Siempre que he visitado la ciudad española de Valencia, lo he hecho bajo la advocación del Segundo Congreso de Escritores en Defensa de la Cultura, o de Escritores Antifascistas, efectuado en julio de 1937. Y como yo, muchísimos otros latinoamericanos y latinoamericanas. Por eso, más allá de nuestras preferencias literarias, siempre llegamos de la mano […]
Siempre que he visitado la ciudad española de Valencia, lo he hecho bajo la advocación del Segundo Congreso de Escritores en Defensa de la Cultura, o de Escritores Antifascistas, efectuado en julio de 1937. Y como yo, muchísimos otros latinoamericanos y latinoamericanas. Por eso, más allá de nuestras preferencias literarias, siempre llegamos de la mano de Alejo Carpentier, Pablo Neruda, Nicolás Guillén, Octavio Paz, Vicente Huidobro, César Vallejo, Juan Marinello, Carlos Pellicer, Félix Pita Rodríguez, y Rafael Alberti, María Teresa León, Manuel Altolaguirre, Miguel Hernández, León Felipe, André Malraux, Ilya Ehremburg y todos los que, hasta sumar más de ciento cincuenta, se dieron cita mientras llovía metralla y España se desangraba en ríos de muerte y valentía. En fin, jamás llegamos solos.
Pocas veces como durante la Guerra Civil Española, e inmediatamente después, «el paso de las ideas entre los mares» fue tan humano y acendrado; nunca como entonces caló tan hondo el sentimiento de hermandad entre los hombres y mujeres de la cultura de habla española. Nuestra identidad, forjada en siglos de lucha contra el colonialismo –sin excluir el fardo de la perenne injerencia norteamericana–, los intercambios, las negaciones y apropiaciones recíprocas; nuestra identidad, decía, creció hasta que sentimos que éramos uno frente a la extensión del páramo y la barbarie que comportaba (y comporta) el fascismo. Después fue el mundo el que volvió los ojos sobre sí mismo, y tras su despertar –ojalá que para toda la vida–, sobrevinieron las causas de Cuba y de Vietnam, que ahora pudieran llamarse Gaza, Cuba todavía, Venezuela, Argentina, Ecuador o el calvario de la globalización neoliberal, con su secuela de injusticia y la persistente impunidad del crimen y la incivilidad.
Fue tal el impacto de la tragedia española, que ninguno de los asistentes a aquella «asamblea en movimiento» dejó para después su testimonio desgarrador y condenatorio de los hechos. No en balde César Vallejo titulaba España aparta de mí este cáliz a uno de sus libros, y Alejo Carpentier agrupaba sus crónicas de los acontecimientos en una serie que no vacilaba en llamar «España bajo las bombas», la que más tarde serviría de base a su novela La consagración de la primavera . Estos textos de Alejo, narrados a partir de un estilo cinematográfico, deliberadamente directo pero coral, resultan imprescindibles para reconstruir los agónicos primeros días de julio de 1937 en buena parte de España; una España que me seduce e inquieta porque la imagino y leo con una mano que me lleva a Europa, mientras la otra me devuelve a América.
El periplo que se nos describe por Carpentier comienza en el paso por el túnel de Port-Bou, cuyo trayecto el autor califica de «enorme» –aunque duraba escasamente dos minutos– «porque nos hace trasponer la frontera insignificante (…) que delimita dos realidades (…) Dos minutos de oscuridad. Dos minutos de silencio.» Luego, en la medida en que los viajeros se internan en territorio español, aparece Gerona, donde los intelectuales de la ciudad, «reunidos en la sala principal del Ayuntamiento, nos hacen una recepción encantadora por su sencillez y cordialidad. Eruditos, historiadores, amorosos lectores de manuscritos e incunables, restauradores y clasificadores de obras de arte. Representantes de esa noble casta de intelectuales provincianos españoles, que prolongan y renuevan las disciplinas clásicas con una modestia admirable.» Antes de llegar a Barcelona, Alejo da la palabra al escritor y periodista francés André Chamson, en quien se apoya para afirmar: «Lo que más me ha impresionado durante este viaje es la realidad total, es el contraste establecido entre las fuerzas de la vida y de la alegría y las potencias del odio y de la destrucción. Sobre esa alegría serena, se ciernen en todas partes las amenazas de la muerte.» Y prosigue Chamson: «La amenaza está (…) tan presente que el hombre reaprende a vivir sin tomar en cuenta esa presencia.»
