Acaba de concluir el año conmemorativo del cincuentenario de la Revolución cubana. El aniversario entronca con el bicentenario de la independencia de la América Latina y con el centenario de la revolución mexicana. En cada caso, no se trata de inclinarnos respetuosos ante un piadoso recuerdo, porque no estamos ante el panteón de los muertos. […]
Acaba de concluir el año conmemorativo del cincuentenario de la Revolución cubana. El aniversario entronca con el bicentenario de la independencia de la América Latina y con el centenario de la revolución mexicana. En cada caso, no se trata de inclinarnos respetuosos ante un piadoso recuerdo, porque no estamos ante el panteón de los muertos. La historia no es un hermoso cementerio donde se acumulan marmóreas lápidas y regresan, vencidos, los fantasmas del ayer. La historia sigue viviendo en el imaginario colectivo, deja huellas en las costumbres, contribuye a forjar identidades. Pero, la productividad fundamental de las efemérides se deriva de su capacidad de invocar el pasado para releerlo y reinscribirlo en el presente. Por eso, el acercamiento no debe ser hagiográfico, sino crítico.
En el año diez del Tercer milenio, la convergencia, con pocos meses de diferencia, de esos acontecimientos esenciales para la vida de Nuestra América impone, en la circunstancia contemporánea, una reflexión necesaria.
Desplegada en la pantalla de un televisor, la secuencia de las tres efemérides demuestra la larga duración de los procesos históricos. Como en la imagen carpenteriana de la explosión en una catedral, reiterada en el desarrollo de El siglo de las luces , las revoluciones sacuden como fuerza telúrica la estructura de un edificio, quiebran columnas sin derrumbarlo por entero. Las cuentas pendientes permanecen abiertas al porvenir.
Las guerras de independencia de la América Latina desataron los nudos que sujetaban, en lo político, las antiguas colonias a la metrópoli española. Entre sus animadores e ideólogos estuvieron aquellos que, con ancha visión de futuridad, se plantearon un proyecto emancipador de profunda base popular y quienes, miopes y aherrojados a intereses personales, optaron por preservar las estructuras heredadas. La oligarquía criolla sustituyó a los enviados de España. El inmovilismo condujo a nuevas formas de dependencia. Productores de materias primas procedentes de la agricultura y de la minería, seguimos gravitando en torno a los imperios dominantes en siglo XIX y al que emergía entonces en los Estados Unidos. Los problemas sociales se hicieron más profundos. La exclusión de los indios, los mestizos y los negros se mantuvo.
Con la revolución mexicana, el régimen de Porfirio Díaz se derrumbó como castillo de naipes. Era una extensa sublevación de las masas rurales. Proyectó hacia el mundo una imagen de indudable raigambre popular. «Si Adelita se fuera con otro» decía el célebre corrido. Desde lo polos extremos del país, las huestes a caballo de Pancho Villa y Emiliano Zapata recorrieron el inmenso territorio del antiguo virreinato. Escoltados por unos pocos intelectuales, «los de abajo» reclamaban la reforma agraria. La insurrección campesina precipitó la destrucción de la vieja oligarquía terrateniente. En la «suave patria,» entre altibajos, el sangriento combate se prolongó durante muchos años. La pérdida de las prerrogativas de la iglesia católica precipitó la guerra de los cristeros. La revolución agraria adquirió carácter nacionalista y antiimperialista. El ciclo concluyó con la nacionalización del petróleo por iniciativa del general Lázaro Cárdenas. No resuelto, el gran problema agrario subsiste en nuestros días. Sin embargo, en ese proceso se forjó el México moderno. La vieja oligarquía fue desplazada por la burguesía.
En América Latina y, aún más allá, la revolución mexicana despertó la admiración de las grandes mayorías. Aunque no lograra la cristalización de sus propósitos, modificó el imaginario colectivo con la inclusión de las capas populares. La política instrumentada por Vasconcelos concedió singular protagonismo a los artistas. Tradición popular y vanguardia convergieron en el grabado y la pintura mural. La literatura universal se dio a conocer en ediciones de bajo costo. El trabajo de los antropólogos impulsó la revaloración de las diversas culturas prehispánicas. Con apoyo estatal, el Fondo de Cultura Económica marcó pautas en el estudio del pasado y el presente de la América Latina. Se revertía de ese modo la periclitada contraposición entre civilización y barbarie.
Inseparable del proyecto latinoamericano, el cauce de la revolución cubana arrastró el cúmulo de las aspiraciones postergadas. Cobró fuerza desde lo más profundo de tierra adentro, allí donde sobrevivía el sector campesino más desamparado. Asumió la tradición obrera y atrajo a una ancha zona de las capas medias con su afirmación nacionalista y antiimperialista. Se hizo cargo de muchas cuentas pendientes. Con la intervención norteamericana se habían frustrado muchos ideales independentistas. El viejo anexionismo había resurgido al amparo del plattismo. El racismo, debilitado a través de los afanes compartidos en la manigua, resurgió en forma de exclusión social y económica. Contenidas entonces, las demandas se radicalizaron a través de la lucha contra Machado. En esas circunstancias empezó a hacerse consciente la necesidad de cambios estructurales. Para estrangular el desarrollo de esas demandas, se impuso otra dictadura, la de un sargento llamado Batista que en 1952 volvería a las andadas. El programa del Moncada constituyó, en términos concretos, la síntesis de las reivindicaciones vigentes en la memoria colectiva. Engarzaba así con el gran proyecto emancipatorio vigente en el conjunto de la América Latina.
Fuente:http://www.cubarte.cult.cu/paginas/actualidad/conFilo.php?id=9401