A más de dos décadas de la desintegración de la Unión Soviética y del derrumbe del llamado socialismo real, quienes aspiramos a merecer el adjetivo de revolucionarios nos vemos continuamente en la necesidad de hacer una reflexión sobre los viejos caminos de la lucha, para aprender de nuestros errores y poder con este aprendizaje trazar […]
A más de dos décadas de la desintegración de la Unión Soviética y del derrumbe del llamado socialismo real, quienes aspiramos a merecer el adjetivo de revolucionarios nos vemos continuamente en la necesidad de hacer una reflexión sobre los viejos caminos de la lucha, para aprender de nuestros errores y poder con este aprendizaje trazar los caminos nuevos que nos lleven a la victoria. Pareciera que después de tanto tiempo, estas reflexiones estuvieran ya rebasadas, ya asimiladas por los revolucionarios, cuyos planteamientos se hubieran adecuado a los avances de la filosofía y la práctica de la lucha revolucionaria. No obstante, el fantasma del estalinismo y los peores momentos de la visión mecanicista del marxismo siguen repitiéndose en los discursos y los programas de muchas organizaciones de la izquierda contemporánea. Seguimos reproduciendo viejos dogmas y deformaciones que debieran haberse dejado atrás hace mucho tiempo. Este tipo de inercias del pasado hace que nuestros esfuerzos por transformar la sociedad se vayan consumiendo desde adentro, y que la lucha revolucionaria, como la piedra de Sísifo, siga cayendo una y otra vez justo antes de llegar a la cima. Es por esto que presentamos aquí una breve reflexión sobre algunas categorías de la estrategia revolucionaria que creemos siguen arrastrando interpretaciones equivocadas y dogmas incuestionables en algunos sectores del marxismo.
Estas consideraciones se vuelven más necesarias hoy, a la luz del momento de crisis por el que pasa el capitalismo. Desde hace unos años ya, este sistema ha ido perdiendo cada vez más legitimidad y comienza a desmoronarse su hegemonía en el imaginario social de amplios sectores de la sociedad. No obstante, mientras se agudiza la crisis económica y política del capitalismo, la izquierda revolucionaria, lejos de emprender una lucha ideológica que logre construir una contrahegemonía amplia y con fuerza suficiente para suplantar al capitalismo, ha dejado de ser una alternativa real a los ojos de nuestro pueblo. No hemos logrado construir y presentar una alternativa a la población, y muchas veces nos quedamos en los esquemas viejos y atrasados, reproduciendo discursos «revolucionarios» de autoconsumo que ya no logran apelar a la estética popular, en tanto que mantienen a ultranza estas categorías ya bastante cuestionadas.
La tarea es revisar nuestras categorías y conceptos, deconstruirlos y resignificarlos, creando un nuevo discurso y sobre todo una práctica ética y estética, que deje atrás el pragmatismo revolucionario, que construya los nuevos paradigmas de la actualidad, que resuene en el imaginario popular, que surja verdaderamente de la realidad diversa y compleja, y que no sólo se construya a partir de los cánones de una teoría estática.
El sujeto revolucionario
Uno de los primeros presupuestos del dogmatismo revolucionario, y del cual se derivan muchas de sus prácticas, es la existencia de un sujeto revolucionario único, es decir, la existencia de una clase social cuya posición histórica es la de llevar el capitalismo a su destrucción, una clase social que se encargaría de transformar a la sociedad desde sus fundamentos, en pocas palabras, una clase predeterminada para la revolución. Este sujeto revolucionario por excelencia era el proletariado, y particularmente el proletariado entendido como el obrero industrial. El obrero era el único que podía enterrar a la sociedad burguesa debido a su papel fundamental dentro de ésta, es decir, debido a su condición de productor de valor. Sería fácil darse cuenta de que toda la riqueza de la sociedad capitalista es producida por los obreros, ya que es su trabajo el que está materializado en la totalidad de las mercancías que constituyen la riqueza burguesa.