La segunda crónica es la dedicada fundamentalmente a Valencia, donde, nada más llegar, se produce un bombardeo enemigo. Luego de pasar revista al Congreso, al temario y algunos delegados, Carpentier, que nunca había vivido los horrores de una guerra, nos retrata el estado de una ciudad cuyo célebre Mercado de las Flores ha sido destruido, al igual que la cúpula del Ayuntamiento. «A las ocho de la noche -escribe- no queda una luz visible en Valencia. Las tinieblas más densas se apoderan de las calles, de las plazas. En Barcelona quedaban todavía algunos mecheros velados, algunos tranvías fantasmagóricos. (…) Aquí nada…»
El tercer texto es consagrado, en lo esencial, a la «ciudad mártir» de Minglanilla –«ese pueblo ardiente, lleno de cal y de sol»–, donde Nicolás Guillén pronunciara un conmovedor discurso y los niños huérfanos de Badajoz –«en su austera soledad», al decir de Chamson–, «cantaban como si estuvieran participando en la más bella fiesta del mundo.» Una anciana se acerca a Carpentier y le pide: «¡Defiéndannos, ustedes que saben escribir!», y el autor confiesa que no olvidará jamás esas palabras, a las que siempre se atuvo durante su fecunda vida literaria y ciudadana. «Defiéndannos», clamaba aquella mujer, y uno la escucha, la imagina y la ve aún en todas partes, a pesar de la desnaturalización que también sufre España.
El último de estos relatos gira en torno al Frente de Madrid, una ciudad que Alejo había visitado siete veces y donde diera a conocer su primera novela, ¡Écue-Yamba-Ó! , en 1928. La conjugación de lo épico, lo reflexivo y lo anecdótico, hacen de este texto un homenaje al valor, valiéndose de las vivencias y los recuerdos. Me permito citar sus dos últimos párrafos: «Estamos a 7 de julio. Esta tarde caerá Brunete en manos de los republicanos. Esta noche viviremos el bombardeo más terrible que ha conocido Madrid en un año de guerra.» «Pero el estrépito infernal de cuatrocientos obuses cayendo sobre la ciudad no borrará de mi memoria el sonido conmovedor del pobre piano herido -piano del barrio de Argüelles–, cuya canción en clave sol ha sido para mí una expresión simbólica de la resistencia de Madrid.»
Si me he detenido en estos pasajes carpenterianos de la Guerra Civil Española es porque, desde mi perspectiva, ilustran el sentido del diálogo cultural en situaciones límites. Hay, por supuesto, muchas otras visiones que debería contar, y estarían las diversas maneras como se han escenificado nuestros encuentros y desencuentros con España, que no han sido pocos e, incluso, fueron muy hondos y dolorosos, aunque siempre útiles para forjar nuestro carácter e identidades. En términos culturales, los soliloquios –sobran ejemplos– terminan por excluir la comprensión y llevan consigo la carga semántica del irrespeto y el desconocimiento del otro. Nuestro espacio común –Iberoamérica, Hispanoamérica, lo llaman algunos– es, será, en la misma medida en que la diversidad lo sustente y haya lugar tanto para las diferencias como para las similitudes. Del colonialismo no surgió precisamente la armonía conciliatoria ni el diálogo fecundo, sino el desdén de los poderosos y, en consecuencia, la indocilidad y resistencia de los pueblos sojuzgados, que son, en resumen, el semillero natural de las mejores causas o ideas en las batallas por la dignidad más plena.
Si como hombres y mujeres de la cultura, no hacemos del canon occidental un dogma y acogemos lo desconocido con la misma vocación axiomática que lo instituido, entonces estaremos contribuyendo a dibujar la cartografía verdadera de nuestro patrimonio cultural. Vivimos en una época en la que, más que en ninguna otra, el que no duda y pregunta no encuentra, y el que no lucha, termina embelesado y robótico; al pairo, como suelen decir los pescadores.
