Sería mejor preguntarse sobre la naturaleza de un poder antes de la elección de la cual proviene. Sin embargo, la mayoría de los comentaristas esperaron el día siguiente a la votación de mayo de 2007 para mencionar al «sarkozismo». Otros, más ambiciosos, recurrieron a la historia para esclarecer el tiempo presente. Y así el nuevo […]
Sería mejor preguntarse sobre la naturaleza de un poder antes de la elección de la cual proviene. Sin embargo, la mayoría de los comentaristas esperaron el día siguiente a la votación de mayo de 2007 para mencionar al «sarkozismo». Otros, más ambiciosos, recurrieron a la historia para esclarecer el tiempo presente. Y así el nuevo presidente fue profusamente comparado con Napoleón Bonaparte. La prensa extranjera creyó intuir a un «nuevo Napoleón», o remedó el célebre cuadro del general Bonaparte en el puente de Arcole (1). A veces se atrevió a una comparación menos halagüeña: «Napoleón, seguramente, pero el pequeño. Gusto por el oropel, frecuentación de amigos ricos y liberalismo al estilo anglosajón: Nicolás Sarkozy tiene más de Napoleón III que de Bonaparte (2)».
La referencia al general republicano, convertido en Primer Cónsul y luego en el emperador Napoleón I, es más bien favorable. Sugiere el dinamismo del nuevo héroe, aprueba su obra de restauración del orden y su modernismo conservador. Pero con el sobrino, presidente de la Segunda República, convertido luego en Napoleón III, a quien sus detractores daban el nombre de Badinguet (3), la referencia es más incierta. No es forzosamente falsa cuando se asimila el personaje a un hombre que garantizaba el orden contra el peligro revolucionario, preocupado por las clases populares y defensor del librecambio. Por otra parte, el rumor del retorno de las cenizas del emperador muerto en el exilio sugiere una simpatía más o menos discreta del actual poder (4). Pero recuerda, sobre todo, el desastre que dejó en la memoria francesa el iniciador del golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851 y el vencido en Sedán en 1870. Ahora bien, es a él a quien nos referimos al asimilar el nuevo poder a un «bonapartismo» porque, como partido o régimen político, el bonapartismo recién nació en el Segundo Imperio.
En otros tiempos, los adversarios de Nicolas Sarkozy habrían evocado los valores de la República en contra de la anunciada revolución conservadora y las posturas autoritarias del candidato. Durante la campaña electoral, habrían invocado el recuerdo del 2 de diciembre de 1851. Ese día Luis Bonaparte, que había sido elegido presidente por sufragio universal el 10 de diciembre de 1848 con el 74% de los votos, pero no reelegible, franqueó el Rubicón, nombre en código del golpe de Estado efectuado por el ejército colonial. El plebiscito le confirió legitimidad democrática, con 7,4 millones de votos positivos contra sólo 650.000 votos negativos.
Para los republicanos, esto fue desde entonces la prueba absoluta de la perversidad de elegir el presidente de la República por sufragio universal, una elección que Alphonse de Lamartine había justificado con un discurso célebre e imprudente en la Asamblea Nacional constituyente: «Si el pueblo se equivoca, si se aleja de su soberanía (…), si quiere renunciar a su seguridad, a su dignidad, a su libertad, por una reminiscencia de imperio (…), si nos niega y se niega a sí mismo, entonces, ¡peor para el pueblo!» Luis Bonaparte, que estuvo durante veinte años en el poder, le dio su nombre a un régimen autoritario, llevado a cabo por la fuerza y ratificado por el pueblo.
El bonapartismo sobrevivió al desastre de Sedán, disminuido pero pronto confundido con los intentos de abolir la República parlamentaria. En 1877, la disolución de la Asamblea por el presidente Patrice de Mac Mahon fue calificada como «golpe de Estado del 16 de mayo», porque estaba dirigida a someter el parlamento al ejecutivo. Con el apoyo de toda la derecha, dominada por los monárquicos, el gobierno puso trabas policiales a la campaña electoral republicana. El otrora exiliado Víctor Hugo publicó entonces Historia de un crimen, su libro inédito sobre el golpe de Estado. El espectro del 2 de diciembre fue nuevamente agitado cuanto ascendió la estrella del general Boulanger, que encabezaba una coalición heteróclita de bonapartistas, monárquicos y radicales, que resucitó el temor por el golpe de Estado.
Extendida a todos los emprendimientos dictatoriales apoyados en el sufragio universal, la acusación de bonapartismo reapareció con la crisis de mayo de 1958. La sospecha era bastante creíble, tanto como para que el general de Gaulle se disculpara en ocasión de su primera intervención pública, ironizando sobre su edad, que lo ponía al abrigo de la tentación de ser dictador. Sin embargo, la sospecha culminó en octubre de 1962, cuando hizo adoptar por referéndum la elección del presidente de la República por sufragio universal directo. Poco después, François Mitterrand publicó El golpe de Estado permanente, y el comunista Jacques Duclos, De Napoleón III a de Gaulle. Sin embargo, al renunciar inmediatamente después del referéndum que perdió en 1969, el fundador de la Quinta República enterró la curiosa creencia según la cual un plebiscito era algo definido de antemano.