El proletariado -podemos ver desde esta óptica- es una clase que está acostumbrada ya de por sí a la disciplina, pues desde su origen, se constituye en la más férrea de las disciplinas, es decir, la disciplina de la fábrica. Además de esto, el proletariado sería una clase socialista por definición, en tanto que la producción industrial moderna es la más social de las actividades, dada la división del trabajo que presupone la industria. Así, el proletariado tenía todas las características necesarias para la revolución, era una clase disciplinada, socialista, y predispuesta a la conciencia de clase, ya que su posición ante los medios de producción la llevaban a ubicar claramente el punto neural de la explotación.
Esto llevó a muchas organizaciones de izquierda a formarse una concepción homogénea de los obreros, como un ente en sí mismo, monolítico y coherente, y a apostar todos sus esfuerzos a la organización de esta clase, ignorando o menospreciando las luchas de cualquier otro grupo social. En el mejor de los casos, se concebía al campesinado, definido en torno a su ubicación respecto a los medios de producción, como la clase secundaria que podría sin embargo incidir decisivamente en la lucha de clases. Se buscaba insistentemente la alianza con los campesinos, quienes deberían ser la fuerza bruta del proletariado, el que por cierto, no perdía por ello su condición de sujeto revolucionario.
No obstante, la realidad comenzó a desenvolverse por un rumbo diferente. La idea de un solo sujeto revolucionario comenzó a derrumbarse por dentro y por fuera. Ese proletariado industrial se reveló tan complejo y diverso que hoy sería imposible pensar en un prototipo del proletario. Al mismo tiempo, comenzaron a aparecer numerosos grupos sociales que no cabían en la categoría clásica del proletariado, pero que sin embargo reclamaban su papel en la lucha revolucionaria. El movimiento tuvo que aceptar, por ejemplo, que los grupos indígenas no estaban dispuestos a disolver su identidad dentro de la categoría de campesinos. La idea del proletariado como única clase revolucionaria no podía sostenerse más.
Hoy los movimientos populares y las organizaciones que luchan están reconociendo cada vez más la diversidad y complejidad de nuestro pueblo. Se multiplican las identidades populares, y cada una de ellas nos muestra un camino diferente de la resistencia; los estudiantes y los jóvenes llenan de alegría y color su lucha, cantan y hacen teatro, eventos culturales, performances, convierten la lucha en creatividad e ingenio; los normalistas siguen adelante con el puño en alto, rescatando su larga tradición combativa y luchan no sólo por sus plazas, sino por la transformación del sistema en su conjunto; los maestros luchan en diversos frentes, unos se organizan por sus reivindicaciones sindicales, mientras otros llevan a cabo una lucha ideológica dentro y fuera de las aulas; los obreros -industriales y no industriales- se organizan de formas cada vez más diversas, desde los que buscan conquistar más espacios democráticos para el sindicalismo, hasta los que construyen experiencias de producción autónoma y cooperativista; los indígenas, y todas las diferentes identidades que engloba el término, luchan por rescatar sus formas muy suyas, luchan por hacer frente al imperialismo cultural, construyen autonomías, policías comunitarias, se organizan en torno a sus usos y costumbres, reivindican su derecho a ser ellos mismos, a su territorio, a sus recursos, su derecho a no someterse a ninguna cultura ajena y homogeneizante; las mujeres ya no están dispuestas a seguir postergando su emancipación para «después de la liberación de clase», hoy están al frente de las luchas antipatriarcales y nos enseñan que el capitalismo y el patriarcado forman parte de un sistema de opresión que no podría trascenderse si se ignorara cualquiera de los dos; los homosexuales también alzan su voz para enseñarnos que ser diferente no debe ser motivo de desprecio, que una lucha no es liberadora si niega las individualidades y las diferencias; las organizaciones insurgentes por su parte, construyen poder y multiplican las fuerzas de resistencia por todo el país, reconociendo y aprendiendo de los conocimientos y saberes populares. Hoy podemos decir que no sería completa una lucha revolucionaria que ignore la gran diversidad de sujetos, diferentes, heterogéneos y plurales.
La vanguardia revolucionaria
Una segunda categoría que nos merece esta reflexión es la de la «vanguardia», cuyas bases se derivan de la anterior. Si el proletariado era el único que podía realmente ser revolucionario, entonces, todas las demás clases sociales no debían sino ir detrás de él. En este sentido, los obreros serían la clase de vanguardia. Asimismo, dentro de la clase obrera, sólo unos cuantos lograrían desarrollar una verdadera conciencia de clase y organizarse dentro de un partido marxista. Éstos constituirían la organización o el partido de vanguardia dentro del proletariado.