De la dictadura del gusto pudiera escribirse tanto como de la mediática, pero, entre una y otra, prefiero hablar de la segunda, que tanto ha contribuido a la primera –¿o acaso no es la misma?–. Respeto demasiado el carácter del otro y me gusta Duchamp –vean qué rareza en esta época–, sobre todo cuando dijo a Francis Steegmuller: » Hoy el mundo del arte tiene un nivel tan bajo, es tan comercial… El arte y todo lo que está ligado al arte es el tipo de actividad del momento. El siglo XX es uno de los más pobres de la historia del arte, más pobre incluso que el XVIII, donde no hubo gran arte, sólo frivolidad. El arte del siglo XX es un simple pasatiempo liviano; como si viviéramos en una época alegre, pese a todas las guerras que formaron parte del paisaje. ..» Duchamp, iconoclasta siempre, adelantado y solitario, pero jamás complaciente.
A propósito de Valencia, que es, con Andalucía, mi otra puerta para ingresar a España, ahora quisiera evocar el diálogo íntimo que con toda seguridad se produjo en la familia cubana de José Martí cuando, entre 1857 y 1859, visitaron esa ciudad española. Un diálogo que pudo ser particularmente alusivo, intenso y edificante durante las semanas en que padre e hijo permanecieron juntos en la localidad matancera del Hanábana, relativamente cerca de la ciudad de La Habana.
¿Cuánto aportarían Don Mariano Martí y Doña Leonor Pérez respecto de España, y específicamente de las costumbres y culturas valenciana y canaria, a aquel muchacho de apariencia frágil, pero de inteligencia inocultable, cuyo destino iba a estar ligado para siempre a «los pobres de la tierra» y al «arroyo más que al mar»? ¿Cuánto hubo de definitorio y fundacional en aquella relación que se estableciera en el referido Hanábana? ¿Qué dijo definitivamente el padre a su hijo Pepe cuando este tuvo ante sí la revelación de la injusticia en la muerte de un hombre negro? No hay otra manera de explicarnos la profundidad de estos versos humilde o irónicamente llamados «sencillos» por José Martí: «Rojo, como en el desierto / Salió el sol al horizonte. / Y alumbró a un esclavo muerto / Colgado a un ceibo del monte. // Un niño lo vio: tembló / De pasión por los que gimen: / ¡Y, al pie del muerto, juró / Lavar con su vida el crimen!» O estos otros, surgidos, como aquellos, de la vida, pero deudores de una eticidad que se aprehende cuando el alma es su mejor asidero: «Para Aragón, en España, / Tengo yo en mi corazón / Un lugar todo Aragón, / Franco, fiero, fiel, sin saña. /// Estimo a quien de un revés / Echa por tierra a un tirano: / Lo estimo, si es un cubano; / Lo estimo, si aragonés. /// Amo la tierra florida, / Musulmana o española, / Donde rompió su corola / La poca flor de mi vida.»
¿Y qué decir de Wifredo Lam y de su amistad con Pablo Picasso, de la influencia que se ejercieron mutuamente; de las ya más recientes deudas y relaciones entre los fundadores del nuevo cine latinoamericano y Buñuel y Berlanga, y más allá los neorrealistas italianos y la nueva ola francesa; de la impronta que dejaron en nosotros –cubanos, argentinos, mexicanos, venezolanos–, las breves o prolongadas estadías de Juan Ramón Jiménez, Alberti, Lorca o Rosalía de Castro? El inventario sería interminable, y no podría soslayar la huella primigenia de los cronistas de Indias; el contenido de centenares de bitácoras; los mapas, con sus figuraciones propias de demiurgos e invencioneros; las cartas de amor o de melancolía; los informes y relatos ilustrados profusamente con la realidad, que entre nosotros supera siempre a la imaginación; los diarios y reportes de miles de viajeros que daban cuenta del primer piano que llegaba a América, la primera soprano, los primeros tabacos que el poeta alemán George Weerth enviara a Carlos Marx desde La Habana en 1856; la fabulación de los recién llegados en tabernas y parroquias; el viaje inaudito de las buenas y malas noticias; las leyendas de piratas y corsarios; en fin, la mar de historias y el paso de las ideas sobre las aguas. Y luego, para seguir en diálogo sin conocer descanso, la sorpresa de la fotografía, el telégrafo, el teléfono, la radio, el cine, la televisión, el video, hasta arribar al frenesí de la instantaneidad con Internet, los móviles y otros ingenios satelitales. Y lo que falta y vendrá, ojalá que para enaltecernos por la riqueza de sus contenidos y no para oscurecernos con la miseria de la estulticia y la mácula de las vilezas.
