vez mayor precisión y mayor control, pues, dentro de este paradigma, jamás se gobierna bastante. Si, por el contrario, este mismo soberano opta por la economía, que pasa a denominarse economía política, como forma de dominación, elige depositar su confianza en una dinámica social autónoma que se rige por una mano invisible productora de la prosperidad general a partir de las distintas codicias individuales. El liberalismo, mucho más que una ideología, es como afirma Michel Foucault, una «tecnología de gobierno» merced a la cual se puede determinar en qué grado y con qué intensidad debe aplicarse la acción del gobierno, y en qué medida debe dejarse la sociedad civil a sí misma. En cualquier caso, se trata, sin salir de la problemática del absolutismo, de discernir cuál es el medio mejor para que una sociedad sea estable y próspera: el control absoluto del modelo policial o la autorregulación de la libertad (con la garantía de que el poder soberano restablecerá constantemente las condiciones de «normalidad», mediante mecanismos de disciplina o de control). El dominio ejercido por el paradigma liberal no tiene en ello nada que envidiar al modelo policial, cuya eficacia es, por lo demás, bastante más reducida como se ha podido comprobar en todos los sistemas de economía estatal. Por otra parte, el liberalismo entendido como tecnología de poder nunca ha renunciado a una enérgica intervención estatal en la sociedad, como queda atestiguado por la supervivencia (si bien con un ámbito de actuación limitado) de la institución denominada «policía).
Por otra parte, la legitimación y construcción del soberano en el Estado moderno postabsolutista tiene que basarse en la única forma de humanidad que puede reconocer el mercado: el individuo libre e igual. Las diferencias jurídicas entre individuos que quedaron abolidas ruidosamente y formalmente por la Revolución francesa junto con el conjunto de los privilegios feudales en la noche del 4 de agosto de 1789, ya desde mucho antes habían sido progresivamente liquidadas por el mercado. El mercado es la verdadera matriz de la libertad y de la igualdad, pues estas dos categorías son los dos pilares de la institución jurídica en que se fundamenta el mercado: el contrato.
La opción del Estado moderno por la autorregulación mercantil como modo a la vez de enriquecimiento de la sociedad y del Estado y de control social supone una generalización de la matriz jurídica del contrato, de tal modo que la propia legitimidad política deberá basarse en ella. En efecto, en un universo donde ya no tienen ninguna pertinencia los linajes ni los estamentos, la única manera de pensar la legitimidad del poder consiste en hacerlo derivar de la propia igualdad entre los hombres a través de un mecanismo contractual. La democracia liberal moderna fundará y reconstituirá el poder soberano del absolutismo a través de una fórmula contractual de autorización por la que los individuos transfieren al soberano -que por ese mismo acto se constituye como tal- la facultad de actuar en su nombre. De ese modo, los individuos del mercado entregan al poder político que crean la autorización para velar por su seguridad, su libertad y su propiedad, que son a su vez las condiciones básicas del mercado. No es de extrañar así que la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 reconociera que estos se pueden resumir en «libertad, propiedad, seguridad y resistencia a la opresión»…5 En otras palabras, capacidad de contratar para todo individuo y soberanía de las partes contratantes en cuanto a lo acordado sin que ningún poder «opresor» intervenga. De esta manera, la contracción del poder político absolutista que deja un lugar al mercado tiene como correlato jurídico la creación del propio soberano desde los mecanismos jurídicos del mercado y sus átomos constitutivos, los individuos. La circularidad entre individualismo de mercado y delegación de ciudadanía en un poder absoluto es prácticamente perfecta desde su principio hobbesiano. Su tendencia histórica es a una perfecta identidad entre Estado y mercado merced a los progresos de la gobernanza neoliberal. Esto nos permite afirmar frente a los autores de CV que las clases capitalistas no necesitan mentir sobre el Estado de derecho para dar un golpe de Estado contra la democracia, pues ese golpe de Estado va implícito en el propio funcionamiento normal del Estado de derecho o, como afirma más bellamente Walter Benjamin «La tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el «estado de
excepción» en el que vivimos.»