Ahora bien, si como hemos visto, la realidad ha contradicho esta noción, si se nos presenta cada vez más una diversidad de sujetos revolucionarios, una multiplicidad de formas de lucha, si no se pueden ya sostener las formas homogeneizantes de concebir la lucha revolucionaria, entonces, ¿por qué todavía algunas organizaciones siguen hablando de la «vanguardia revolucionaria? ¿Por qué hoy todavía hay quien pretenda imponerse como la organización de «vanguardia»? ¿Cuál es la realidad del vanguardismo hoy? ¿Es aceptable seguir hablando de las vanguardias? ¿Existen o no existen las vanguardias revolucionarias? Y si existen… ¿puede existir más de una? ¿Por qué algunos revolucionarios siguen pretendiendo «dirigir la lucha» y «dirigir a las masas»? ¿Existe un sólo camino revolucionario? ¿Quién determina quiénes son los revolucionarios y quiénes son las vanguardias?
Sería muy presuntuoso decir que tenemos las respuestas a todas estas preguntas; no obstante, sí podemos aportar algunos elementos para una reflexión más a fondo sobre el concepto de vanguardia, lo cual nos permitirá formarnos un mejor criterio respecto a estas cuestiones. En este sentido, nos puede ayudar mucho el texto de Alain Bihr, «Ajustes a la noción de vanguardia» publicado en la revista electrónica Rebelión. Este autor comienza por esclarecer una confusión de fondo en el concepto. Nos recuerda, atinadamente, que no es lo mismo hablar de una «vanguardia» que de un «estado mayor». Ambos conceptos tienen su origen en las teorías de la guerra. En una organización militar, el estado mayor es el que dirige, organiza y controla los movimientos de la tropa; es el único que conoce la estrategia completa. Por otro lado, la vanguardia se refiere a ese pequeño grupo que se adelanta a la tropa para reconocer el terreno, para obtener información sobre las posiciones enemigas, y para establecer una primera línea de defensa.
Pues bien, resulta que en el ámbito de la lucha política, estos dos términos se han confundido y el primero tiende a usarse como si se tratara del segundo. Así, quienes hablan de la vanguardia, se refieren a un grupo o una organización cuyo papel es el de dirigir al movimiento. Este fue uno de los grandes errores de los partidos marxistas-leninistas del siglo pasado, quienes argumentando que eran la vanguardia, se creían con la responsabilidad histórica de subsumir todas las demás luchas bajo su propia estrategia, bajo una misma línea emanada del comité central de la organización de vanguardia. Quienes no se alinearan a las directrices del partido eran comúnmente tachados de reformistas, revisionistas y hasta contra-revolucionarios o pseudo-revolucionarios. A esto se reducía el concepto de la vanguardia.
Ahora bien, aun si nunca hubiera existido esta concepción, tendríamos que aceptar en todo caso, que la vanguardia política se referiría únicamente al punto «más avanzado» del movimiento, es decir, a aquel selecto grupo de revolucionarios cuya tarea sería adelantarse políticamente, abrir la brecha, reconocer el terreno político y preparar una primera línea de defensa. No podríamos negar que algunas organizaciones, efectivamente, lo han entendido así.
No obstante, aquí se nos presenta otro problema. Hablar del punto más avanzado de la lucha implica una visión lineal de ésta, es decir, presupone la existencia de una sola ruta revolucionaria, un sólo camino y un sólo objetivo. Sin embargo, como ya hemos convenido, esto contradice la realidad cada vez mas compleja y más diversa de nuestro pueblo. Hoy existen muchas formas y muchos caminos para la liberación, muchas formas de lucha que son igualmente válidas de acuerdo a los diferentes contextos y situaciones que acontecen. Habrá lugares en donde la lucha armada sea verdaderamente una necesidad, y otros en donde lo que el pueblo busca es organizarse de formas creativas y pacíficas. De este modo, pierde todo sentido hablar del punto «más avanzado» de la lucha.
