El pasado 28 de julio, el diario El País, en medio de la deriva ideológica a la que ya nos tiene acostumbrados, publicó un delirante e injurioso artículo a propósito de la reciente Ley sobre el matrimonio homosexual, escrito por un académico de la Academia de Ciencias Morales y Políticas. En dicho artículo se vertían argumentos injuriosos […]
El pasado 28 de julio, el diario El País, en medio de la deriva ideológica a la que ya nos tiene acostumbrados, publicó un delirante e injurioso artículo a propósito de la reciente Ley sobre el matrimonio homosexual, escrito por un académico de la Academia de Ciencias Morales y Políticas. En dicho artículo se vertían argumentos injuriosos contra los homosexuales, y lo que es más grave, revestidos de una supuesta cientificidad. Argumentos que ni un periódico de escuela consideraría publicar. Indignado por este hecho envié al periódico el siguiente escrito de réplica, que por supuesto no ha visto la luz.
«Apenas te veo así un instante, me quedo sin voz, se me traba la lengua.
Un fuego penetrante fluye enseguida por debajo de mi piel.No ven nada mis
ojos y empiezan a zumbarme los oídos.
Me cae a raudales el sudor, tiembla mi cuerpo entero,
me vuelvo más verde que la hierba».
Safo de Lesbos (siglo VI ac).
En El País del jueves 28 de julio, D. Rafael Termes, miembro de la Real > Academia de Ciencias Morales y Políticas, dedica un extenso artículo a rebatir las opiniones de un conocido teólogo progresista, Juan José Tamayo, intentando con ello demostrar que el matrimonio homosexual no es compatible con la doctrina cristiana. Para ello cita algunos textos del Nuevo Testamento, como la Carta a los Romanos, o la declaración Persona Humana de la Congregación para la Doctrina de la Fe (antigua Inquisición), publicada el 29 de diciembre de 1975. Hasta ahí todo normal, doctores y doctoras tiene la Iglesia. Nunca he sido -creo- ni católico ni cristiano y no seré yo quien me dedique a interpretar los textos más o menos sagrados. La cuestión es que no contento con enviar a los homosexuales al infierno -consciente quizás de que cada vez son menos los que creen en esas cosas- pretende apoyar sus argumentos en los tribunales de la Razón natural y de la ciencia. Pero vayamos por partes.
Señala el señor Termes que la homosexualidad «previamente entra en conflicto con la naturaleza, es decir con el estado de las cosas mucho antes de que el cristianismo hiciera su aparición en la historia». Nada mejor para demostrarlo que acudir a la autoridad de grandes filósofos como Sócrates, y sobre todo Platón: «Sócrates y Platón no solamente no eran homosexuales sino que estaban vehementemente opuestos a esta conducta». ¡Dios los libre por supuesto de semejante mancha! Con mucha más humildad, y acudiendo a los textos antiguos, parece más acertado señalar que no hubo en aquellos tiempos una auténtica condena de las prácticas homosexuales por ser actos contra natura, sino una problematización de las mismas en relación con el placer de los hombres libres y el control de sus pasiones. En otras palabras, sólo las mujeres y los esclavos podían mantener con normalidad el papel de pasivos -de objetos para el placer de otros- en las relaciones sexuales. Los varones jóvenes, futuros ciudadanos libres, debían actuar siempre como maestros, nunca como esclavos de su propios deseos, por lo que se consideraba inadmisible que pudieran ser utilizados como objetos para el placer de otros.
Insiste sin embargo el señor académico en que las relaciones homosexuales «siempre y en todo lugar han sido tenidas como contrarias a la naturaleza» (peligrosa palabra la de naturaleza), concluyendo que «no puede ser en derecho lo que no es por naturaleza». Habrá que recordarle las palabras de Aristóteles, filósofo griego discípulo de Platón, en relación con la esclavitud y el papel de las mujeres en la sociedad: » es evidente que los unos son naturalmente libres y los otros naturalmente esclavos; y que para estos últimos es la esclavitud tan útil como justa. (…) Por otra parte, la relación de los > sexos es análoga; el uno es superior al otro; éste está hecho para mandar, aquél para obedecer». ¿Deberemos concluir por tanto que el Derecho debe amparar y proteger la esclavitud porque durante muchos siglos ha sido concebida como conforme a la naturaleza? ¿Es legítima y natural la histórica dominación del hombre sobre la mujer?
Nos queda el espinoso problema de las interpretaciones. ¿Quién puede erigirse en intérprete último de la ley natural, de los designios de la naturaleza? El señor Termes nos da la solución: «El magisterio de la > Iglesia, intérprete inconcuso de la ley natural… declara consistentemente que los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados y nada puede justificarlos, aunque la responsabilidad personal pueda variar según las circunstancias». Como se ve, nuevamente, con la Iglesia hemos topado.