Sin duda, la existencia de libertades efectivas supone la autodeterminación de la sociedad así como de los individuos que la componen frente al poder de la economía, pero esa autodeterminación tiene necesariamente otra vertiente: frente al Estado, pues ambos polos constituyen en la tradición moderna del Estado de derecho un auténtico círculo en el que se retroalimentan las estructuras de la representación y la «libertad» de unos individuos que quedan reducidos a meros operadores de mercado. Por esta razón, la autodeterminación respecto del mercado difícilmente puede constituir por sí misma una salida.
Desde el mismo comienzo del capitalismo, el mercado genera Estado y el Estado genera mercado, no siendo operativas las leyes sino en el orden del mercado. Pretender destituir al mercado de su funcionamiento autorregulado es así un auténtico golpe de Estado contra el orden liberal y contra el Estado de derecho. No es de extrañar que a toda perturbación del orden concreto en que se asienta el Estado de derecho deba responder cada vez el propio poder con un estado de excepción que le permita restablecerlo. Es más que dudoso, por lo tanto, que el Estado de derecho pueda reivindicarse como sinónimo de democracia, pues requisito de la democracia es otro orden concreto cuyo establecimiento requiere también otra forma de estado de excepción: la dictadura del proletariado. Si un comunista puede hoy apoyar la revolución bolivariana no sólo es porque sea democrática, sino por sus contenidos anticapitalistas, por su ruptura con un sistema político basado en la representación y la delegación y su necesario correlato, la autorregulación del mercado.
II. La excepción: Chávez y la democracia
«La tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el «estado de
excepción» en el que vivimos. Hemos de llegar a un concepto de la historia que le
corresponda. Tendremos entonces en mientes como cometido nuestro provocar el
verdadero estado de excepción; con lo cual mejorará nuestra posición en la lucha contra el
fascismo» (WB).
El papel del Presidente Hugo Chávez Frías en la revolución venezolana es un elemento fundamental de ésta. Nuestros autores están perfectamente de acuerdo con ello. Lo que ocurre es que su manera de interpretar el personaje y su función se ve de tal manera sobredeterminada por su identificación de democracia y Estado de derecho que no permite apreciar la verdadera dimensión del acontecimiento.
Para hacer caber a un personaje como Hugo Chávez en el marco de la representación y del Estado de derecho se necesita mucha convicción, pues Chávez como recuerdan acertadamente sus detractores es un antiguo golpista que procuró, primero por las armas y sin éxito y luego con un gran éxito por medio de las urnas, liquidar el orden constitucional en que vivía Venezuela. Ese orden constitucional se basaba en la práctica en la marginación de las mayorías sociales y en la alternancia en el gobierno de los dos partidos oligárquicos. Naturalmente, ambos partidos, respetuosos del ordenamiento vigente velaron por que se mantuviese el país dentro de la disciplina del FMI y utilizaron la riqueza petrolera del país con fines de lucro privado. El resultado fue una insurrección popular contra las medidas de ajuste estructural reprimida en sangre (el caracazo) y posteriormente un intento de golpe militar contra este siniestro orden político y social. Hugo Chávez procede de ahí, por mucho que no interese decirlo en un libro que se complace demasiado en el concepto de Estado de derecho. Pero, venir de ahí no es ninguna vergüenza y ni Chávez ni la mayoría de los venezolanos lo han visto nunca así. En una situación como la que conocía Venezuela a principios de los años 90, defender la democracia suponía derrocar el orden existente, más allá de cualquier consideración de legalidad.
Con Chávez salieron a la vez de la legalidad y del silencio millones de venezolanos de las clases más pobres que habían comprendido la necesidad de una ruptura política para poder cuanto menos vivir con dignidad. Chávez, por mucho que ganase una elecciones, hacía mucho que se había puesto al margen de la ley, no aceptando cumplir las leyes asesinas que condenaban a la mayoría de la población de un país rico a la miseria. El proceso constituyente que se inicia con la primera Presidencia de Chávez rompe con la legalidad anterior. Independientemente de los méritos intrínsecos de la actual constitución bolivariana, lo que la caracteriza y la hace tan valiosa para la población es que representa una ruptura con el orden legal anterior. Los venezolanos no han cambiado las leyes malas sustituyéndolas en el marco de la ley por leyes mejores: lo que han hecho es suspender y derogar la ley anterior dándose un nuevo ordenamiento cuya característica fundamental no es que reconozca más o menos derechos que la constitución que antes había, lo verdaderamente dirimente es que su sentido se decide en una correlación de fuerzas totalmente distinta. Es posible que la constitución anterior reconociese derechos fundamentales como el derecho a la vivienda o a la enseñanza o a la salud, pero lo hacía en el marco de un Estado de derecho, de un poder con base irreductiblemente mercantil que impedía toda práctica real de la ciudadanía a quienes quisieran modificar ese marco.
