Traducido por Alexandre Anfruns para Rebelión
En el siglo XVI, la potencia española está en su apogeo. Sus barcos atraivesan el Atlántico, conquistan El Dorado americano y se apoderan de las extraordinarias riquezas que contiene. Las poblaciones indígenas les facilitan su trabajo. No conocen las armas y, a pesar de su número, terminan por someterse a un pequeño destacamento español liderado por Hernán Cortés. Los colonos se trasladaron a esas regiones y acumularon fortunas considerables sacadas de la explotación de tierras inmensas y de una mano de obra que se componía de esclavos renuentes a rebelarse. Los nuevos jefes aprovechan para infligirles tareas agotadoras, ejercer abusos sexuales y torturas que podian llegar hasta la muerte. Sin embargo, todavía habían españoles que se conmovían por el destino de esos infelices y acusaban a la Iglesia. En su defensa, los colonos argumentaban que, dadas sus costumbres «bárbaras», aquellos indígenas no merecían pertenecer a la especie humana y que, por lo tanto, era lícito tratarles como simples animales.
A aquello le siguió un debate que condujo a la famosa controversia de Valladolid, para la cual se requirieron muchas celebridades, religiosos o filósofos. Así, en 1550 tuvo lugar lo que la historia retendrá como el primer debate sobre los derechos humanos. La pregunta que se planteó era sencilla: «¿Tienen alma los indios?» El enfrentamiento se cristalizó rápidamente entre el padre Bartolomé de Las Casas y Ginés de Sepúlveda, amigo de Hernán Cortés, canónigo de Córdoba. La tesis de este último es sencilla: Dios le dio a España reinos inferiores sobre los que podía extender su poder para su mayor Gloria. En esa óptica, los indios eran «animales» nacidos para estar bajo el yugo de los españoles. Por otro lado, el padre Bartolomé de Las Casas, de 27 años, defendía el respeto a su dignidad, llegando al extremo de oponerse jurídicamente a los conquistadores, imponiendo un territorio protegido, sin esclavos y sin violencia. ¡Fue él quien ganó la apuesta! De ese modo, se alivió un poco el destino de los indios. Sin embargo, debían convertirse al cristianismo por la fuerza. El epílogo de la controversia es mucho más oscuro. Los colonos, después de haber perdido la masa de obreros dócil y explotable a voluntad de la que disponían, se pusieron a buscar «carne fresca». Se la proporcionó África. Así fue como nació el siniestro comercio triangular, la tragedia de los negros que enriquecieron a traficantes sin escrúpulos cuya fortuna se exhibe en las espléndidas mansiones de Nantes o Burdeos, hoteles cuyos frontones adornan, aún hoy, una «cabeza de negro».
¿Está tan atrás, el siglo dieciséis? ¿Las cosas desde entonces, han cambiado de verdad?
Ciertamente, la esclavitud y las conversiones forzosas han desaparecido. Los indígenas de ayer viven mayoritariamente en países libres. Efectivamente, los occidentales han terminado por someterse a la voluntad de independencia de los pueblos a los que esclavizaron durante mucho tiempo. Está claro, sin embargo, que esta nueva configuración del mundo no ha dado lugar a la generalización del bienestar económico, que se mantuvo más o menos confinado a la esfera occidental. Sobre todo, la liberación de los pueblos ha permanecido en gran medida teórica. La mayoría de ellos se encuentran todavía en un cara a cara desigual con sus antiguas potencias coloniales, que continúan dictando sus líneas políticas ¡e incluso influyen en la elección de sus líderes! El ejemplo de la «Françafrique» dice mucho acerca de la artificialidad de las independencias de muchos países africanos y su continua subordinación frente a los intereses de la antigua metrópoli. Si es necesario, Occidente no hace ascos a recurrir a la vieja politica de los cañones.
Lo hace a menudo, en nombre de los principios morales que, según nos asegura, son los fundamentos de su política. Así es como lo proclama: se trata de cazar dictadores y ofrecer a los pueblos esclavizados la perspectiva de un horizonte de libertad y democracia. El resultado de ese intervencionismo está ante nuestros ojos. Irak y Libia se derriten bajo la mirada indiferente de sus «salvadores». El efecto dominó se extiende a Siria, probablemente condenada a convertirse en un conglomerado de cacicazgos regionales en una sucesión de guerras interminables.
