Un hombre devoto, responsable de una entidad que custodia más de 160.000 millones de euros, regresa de Washington un lunes por la tarde. Al día siguiente, ofrece una conferencia delante de 300 empresarios y directivos, con el siguiente comentario: «El domingo fui a misa a las ocho de la mañana y no podía entrar en […]
Un hombre devoto, responsable de una entidad que custodia más de 160.000 millones de euros, regresa de Washington un lunes por la tarde. Al día siguiente, ofrece una conferencia delante de 300 empresarios y directivos, con el siguiente comentario:
«El domingo fui a misa a las ocho de la mañana y no podía entrar en la iglesia, allí había 20 señores durmiendo en unos plásticos. No nos podemos quejar de la calidad de vida que tenemos».
Con estas palabras se expresaba el señor Fainé, presidente del grupo La Caixa. La disonancia entre estas frases y la realidad que presenciamos hace aún más notoria la falta de empatía del personaje. Así es como se expresa la gente con clase, que viaja con facilidad y comprende el diseño de esta globalización veloz y elitista.
Es verdad que uno aprende mucho con los viajes. Yo he entendido el lenguaje de clases gracias a Iberia y British Airways. Según ellos hay tres clases de personas: clase económica, clase ejecutiva y primera clase. Así clasifican a sus pasajeros. Por supuesto, luego estaría el lumpen de los viajes, toda esa gente sin clase que nunca podrá tomar un avión, todas esas vidas desperdiciadas en el desierto de Arizona o ahogadas entre Gran Canaria y Lampedusa, que jamás podrán tener un depósito bancario.
También he descubierto otras cosas. Recuerdo a un niño entre los asientos, silencioso y discreto, en un vuelo entre Quito y Madrid. Aquel pequeño ecuatoriano no llegaría a los 10 años. Realizó el viaje en solitario, porque su familia no podía permitirse el lujo de pagar otro pasaje. Con un mimo especial dos azafatas lo atendieron durante el trayecto. Aquellas dos mujeres, más allá del uniforme sexista y clasista de su compañía aérea, desplegaban un cuidado afectivo que claramente sobrepasaba sus obligaciones laborales y su nómina.
El niño aguantó las 11 horas de vuelo sin queja, sin temor, a veces dormido bajo una manta, otras veces mirando una película anodina, pero siempre con una serenidad y una dignidad que ningún monarca y ninguna canciller podrán alcanzar nunca. Ese cuerpo diminuto diluía las fronteras de esta Europa retrógrada, xenófoba y endeudada. Aquel cuerpo, con sus gestos, irradiaba una sencillez que nos contagiaba a todos los demás, aunque no estuviéramos a su lado. Era la simplicidad como estilo de vida, la semblanza de un futuro en común.
No sé qué habrá sido de él. Desconozco si consiguió reagruparse con los suyos. Ignoro si su familia habrá podido superar la crisis sin desahuciar sus vidas o si las actuales leyes le habrán dejado sin educación o sin medicamentos. Tampoco sé si alguna vez habrá visto los desfiles militares del Día de la Hispanidad, ni lo que pensará de ellos. Después de unos años, las facciones de aquel niño casi se han borrado de mi memoria, cosa que lamento, pero la lección que nos dio sigue imborrable. Allí supe que ese viaje, en realidad, no tenía un destino, sino que nosotros mismos éramos el destino.
* Publicado en: http://www.noticiasdenavarra.com/2013/10/20/sociedad/de-primera-clase
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