Desde entonces se hizo más difícil agitar el fantasma del bonapartismo. Y los herederos de la izquierda no lo hicieron en 2007. Su alineamiento con el presidencialismo había atenuado la infamia, así como la amnesia de los ciudadanos, y tal vez también la incultura histórica de los socialistas. Aunque la expresión bonapartismo sobrevivió para designar a algunos regímenes militares extranjeros, como los de América Latina, ya no existió más en Francia.
Al desaparecer como partido, el bonapartismo pasó a designar una vaga doctrina o, más bien, una fórmula política de mantenimiento del orden social por parte de un jefe autoritario y popular. El historiador conservador René Rémond le confirió legitimidad intelectual a esta definición al establecer una genealogía de las derechas en Francia, con sus tres familias: el legitimismo, el orleanismo y el bonapartismo.
El éxito del libro (5), publicado por primera vez en 1954, le debió mucho al retorno al poder del general de Gaulle y a la simplicidad de una clasificación ternaria. Esta concepción idealista de la política, comandada por las ideas, tenía el mérito de situar al gaullismo en la continuidad histórica, al colocarlo en las huellas de un bonapartismo atemperado y finalmente respetuoso de la República. Sin embargo, la invocación sigue siendo polémica fuera de Francia cuando, por los azares del calendario, tuvo lugar una votación el 2 de diciembre de 2007 en Rusia y en Venezuela (6). Mala suerte si la primera consulta no cambió nada en el régimen y si la segunda constituyó una desventaja para el presunto dictador.
Tampoco en Francia hubo un golpe de Estado en abril-mayo de 2007 cuando un candidato ganó al término de una elección regular; ya no hay un ejército colonial tentado por los golpes de Estado; no hay disolución de la asamblea ni medidas policiales contra las libertades políticas.
Lo que hubo fue un programa de revolución conservadora anunciado y en vías de ser aplicado conforme a las normas de los regímenes representativos. La fórmula de modernización política mediante la alianza del liberalismo económico con el autoritarismo político se ha vuelto tan banal que el bonapartismo parece haberse disuelto en la historia.
Más allá de comparaciones superficiales de estilos, de caracteres o de biografías entre los hombres, existen proximidades reales que acercan la «sociedad del 10 de diciembre» que eligió a Luis Bonaparte en 1848, apoyó el golpe de Estado y luego el Imperio, al electorado de Sarkozy. Algunas correlaciones estadísticas desmienten todas las complejidades de la ciencia política: los electores votaron a favor de Sarkozy, principalmente los ricos y de bastante edad. Sin embargo, una oligarquía no basta para conferir la consagración al sufragio universal: ayer como hoy, fue necesario encontrar los grandes números que constituyeran una mayoría.
Luis Bonaparte reunió a un campesinado angustiado por la crisis social de la Segunda República. Esas masas electorales tienen equivalentes contemporáneos en la población francesa envejecida y en las categorías populares. Aquellas que, al sentirse amenazadas por el descenso de categoría, ya antes habían convertido su rebeldía en un llamado a la autoridad, bajo la forma de un voto por el Frente Nacional. El desmantelamiento de las solidaridades sociales acentuó la propensión a remitirse a un jefe carismático, aunque mediocre, pero poco avaro de certidumbres tranquilizadoras sobre el futuro. En cuanto a la amenaza subversiva, la de los barrios periféricos reemplaza bastante bien al difunto espectro rojo del comunismo, contra el cual el escritor Auguste Romieu apelaba al sable y la masacre en 1851. «Hay que enviar el ejército»; esta frase de un internauta después de los disturbios urbanos de Villiers-le-Bel en noviembre último, es un eco siempre recurrente del partido del orden, aun cuando ya no haya un ejército para esa tarea.
Y además, el modo de gobierno rápidamente inaugurado por el presidente Sarkozy alimentó un poco más la referencia bonapartista. Es cierto que el debilitamiento del Parlamento, ampliamente rebajado a la condición de una cámara de registro, no es nuevo en la Vº República. Pero la concentración de las decisiones en el Elíseo no había llegado nunca tan lejos. En este sentido, la reforma administrativa y financiera que «puso orden» en los estatutos del personal afectado a la presidencia, en cierta manera oculta por el aumento de la remuneración del presidente, cumplió con la fórmula de un gobierno presidencial. Esa fórmula que el general de Gaulle había desestimado en 1958 y que ninguno de sus sucesores llevó a cabo.