Hablar de «la lucha más avanzada» nos llevaría a preguntarnos, ¿avanzada hacia dónde? ¿hacia la toma del poder? ¿hacia la construcción de autonomías? ¿hacia la imposición de una línea política? ¿hacia la implantación de un gobierno socialista al estilo bolivariano? ¿hacia la dictadura del proletariado? ¿Quién determina entonces, cuál es el punto más avanzado de la lucha?
Pero regresemos por ahora a la reflexión que hace Alain Bihr. Siguiendo la misma lógica, nos dice que las vanguardias, entendidas ya no como estado mayor sino como el punto más avanzado de las luchas, son inevitables debido a las desigualdades en el movimiento. Por supuesto que no podemos negar que algunos sectores del pueblo organizado han recorrido caminos más largos que otros, unos tienen más experiencia de lucha que otros, algunos únicamente se organizan en torno a demandas inmediatas o particulares, mientras que otros tratan de articularse más ampliamente. En este sentido, Bihr argumenta que el papel de las vanguardias debería ser el de sintetizar las experiencias obtenidas para evitar que otros tengan que repetir el camino ya andado por alguien más. Debemos aceptar que esta concepción de la vanguardia se ajusta mucho más a la realidad que aquella que piensa en dirigir al movimiento. El problema, sin embargo, es que existen miles de caminos paralelos por recorrer. Creemos entonces que más que pensar en vanguardias, deberíamos pensar que la reflexión y la sistematización de las experiencias de lucha es tarea de todos los revolucionarios.
Ahora bien, Bihr agrega otros elementos a su análisis. Nos dice que no pueden existir las vanguardias de derecho, sino de hecho, y que tampoco pueden existir las vanguardias totales, sino que existe en realidad una pluralidad de vanguardias parciales, en tanto que la lucha por la liberación es tan amplia y tan compleja que cada movimiento u organización sólo puede asimilar una parte de ese proceso. Efectivamente, nadie puede nombrarse a sí mismo vanguardia, sino que en los hechos, su práctica la llevará a descubrir nuevos caminos inexplorados en tal o cuál área de la lucha, y en ese caso, sin necesidad de identificarse como vanguardia, el movimiento buscará aprender de sus experiencias, y algunos seguirán sus pasos. Así, podríamos decir que el zapatismo, sin considerarse como tal, llegó en algún momento a ser una verdadera vanguardia en el sentido de Bihr.
Independientemente de si estamos o no de acuerdo en esta concepción rectificada del término, queda claro que lo que se entiende tradicionalmente por vanguardia es una deformación de ésta, que esconde tras de sí una visión autoritaria y elitista de la lucha. Podemos decir, junto con Bihr, que las vanguardias de hecho no pueden constituirse a partir de las formas elitistas y autoritarias de organización. Este tipo de organizaciones, que por cierto, son las que tradicionalmente se autonombran vanguardias, pretenden tener la única verdad y se comportan como un estado mayor que se sitúa fuera del movimiento mismo. Este autoritarismo les impide convertirse en vanguardias de hecho pues presupone una concepción instrumental del pueblo, concibe al pueblo como un ente pasivo, a quien le quitan su capacidad de ser agente y definir su propio destino, pues «sólo el partido» puede decidir por el pueblo. Esta concepción niega los conocimientos y los saberes del pueblo mismo, lo cual lejos de constituir «el punto más avanzado» de la lucha, representa un retroceso para la causa de la liberación popular.
Dictadura del proletariado
La tercera categoría aquí discutida tiene que ver con el concepto de «dictadura del proletariado». Este concepto ha sido abusado excesivamente y traducido en una práctica que poco tiene que ver con la noción marxista original. En este sentido, muchas organizaciones que defienden o condenan el concepto de «dictadura del proletariado» lo hacen sin saber realmente a que se están refiriendo, y toman como referente las concepciones ya deformadas del dogmatismo y la práctica del estalinismo.