Pero nada en este mundo ha sido menos placentero que la supervivencia, el desarrollo y el paso de las ideas y culturas de los pueblos del Sur hacia el Norte, a pesar de los prodigios de la tecnología y la seducción del exotismo. Venimos de lo que el arzobispo sudafricano Desmond Tutu ha definido gráficamente con esta parábola: «Llegaron. Ellos tenían la Biblia y nosotros teníamos la tierra. Y nos dijeron: ‘Cierren los ojos y recen’. Y cuando abrimos los ojos, ellos tenían la tierra y nosotros teníamos la Biblia». Vamos –a veces pareciera que algunos regresan, a juzgar por el limbo en que viven- o, mejor aún, hace rato que estamos en lo que Ignacio Ramonet caracterizara en 1995 como «pensamiento único», o sea, «una especie de doctrina viscosa que, insensiblemente, envuelve cualquier razonamiento rebelde, lo inhibe, lo perturba, lo paraliza y acaba por ahogarlo» y, también, como «la traducción en términos ideológicos con pretensión universal de los intereses de un conjunto de fuerzas económicas, en particular las del capital internacional.» Dicho de otro modo, algo así como la esclavitud, pero (des)conectados las veinticuatro horas del día.
Este proceso de vaciamiento físico y cultural, al que son inherentes la suplantación de la historia y la paradoja de la desinformación como programa, no es nuevo. Los efectos de una mentira mil veces repetida y de las guerras ideológicas, se perciben en todas las latitudes y escenarios donde se originan o desenvuelven. En el siglo XIX, la visión europea del resto del mundo estuvo tan circunscrita al enfoque dominante de sus propios problemas que muchos de los pensadores más radicales y certeros de aquellos momentos, no pudieron sustraerse de ella. Alguien como el mismísimo Carlos Marx, considerado con justicia el más grande pensador del siglo XIX, en su artículo «Bolívar y Ponte», de 1858, nos legó una de las semblanzas más inexactas y maniqueas de cuantas se hayan escrito acerca de la trayectoria esplendente del Libertador, y otros, no menos imprescindibles, omitieron, más por desconocimiento que por subestimación, la historia de los pueblos del Sur, a los que comúnmente llamaban bárbaros, salvajes o incivilizados. Es algo que, explicándose en otras razones, aún perdura e inquieta, sobre todo en quienes precisan de muchas vidas para matar sus fantasmas, manipular el pasado y explicar un presente que no tiene futuro.
La ausencia de referencias al pensamiento (y al ejemplo) inconmensurable de José Martí en el legado teórico europeo más conocido –no ya en el siglo XIX, sino durante la última centuria y en lo que va de la actual–, es símbolo de una perspectiva que, en el mejor de los casos, calificaría de lamentable y discriminatoria, y que refleja, a pesar de las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones, o como consecuencia de su utilización perversa, los efectos del control mediático en la sociedad contemporánea.
En términos de exclusión y desigualdad, la globalización neoliberal ha roto todos los récords. El mundo ahora es propiedad de las corporaciones, que lo administran con mayor severidad que como lo hicieran antaño los colonizadores. Ser pobre, negro o indio –a fin de cuentas casi lo mismo, a pesar del ritornelo de Vargas Llosa–, quinientos veintidós años después de que América se revelara a Europa como la Tierra Prometida, continúa siendo sinónimo de esclavitud, desolación y genocidio cultural. Conocidos son los innumerables proyectos de «modernización» forzosa, implantes ideológicos y erosión continua de valores, amén de las consabidas usurpaciones del espacio vital, supuestamente en nombre del progreso. Si no, que hablen los pueblos originarios y, específicamente, los mayas, los mapuches y los tarahumaras.