En lugar de plebiscitos pesados e inciertos, las encuestas, seguidas como una brújula para la gestión de los espíritus, y exhibidas como una prueba de la adhesión de la «opinión pública», parecen un procedimiento de ratificación popular más moderno y sistemático. En cuanto a la celebración de la fe religiosa, iniciada por el Ministerio del Interior y de Cultos, y luego seguida por el canónigo de Letrán (7), de visita en el Vaticano, recuerda el despertar católico que suscitó el Segundo Imperio, aun cuando parece improbable la aparición de una nueva Bernadette Soubirous.
El actual espectáculo people no se parece en nada a la fiesta imperial que ponía solemnemente en escena los matrimonios y los bautizos dinásticos. Pero tampoco es inocente en su búsqueda de simpatía popular por las alegrías y penas de la familia. Sin embargo, la saga del Elíseo se inspira más bien en las series televisivas, tratando de conciliar el narcisismo del príncipe con la adulación de los ociosos. Marca, sobre todo, una nueva ruptura de las formas visibles de dominación: de común acuerdo con su líder político, la oligarquía rompe con más de un siglo de discreción burguesa, que había rechazado las brillantes fastuosidades de la corte imperial, reemplazado los uniformes recargados por trajes grises, y las crinolinas y los escotes por prudentes vestidos femeninos. La cultura del narcisismo tiene, por lo menos en este punto, las apariencias de un retorno al antiguo régimen.
El bonapartismo, que describe a un régimen político oligárquico apoyado por el sufragio universal, suscita siempre un enigma: ¿cómo el pueblo puede imponerse cadenas? El pueblo no pudo ser libre, se convencieron algunos republicanos ante las ratificaciones del golpe de Estado y luego del Imperio. Pero los más lúcidos no lo solucionaban tan fácil. Jules Ferry acusó a la ignorancia y la credulidad del campesinado en el seno de las comunas, esa «molécula electoral (8)». Una vez de vuelta en el poder, no retrocedieron ante los procesos de intención y las maniobras para contener al enemigo bonapartista y defender la única forma de democracia que quieren tener: la república parlamentaria.
El escándalo de la servidumbre voluntaria suscita siempre un malestar más allá del juicio partidario. Se expresa mediante un sentimiento que las encuestas nunca revelan y que, sin embargo, ha flotado sobre Italia durante los años de Berlusconi, o sobre Estados Unidos durante la presidencia de George W. Bush: la «vergüenza». Ese sentimiento resuena como un eco de las sublevaciones inscriptas en los diarios íntimos de los contemporáneos de Napoleón III. Charles Baudelaire escribía entonces: «El 2 de diciembre me despolitizó físicamente (sic). Ya no hay ideas generales (9)». En el lenguaje de la época, el poeta sostenía que las ideas habían sido eliminadas por «la política de los intereses», «cuando la riqueza es mostrada como el único propósito final de todos los esfuerzos (10)».
Al abrigo de las libertades inglesas, otros contemporáneos como Kart Marx no censuraban su viril indignación: «No basta con decir, como lo hacen los franceses, que su nación ha sido sorprendida. No se perdona a una nación, no más que a una mujer, el momento de debilidad en que el primer aventurero que llega puede violentarlas (11)».
1 Respectivamente «Der neue Napoleón», Stern, Hamburgo, 10-5-07, y The Economist, Londres, 14-4-2007.
2 Courrier International, París, 12-7-2007.
3 Este apodo se lo pusieron sus adversarios, como recuerdo de su evasión del fuerte de Ham, el 25 de mayo de 1846, disfrazado con las ropas de un obrero de ese nombre.
4 El deseo del ministro Christian Estrosi de repatriar las cenizas del emperador Napoleón III fue señalado por Le Canard Enchaîné el 19-12-07.
5 Publicado primero con el título La droite en France de 1815 à nos jours (La derecha en Francia de 1815 a nuestros días), el libro se titula ahora Les droites aujourd’hui (Las derechas hoy), Louis Audibert, París, 2005.
6 «Les coups d’Etat du 2 décembre», Courrier international, París, 29-11-07.
7 Desde el siglo XVII, los soberanos y jefes de Estado franceses reciben el título de canónigo de la basílica de San Juan de Letrán (Roma).
8 «La lutte électorale en 1863», en Discours et opinions, Armand Colin, París, 1893.
9 Charles Baudelaire, Lettres (1841-1866), Mercure de France, París, 1906.
10 Charles Baudelaire, Prefacio a Pierre Dupont, Chants et chansons, París, Lécrivain et Toulon, 1851.
11 Karl Marx, «Le 18 Brumaire de Louis Napoleon», en Œuvres Politique I, Gallimard, París, 1994.
* El autor es profesor de ciencias políticas en la Universidad París X-Nanterre. Autor de una Histoire sociale du suffrage universel en France (Historia social del sufragio universal en Francia), Seuil, París, 2002.
Traducción: Lucía Vera