En cuanto al tribunal de la ciencia médica, los argumentos del ilustre académico, no pueden sino dejarnos perplejos. Como bien señala en su artículo -lamentándose, por cierto- la homosexualidad fue excluida en el año 1973 del Diagnóstico y Manual de Desórdenes Mentales de la Asociación Americana de Psiquiatría (sin embargo hasta 1990 la Organización Mundial de la Salud no la eliminó definitivamente de su lista de trastornos mentales) con lo que se venía a reconocer que se trata de una forma más de vivir la sexualidad, el erotismo y la afectividad. No conforme con semejante decisión -¿producto quizás de las presiones del lobby gay?- y apoyado en la autoridad del ya famoso profesor Aquilino Polaino, escribe que el homosexual, «como persona que es, debe ser respetada, comprendida y ayudada para no caer en la homosexualidad y en el caso de que se decida por esta opción para salir de ella ya que con independencia de la última responsabilidad personal que nadie está autorizado a juzgar, la actividad homosexual en sí misma es condenable y el homosexualismo es curable». Leyendo tal afirmación no puedo dejar de acordarme de hilarantes escritos «científicos» propios de otros tiempos. Así, cráneos privilegiados de la psiquiatría franquista como López Ibor, no tenían tapujos en ofrecer interpretaciones teológicas de la enfermedad mental, cuya esencia había que entenderla en relación con la naturaleza caída: «no cabe duda de que los pecados producen a veces enfermedades». O Vallejo-Nágera, el cual en su empeño de limpiar la raza hispánica de las taras patológicas arremetió contra la democracia porque «tiene el gran inconveniente de que halaga las bajas pasiones y de que concede iguales derechos al loco, al imbécil y al degenerado». O el menos conocido Marco Merenciano quien llegó a afirmar que el marxismo era una enfermedad y que su tratamiento debía estar en gran parte en manos de los médicos. En fin, el lector sacará sus > conclusiones.
Volviendo a Platón, es de sobra conocido que hacia el año 386 a.c fundó en Atenas una institución dedicada a la enseñanza de las ciencias y la filosofía que habría de pervivir durante siglos: la Academia. El término ha llegado hasta nosotros para terminar designando toda sociedad científica, literaria o artística establecida con autoridad pública. Concretamente la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, a la que pertenece el señor Termes, fue fundada en España por la reina Isabel II en el año 1857 como foro de encuentro y de debate sobre ideas y problemas, así como centro difusor de enseñanzas y laboratorio de investigación y de crítica. ¿Es posible que tan ilustres foros, celosos guardianes de la tradición, se hayan quedado anclados en el siglo XIX sin haber podido adecuarse a los nuevos tiempos? Que me perdonen los académicos, comprendo que las generalizaciones son odiosas por lo que ésta sólo tiene el valor de la duda y la provocación.
Un último recuerdo me viene a la memoria. En abril de 1970 un joven filósofo fue elegido titular de la cátedra de Historia de los sistemas de pensamiento por la asamblea de profesores de la más prestigiosa institución francesa: el Collège de France. Obtuvo veinticuatro de los treinta y nueve votos posibles. Antes de su nombramiento efectivo por parte del ministro era preceptivo recabar la opinión de la Academia francesa de Ciencias morales y políticas acerca de la idoneidad o no del candidato para ocupar la cátedra. Informe preceptivo pero afortunadamente para el filósofo no vinculante, ya que resultó que entre los veintisiete votos emitidos ninguno fue favorable a la elección. A pesar del unánime rechazo de la Academia el ministro decidió nombrarlo. Aquel filósofo era Michel Foucault, homosexual y militante, hoy reconocido como uno de los grandes pensadores del siglo XX. Profundo estudioso de la ética y la política, Foucault nunca fue miembro de ninguna Academia. Quizás su pensamiento era demasiado libre. Si por algo destacó fue precisamente por su lucha continua contra el pensamiento académico, los valores dominantes y las grandes políticas desprovistas de imaginación: «Pero, ¿qué es hoy la filosofía -es decir, la actividad > filosófica- si no el trabajo crítico del pensamiento sobre el pensamiento mismo?, ¿si no consiste en un intento de conocer cómo y hasta qué grado es posible pensar de otro modo, en lugar de legitimar lo que ya se sabe?».
Termino. Con estas líneas desde luego no he pretendido, como hace el señor Termes, difundir argumentos adecuados a la Realidad milenaria, a Doctrinas religiosas, a la Naturaleza humana o a la Historia satisfecha. Mi ambición es mucho más modesta. Me pregunto solamente si lo que uno piensa y lo que uno dice puede contribuir en la tarea de construir otra realidad, una realidad en la que sea posible abrir nuevos espacios de libertad para tod@s.
Josu Cristóbal De-Gregorio es profesor de Filosofía del Derecho. UNED.