El fraude como conducta masiva también figura en la cosecha reprobable de esta globalización que nos han impuesto. Cervantes, que nos dejó la fabulación de personajes y obras imperecederas, nos dice en el Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, por boca del Canónigo de Toledo, que «…tanto la mentira es mejor cuanto más parece verdadera y tanto más agrada cuanto tiene más de dudoso y posible». En lo que atañe al actual gobierno norteamericano –y a todas las administraciones que he conocido, dicho sea de paso–, su mendacidad no evoca certezas ni provoca fruiciones; conduce, inexorablemente, al engaño, la desilusión y la muerte. Es la trampa y el cepo al mismo tiempo. Un presidente negro (por primera vez en la historia de aquel país) que desprecia la singularidad de las diferencias culturales y bombardea sin distingos a terroristas asesinos y a civiles indefensos, y que no sólo sostiene, sino que complace a Israel porque le tiene miedo y porque, en última instancia, se trata de sí mismo, es una vergüenza universal. El discurso que ha pronunciado el Presidente Obama en el 69 período ordinario de sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, dedicada al cambio climático, es la mayor evidencia de su balbuceante cinismo. Había que verlo cuando trataba de justificar los bombardeos en Irak y Siria mientras criticaba el uso de la fuerza, y el asesinato del joven negro Michael Brown, en Fergusson, Missouri, al tiempo que escamoteaba la realidad de los insolubles problemas de la sociedad norteamericana.
Entre todas las maravillas y angustias que nos legara el siglo XX –el más breve de la historia, según Eric Hobsbawm– han sido el cine (que nació antes, pero socialmente se realizó después), la televisión e Internet las que han experimentado un crecimiento exponencial más acelerado; el cáncer, en sus múltiples expresiones, pudiera ser la enfermedad por antonomasia. En Cuba, por ejemplo, era la primera causa de muerte en diez de las quince provincias de la Isla a comienzos de 2014.
Cuando se analiza la circulación internacional del producto cinematográfico, lo primero que salta a la vista es la marginación de todo filme que no sea norteamericano. Muy pocas producciones europeas consiguen verse más allá de las estoicas salitas de las cinematecas en Asia, África y América Latina, y mucho menos en Estados Unidos, donde, como promedio, sólo entre el 1 y el 5 por ciento de los largometrajes exhibidos son de procedencia extranjera. Al interior del Viejo Continente, la situación tampoco es muy edificante, excepto en Francia, donde históricamente el Estado ha protegido, aunque ahora muy tímidamente, la producción nacional. En toda Europa, incluida la propia Francia, el estreno de cualquier filme globalista –léase producido por o desde las majors de Hollywood– desplaza automáticamente de las pantallas al cine local. Cada año centenares de películas se enfrentan a la soledad de las bóvedas sin esperanzas de conocer la confrontación con su público natural. Aquí sirven de poco las preguntas, los números gritarían por sí solos.
Si este es el paisaje en la culta e integrada Europa, cuna del cinematógrafo, qué ocurrirá en otros territorios menos favorecidos o eternamente expoliados por la ignorancia, la miseria y el hambre. En el caso de África, América Latina y buena parte de Asia, todo cálculo, por manipulado que esté, conduce a peores diagnósticos. Sobrecoge un fenómeno como el de Bollywood, donde se produce tanto cine prescindible, tanta historia trivial, tanta cara bonita (según el patrón occidental), y la experiencia de Nollywood, Nigeria, donde anualmente se realizan mil quinientos largometrajes a un costo aproximado de dos mil euros cada uno. Allí los actores imitan, como era de suponer, a Denzel Washington, y las actrices a Hally Berry. En tales circunstancias, difícilmente los directores quieran parecerse al mejor Spike Lee. De cualquier manera, no debería dejar de interesarnos un fenómeno como este, acerca del cual la hegemonía hollywoodense no nos permite siquiera hacernos de un criterio propio, más allá de las probables rémoras del mimetismo. A eso también nos condenaron: a pensar como ellos y a ver el mundo con los ojos marchitos de Tommy Lee Jones. Si prácticamente toda la historia universal ha sido contada a la manera de Hollywood, por qué no pensar que Brad Pitt es la reencarnación de Aquiles y Grecia un lupanar californiano.