Afirma la tradición mesiánica que se reconocerá el reino del Mesías por un pequeñísimo, ínfimo desplazamiento que habrán experimentado las cosas de este mundo, desplazamiento que deja tras de sí un aura apenas perceptible. Algo así ha pasado en Venezuela, pues una constitución que ya era democrática ha sido sustituida por otra que, retórica a parte, no es tan distinta. La diferencia entre ambos textos reside más bien en los sujetos constituyentes que los interpretan decidiendo sobre su significado y aplicación. Ese pequeño cambio legal no ha destruido la democracia, sino que permite a la ciudadanía empezar a construirla al margen del mercado y de las dinámicas políticas representativas que de él se derivan.
En este contexto, es fundamental la identidad de Hugo Chávez, pues en la cabeza del Estado hay un golpista, la autoridad máxima del país es un indio, al discurso del Estado de derecho y de la economía ha sucedido el discurso ecléctico de un radical autodidacta a la vez marxista, anarquista y cristiano mesiánico. Un hombre que respeta la cultura y el saber, pero que no pretende poseerlos y no gobierna en su nombre. Chávez es lo contrario de lo que la gente fina y blanca puede considerar un jefe de Estado aceptable y representativo. ¿Cómo puede reconocerse en Chávez la clase dominante racista de Venezuela o de España? Chávez no es la obediencia a la ley, sino la encarnación dentro de su misma desmesura del Mesías antinomista, que viene a suspender la ley y el orden en nombre de un reino nuevo. Si todo orden político clasista ha sido un estado de excepción desde el punto de vista de los oprimidos, tenemos aquí, y esa es la grandeza de Chávez y de la población venezolana que apoya el proceso bolivariano, el estado de excepción declarado por los propios oprimidos. Un estado de excepción que no necesita liquidar las formas legales democráticas que él mismo ha instituido y mantiene, pero que ha privado de toda protección a los intereses minoritarios que niegan la independencia civil de la población mediante el chantaje económico.
Queda así abierto un enorme espacio para los movimientos sociales, para la autonomía de la sociedad y el despliegue individual y colectivo de una ciudadanía multiforme. El hecho de que el lugar de la unificación de la nación y de la transcendencia del poder esté ocupado por un hombre del pueblo que, para los canallas racistas de aquí y de allá será siempre un «gorila sudoroso» no es para nada insignificante. Gracias a ello, ese lugar que antes estaba lleno, pues en él sólo cabía un saber sobre el derecho y la economía, ahora se encuentra ocupado por un personaje que abre en ese mismo lugar un vacío, el vacío de la insignificancia de la unidad nacional, el de la lucha de clases, el de la dictadura del proletariado. Objetivamente, Chávez es mucho más radical que el propio Fidel Castro, dirigente ilustrado, blanco y de origen burgués, y por ello, en el contexto racista que hoy impera, bastante más tolerable, al menos estéticamente, para las clases dominantes y los intelectuales dóciles del mundo entero. Con esto no menosprecio el enorme mérito histórico de la Revolución cubana. Gracias a ella, gracias a medio siglo de constante resistencia de los cubanos frente al imperialismo, pueden surgir hoy en una correlación de fuerzas que es mucho más positiva, otros procesos que permiten, como acertadamente ven los autores de CV, un pleno despliegue de la democracia y el socialismo como aspectos complementarios de un único movimiento de liberación.
1 Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, Comprender Venezuela, pensar la democracia. El colapso moral de los intelectuales occidentales, Hiru, Hondarribia, 2006. En adelante: CV.
2 CV, p.50″Comunista» tiene aquí un sentido amplísimo, pues recubre realidades opuestas al dominio capitalista de todo tipo y de todo signo ideológico.
3 CV, pp.38-39.
4 CV p.39
5 «Artículo 2 – La finalidad de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión.»