Descartemos la hipótesis de una ceguera de Occidente que le habría llevado a ignorar los efectos de sus intervenciones. Eso sería otorgarle una dosis de imbecilidad que nada tiene que ver con la realidad. Descartemos del mismo modo la tesis de una buena acción que da lugar a efectos perversos. ¿Quién podría imaginar que Blair y Bush, al no encontrar el sueño debido a la situación del pueblo iraquí sometido a Saddam, hubiesen llegado a mentir descaradamente para poder correr en su ayuda? La guerra contra Irak es una demostración de la realidad del paradigma occidental, que subordina el destino del mundo a sus intereses exclusivos. No importa que naciones enteras estén atrapadas en la tormenta, no importa que cientos de miles de niños muriesen a causa de los efectos del largo bloqueo que precedió a la invasión de Irak, no importa que el destino mismo de la Tierra esté en peligro por una desastrosa contaminación generada por un modo de vida enloquecidamente consumista. La preeminencia de Occidente debe mantenerse cueste lo que cueste. No se limita a lanzar obuses. Viste a sus equipos militares con un discurso moral, democrático, de respeto a los derechos humanos. Quiere mantener no sólo su superioridad militar, sino también el monopolio de universalismo. Los valores que preconiza, al mismo tiempo que se deshace de ellos, son los valores universales.
No pueden haber otros. La «comunidad internacional», es Occidente. El resto del mundo es tan sólo un proveedor de materias primas, de mano de obra barata, a cargo de dirigentes serviciales y atentos a los deseos de quien les asegura la permanecencia en el trono. He aquí pues la inmensa área gris a la que pertenecemos, de la que quienes presiden sobre nuestros destinos no son responsables ante sus pueblos, sino ante aquellos a quienes deben sus posiciones. En lo que respecta a Occidente, hay «ellos y nosotros». Ellos, son aquellos cuya humanidad es cuestionable o incluso negada. Esa negación forma parte también de la matriz occidental. Gracias a ella, ha sido capaz de matar a gran escala, torturar, sin que su conciencia y su inoxidable fe en sí mismo fuesen alteradas de manera significativa. Massu, el de la batalla de Argel, explicaba que la tortura había sido posible sólo porque los soldados que la practicaban tenian entre manos no ya a seres humanos, sino a «metecos», «ratones» o «moros». Hay que considerar que la República Francesa ni siquiera necesitó modificar su constitución para instaurar el Código Negro en Africa o el Código del Indigena en Argelia. Las personas que los sufrieron formaban el «cuerpo de excepción», constituido por sujetos que no tenian vocación para ser ciudadanos. Esa actitud no fue el resultado de una minoría racista. Fue compartida por la mayoría de los artistas, intelectuales y personalidades políticas de la época. Jamás revisitada, jamás cuestionada formalmente, ¡la matriz esencialista sigue siendo la brújula de Occidente!
Gaza ofrece una nueva ilustración de ello en la actualidad. Todo ha sido dicho sobre el horror que conoce esa pequeña franja de tierra, sujeta a un bloqueo inhumano durante 8 años. No hace falta añadir nada, excepto algo esencial. Todo el mundo ha tomado nota del apoyo unánime de Occidente a Israel, o más bien la reiteración de este apoyo que en realidad dura desde que Israel existe. Todo el mundo ha constatado la singular falta de empatía de Occidente por las víctimas palestinas, la poca sensibilidad hacia la muerte de niños o bebés. A veces se desliza una palabra de compasión, pero seguida inmediatamente por un reportaje altamente empático con el «sufrimiento» de los israelíes que no pueden sentarse tranquilamente en una playa, disfrutar del surf o de la degustación de helados. Es la matriz esencialista la que tiene la palabra. Los palestinos no tienen ontológicamente los mismos derechos que sus verdugos. Su muerte forma parte del orden establecido. Sin embargo, la de los israelíes, por el contrario, es un escándalo. Las fronteras políticas dejan de ser relevantes cuando lo esencial, es decir la preeminencia del «Nosotros» sobre el «Ellos» está en juego. La izquierda del gobierno francés vuela al rescate de la extrema derecha israelí.