Para los genuinos realizadores audiovisuales de Latinoamérica y el Caribe y de España y Portugal –y en esto todos compartimos la misma suerte, todos (porque tres golondrinas no hacen verano) somos periferia–; en tal caso, decía, la alternativa no puede ser imitar o postrarse a los pies de Hollywood, sino encontrarse a sí mismos en la turbulencia de nuestras cosmogonías y en la apropiación crítica de los nuevos soportes tecnológicos, a riesgo, incluso, de perecer en el intento o de las consabidas contracciones curriculares. Sin voluntad política, tampoco habrá continuidad de un cine nacional en esta parte del mundo. Apostemos por las «nuevas» tecnologías, ciertamente más viables y «democráticas», pero es imprescindible que sepamos con qué fin vamos a utilizarlas.
Nos enfrentamos a un enemigo ubicuo y mutante, que ha terminado apropiándose de todas las categorías conceptuales de nuestro discurso, capaz de hacer millones con la mercantilización de nuestra rebeldía. En este sentido, la coherencia del imperio es impecable cuando se propone actuar ante cualquier forma de disidencia. Su arma más poderosa es el dinero que, junto al poder mediático -también obra y fuente de dinero–, constituye el elemento regulador por excelencia de la conciencia pública. Aquí me viene a la mente -tendría que explicarme por qué en este preciso instante– el caso de Andy Warhol, fetichizado como el que más, aunque reconocido como uno de los más grandes artistas estadounidenses del pasado siglo, quien, provisto de un carácter corrosivo y escéptico, llegó a afirmar: «Comprar es más norteamericano que pensar». Y en esa misma tónica, cuando le preguntaron, en 1970, si era verdad que le gustaría ser una máquina, comentó: «-Es que la vida duele… Si pudiésemos convertirnos en máquinas, todo nos dolería menos. Seríamos más felices si estuviéramos programados para ser felices.» Y en 1971: «-¿Cuáles son sus planes futuros? -No hacer nada.» Y en 1977: «-¿Ha ido a votar alguna vez? -Una, pero me asusté mucho. No podía decidirme por quién votar. –¿Cree usted en el Sueño Americano? -No, pero sí creo que se puede hacer algo de dinero en su nombre.» Y, por último, en 1985, tres años antes de su muerte: «-En cuanto a los años 60…, le dice el periodista… -Oh, no, todo es más excitante ahora. –¿En qué sentido? -Hay más de todo. Los artistas plásticos son las estrellas. Ahora está el video-art, el nightclub-art, el latenight-art… –Entonces los artistas finalmente están recibiendo el reconocimiento que se merecen. -No. Lo que tienen es la atención de los medios.»
De eso se trata a fin de cuentas, de los medios, de su perversidad parece que intrínseca, y del hecho cierto de que el arte pop norteamericano ya se había consolidado como bien mercantil a mediados de la década de los ochenta, en una tendencia que sigue en ascenso y que se ha convertido en la obsesión de todos los coleccionistas, para quienes hacerse de un Warhol, un Rauschenberg o un Jasper Johns, equivale al orgasmo del usurero. Y a quién no le gustaría, me dirán los pícaros… Ah, Duchamp, aquel Duchamp de Steegmuller no estaría para padecerlo, entre otras razones porque lo venderían, y no precisamente por treinta monedas de plata, como hiciera Judas al besar a Jesús de Nazaret en la mejilla, aunque también. Y quién sabe si por menos…
En un contexto tan previsible y al mismo tiempo tan caótico como el que se infiere de este apresurado recorrido, no es difícil comprender que cualquier alternativa que no esté estructurada sobre bases de interacción mediática o de pasividad consumista, sea la más cruda metáfora de la soledad. Para lograr influir positivamente en el sujeto virtual, hay que utilizar mejor las escasas brechas y oportunidades que la globalización nos permite, lo que resulta más complejo si consideramos que, sólo desde el punto de vista lingüístico, Internet es también un espejo de las hegemonías. Pero si la Red la construyen los tejedores, enlazar todos los sitios y dominios alternativos no es imposible. Hoy el sujeto es múltiple. Hablar desde la resignación y la derrota, es propio de agoreros o pesimistas, y hacerlo con la arrogancia de los supuestos vencedores, resulta patético y, sobre todo, indignante. El imperio no ha vencido, la historia continúa, las utopías son refundadas -trabajosamente, pero refundadas–. Bastaría comprobar lo que sucede en Latinoamérica o al interior de la sociedad norteamericana, no obstante la banalidad y el miedo que la caracterizan, para concluir que la realidad se mueve.
El canon mediático que prevalece en nuestra época, es el occidental anglosajón, tanto en el diseño de lo informativo –con la prevalencia de puntos de vista mimetizados–, como en las artes de la comunicación, donde han surgido géneros absolutamente condicionados por la tecnología. Los descamisados y amerindios puros no clasifican en las televisoras bastardas o de clientela; los negros, por lo general, tampoco; los mestizos, si tienen los ojos verdes, suelen ser bien acogidos para presentar programas o actuar en culebrones de mala estirpe. En cuanto a la publicidad, ni siquiera en emisoras de Perú, Ecuador, Bolivia o México, el modelo se aparta del credo. Muy raras veces he visto un anuncio de cerveza que no apele a una mujer rubia y joven –lo que añadiría otro problema, el del lugar de la mujer en los medios–, ni el de un auto pilotado por un indígena, así sea urbanizado. A ciencia cierta, sería difícil conciliar la realidad virtual con la nuestra de todos los días.
Hay, y sé que no es la única, una alternativa llamada Telesur. Deberíamos arroparla mucho más y convertirla en materia de estudio y desarrollo. Es hora ya de que el asunto audiovisual, como parte del conglomerado mediático, pase a formar parte de los programas docentes de nuestras escuelas en todos los niveles. Pero no sólo habrá que alfabetizar a nuestros hijos y nietos, deberíamos empezar por nosotros, consumidores acríticos y a veces inconscientes de los peores productos audiovisuales que se generan en el mundo. Y todo en nombre del entretenimiento y la desconexión de una realidad ciertamente asfixiante.
En el ámbito de la televisión, la desigualdad estructural es también un abismo insondable. Mientras en 1995 había en el mundo un telerreceptor por cada 6,8 personas, en Gambia y Haití no pasaban de dos y cuatro, respectivamente, por cada millar de habitantes; en contraste, Estados Unidos, Canadá y Japón exhibían el promedio de 806, 709 y 700 de estos equipos por igual número de ciudadanos. Ha sido tal su generalización que, en el año 2010, estaban funcionando dos mil millones de unidades en el planeta, y en el 2025, se prevé que sean cinco mil millones. Con toda seguridad, si continuamos como vamos, Gambia y Haití también tendrán su fiesta, aunque la miseria y el hambre de sus pueblos no cesen. Sin embargo, no olvidemos que una tercera parte de los habitantes de la Tierra, cuando anochezca hoy, todavía entrará a las tinieblas con la mísera luz de un candil.
Ahora bien, para qué sirve la televisión en nuestros días, o mejor, cómo y con cuáles propósitos se utilizan sus infinitas posibilidades tecnológicas y cognoscitivas. Por lo general, independientemente de los buenos ejemplos, este medio no pasa de ser el clásico caballo de Troya al servicio de las peores causas. Los norteamericanos destinan a ella cuatro horas de sus vidas diariamente como mínimo; los españoles, argentinos, mexicanos y brasileños, más o menos lo mismo. (Para ser más preciso, en España la única modalidad de consumo «cultural» que creció, en 2013, fue la televisión, que aumentó 17 minutos con respecto a 2012 o, lo que es igual, llegó a 4,35 horas cada día). En general, ello equivale a decir, si sumáramos el tiempo invertido a lo largo de un año, que en cada uno de estos países, la mayoría de los ciudadanos estaría más de dos meses frente al televisor ininterrumpidamente. Y esto, sin contar los otros treinta días que pasan ante otras pantallas, principalmente de teléfonos móviles, tabletas y ordenadores, en sentido general. En España, para seguir con el mismo referente, más del 85% de las conexiones a Internet se realizan mediante el celular, por delante del portátil (77,7%) y el clásico PC (73,3%). O sea, por primera vez, el teléfono es el dispositivo más utilizado para conectarse a la Red.