Obama, Merkel, Hollande, Cameron, y prácticamente todos los líderes occidentales, con la excepción de unos pocos países como Suecia y Noruega, ponen sus diferencias a un lado para estar en comunión mediante su amor a Israel. Incluso olvidan de dar una buena impresión, acompañando sus declaraciones incendiarias con el habitual estribillo de la necesidad de llegar a un acuerdo. Holande incluso llega a acusar el Hamas de torpedear el proceso de paz. ¿Nadie le ha advertido de que ya no existía?
Que Occidente abandone su habitual discurso moral a favor de la defensa incondicional de uno de los suyos, no debe sorprender. Lo hará cada vez más, a medida que su liderazgo hasta entonces indiscutible se agriete con la llegada de nuevos actores. Más preocupante, sin embargo, es la actitud de algunos de nuestros compatriotas que retoman mismos los argumentos favoritos de los sionistas. Así, denuncian el antisemitismo, que sería el combustible de las manifestaciones en contra de la masacre de Gaza. Del mismo modo, se rebelan contra un tipo de solidaridad automática con Palestina, que se ejercería a expensas del apoyo al pueblo sirio, de la asistencia a los mozabitas de Ghardaia y, de manera más general, les desviaría de la lucha por el establecimiento de la democracia en nuestro país. Cukierman y Prasquier, los líderes del CRIF, no dicen nada distinto. Están en misión oficial. Los nuestros, sin embargo, a pesar de su evidente buena fe, juegan contra su propio campo.
Es bastante extraño, dadas las terribles imágenes de los cuerpos desmembrados de niños, imaginar que no sea en contra de esos asesinatos por lo que los manifestantes gritan su ira, sino que lo hagan por un antisemitismo que estaría inscrito en sus genes. Eso se llama un juicio de intenciones, particularmente inoportuno en un momento en el que la población se encuentra indefensa bajo las bombas. Incluso hay quienes adoptan como propia la broma de «escudos humanos» , de los que se serviría el Hamas para protegerse. Es el argumento favorito de Israel. Eso equivale a justificar los crímenes que está cometiendo. Otra queja recurrente: Si los argelinos son solidarios con los palestinos, es por un reflejo instintivo de su tribu áraboislámica. ¿Por qué deberíamos prohibir que mostremos nuestra solidaridad con un pueblo con el que hemos compartido tantas cosas? ¿Por qué deberíamos obedecer las órdenes de aquellos que nos obligan a deshacemos de esos «arcaismos» que nos llevan hacia los que se nos asemejan, sobre todo teniendo en cuenta que la justicia ya está de su lado? Los autores de estas críticas ¿tienen algo que decir, cuando 26 de los 27 países de la Unión Europea querían incluir la dimensión cristiana de Europa en el proyecto de constitución? ¿Encuentran normal que Turquía, aunque secular, sea declarada non grata en la UE porque es musulmana? ¿Nada que decir sobre la solidaridad entre los países ortodoxos o entre los países católicos? Una última cosa, para aquellos que acusan a los manifestantes de su tropismo palestino: les invito a leer la obra de Alain Gresh: «¿Qué representa Palestina?». En ella se encuentran las razones de la centralidad de la causa palestina, causa que va más allá del sencillo reto de compartir unas hectáreas de tierra, y que tiene mucho que ver con el mapa geográfico del Oriente Medio, que se vuelve a dibujar ante nuestros ojos con la sangre de los niños de Siria.
Los desafios son pues globalmente los mismos que en 1550. Para Occidente, se trata de reafirmar su supremacía, en un momento en que se ve cuestionada. La zona más sensible es ese Próximo y Oriente Medio, generoso proveedor de petróleo. Ahí es donde se lleva el hierro y como a grandes tijerazos, se eliminan países tan viejos como el mundo. Sin escrúpulos. Los millones de víctimas, directas o indirectas, son árabes o equivalentes, «moros», una especie inferior a la que se puede tratar sin tapujos. Israel, desde su creación, se define como una «ciudadela avanzada de la civilización.» Es el nuevo Cortés, responsable de hacer reinar la ley de Occidente en esta tierra que previamente habrá despojado de su población, mediante la masacre o la domesticación. Ser solidario con Palestina hoy, es luchar contra esa perspectiva y defender una democracia mundial, e la que la igualdad entre los hombres, todos los hombres, se convertiría en la regla.
Fuente original: brahim-senouci.over-blog.com