Los cubanos, si bien estamos en desventaja con el resto del mundo en cuanto a conectividad y unidades de telecomunicaciones per cápita y contamos con dos canales de perfil más o menos educativo y una orientación sociocultural en los medios, tampoco escapamos a la plaga de las trivialidades. Las razones de este fenómeno son diversas: ningún otro país, por ejemplo, está expuesto a una agresión mediática como la que Estados Unidos practica contra la Isla desde hace más de cinco décadas, lo que significa no sólo asedio u hostigamiento, sino, mediante un draconiano bloqueo económico y financiero, la agudización de las dificultades para el desarrollo y para el acceso a las tecnologías más avanzadas, muchas de ellas vedadas por decreto imperial. Para corroborar las consecuencias, únicamente en el plano subjetivo, ahí están los retrocesos experimentados en la apreciación artística, el ascenso de la vulgaridad, el egoísmo y el consumismo y, como era de esperar en tal contexto, la estandarización de ciertas conductas en perjuicio de nuestra identidad. Se me dirá que el bloqueo poco tiene que ver con estos aspectos, a lo que respondería que nadie en condiciones de sobrevivencia –lo que ha caracterizado a una parte significativa de nuestra sociedad, sobre todo en los mayores centros urbanos–, genera un pensamiento y un modo de vida en desarrollo; otra cosa es cuando prevalece una conducta sustentada en el espíritu de resistencia, donde la confrontación y la rebeldía estimulan el fragor de las ideas, algo que ha predominado entre los cubanos hasta los días de hoy, y que tiene en el pensamiento y la obra de Fidel Castro su mejor paradigma.
Luchar contra cualesquiera de las diversas formas de colonialismo cultural presentes en la cotidianeidad de nuestras vidas, es inaplazable y estratégico en las actuales circunstancias del mundo. «¿Quién dijo que todo está perdido? / Yo vengo a ofrecer mi corazón», pudiéramos repetir con Fito Páez.
No obstante nuestros pesares, dicho con modestia pero en honor a la verdad, Cuba es capaz de motivar anualmente la asistencia de más de 300 mil espectadores a un Festival de Nuevo Cine Latinoamericano, entre 80 y 100 mil a otro de cine francés, e involucrar a toda la comunidad del poblado de Gibara, en el oriente de la Isla, durante las jornadas del Festival de Cine Pobre. También a 2 y 3 millones de visitantes a una Feria del Libro que se celebra en más de treinta ciudades, a decenas de miles en la fiesta de la diversidad y la inteligencia que es la Bienal de La Habana, y a otros tantos que recorren las salas permanentes y las exposiciones transitorias del Museo Nacional de Bellas Artes o participan de un Festival de Ballet que habitualmente se ha visto honrado con la presencia y el apoyo de las principales figuras de esta manifestación artística en el mundo. Y no quiero hablar de los indicadores de salud, ni del millón de graduados universitarios, ni de la solidaridad o la colaboración internacional, que alcanza, desde 1960 hasta 2013, la cifra de 836 142 civiles en 167 naciones diferentes, de los cuales hay actualmente 64 362 especialistas en 91 países, unos 48 270 en el campo de la salud.
En su dimensión más íntima, la sociedad cubana ha hecho del diálogo cultural la clave de su explicación más trascendente. Si resistimos es porque sabemos que nuestro destino está ligado al de otros pueblos; si sobrevivimos es porque no estamos ni estaremos solos. La raíz española, tanto como la africana, pero en pugna que es súmmum, nos sostienen en nuestra savia propia y en la firmeza de nuestra arboladura.
*Omar González es escritor y periodista cubano. Ha publicado libros de narrativa, poesía y ensayo, así como numerosos artículos acerca de la influencia de las tecnologías de la información y las comunicaciones en la modelación de la sociedad contemporánea . El texto que ofrecemos, tiene su antecedente en la conferencia inaugural del VII Simposio Internacional DIÁLOGOS IBEROAMERICANOS, efectuado en Valencia, España, en mayo de 2006.
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