Es común que en las organizaciones de izquierda se confunda el término «dictadura» por el término «tiranía». Esto es así debido a la acepción común que ha adquirido el concepto de dictadura. Una dictadura se entiende como un gobierno despótico y antipopular. Normalmente se asocia con la existencia de un tirano en quien se concentra todo el poder. Sin embargo, cuando Marx concebía este concepto no pensaba en la tiranía de un individuo. En realidad, Marx simplemente contraponía con este concepto, el gobierno del proletariado como antítesis del gobierno de la burguesía. Esta antítesis, en su resolución, resultaría en el advenimiento del comunismo. Veamos más de cerca esta idea.
Si entendemos el concepto de dictadura no necesariamente como una tiranía, sino como un gobierno impuesto que ejerce su autoridad, en contra de los intereses y las voluntades del resto de la sociedad, podemos inmediatamente estar de acuerdo con Marx cuando nos dice que la sociedad burguesa es en realidad una «dictadura de la burguesía». Esto es así sin importar las formas particulares de su gobierno. Puede tratarse de un gobierno de corte fascista o de la más horizontal de las democracias, y sin embargo, se tratará de una dictadura de la burguesía. Efectivamente, es una dictadura de una clase, en tanto que quien ejerce el poder es esa clase precisamente, y el ejercicio de ese poder va en contra de los intereses y la voluntad de las demás clases. Ahora bien, en ese mismo sentido, podemos decir que el gobierno del proletariado era necesariamente concebido como una «dictadura del proletariado» en tanto que su autoridad sería impuesta a despecho de los burgueses, y los intereses de la burguesía no serían tomados en cuenta en el ejercicio de ese gobierno, dado que el fin último sería la desaparición de la burguesía como clase.
Consecuentemente, era necesario que el gobierno proletario fuera «antidemocrático» en el sentido burgués del concepto. Si la «democracia» se refería a la democracia liberal burguesa, entonces era evidente que el gobierno popular no podía adoptar una forma de gobierno burgués. En este sentido, no podía incluir en su agenda política a los intereses de la clase burguesa. Tales eran los postulados marxistas sobre la necesidad de una dictadura del proletariado.
No obstante, en la práctica de la izquierda, el concepto comenzó a ser entendido de forma diferente, y una vez en el poder, los partidos comunistas terminaron por convertir el concepto en una verdadera tiranía. Se comenzó a argumentar que el proletariado no podía ejercer su poder directamente y por sí mismo, sino que tenía que depender de alguien que lo representara, es decir, del partido. En este sentido, la dictadura del proletariado terminaría por convertirse en la dictadura del partido. El partido podría ejercer su autoridad aun en contra de los intereses y la voluntad de todo el que no estuviera de acuerdo con sus directrices. Dentro del partido, el comité central sería quien dictara la línea y todos los demás elementos no podrían sino obedecer esa línea.
No hace falta mucho esfuerzo para darse cuenta que este tipo de gobierno «proletario» en realidad enajenaba al proletariado de su poder político, pues los despojaba de toda capacidad de gobernarse directamente y decidir por sí mismos. La práctica llevó a quienes postulaban la «dictadura del proletariado» a crear exactamente su contrario en términos marxistas, pues la imposición de un gobierno de partido iba en realidad en contra de los verdaderos intereses del proletariado. Ni qué decir de todas las demás clases no burguesas, que no eran tampoco proletarias, como los indígenas y las minorías étnicas, los migrantes, las mujeres, los homosexuales, etc. En el mejor de los casos, estas clases quedaban completamente fuera de la visión del gobierno «proletario». En el peor de los casos, eran combatidas y condenadas a desaparecer, en tanto que se buscaba la homogeneización de las clases en torno a una sola, el proletariado.
Ahora bien, aun si los partidos marxistas se hubieran ajustado enteramente a la noción original de la dictadura del proletariado, sería de todas maneras cuestionable la viabilidad de dicha forma de gobierno. Como podemos ver, el hecho de una dictadura implica un gobierno totalizante, es decir, la imposición de una sola clase, que niega la diversidad y las diferencias. Recordemos que no podemos reducir la sociedad a dos clases únicamente. Hemos visto ya que el pueblo es diverso y complejo, que existen una diversidad de identidades y grupos sociales. Negar el modelo de sociedad burgués y su forma de gobierno no tiene que significar la desaparición de la diversidad de los sujetos.
¿Qué forma entonces puede tomar la negación de la sociedad burguesa? Esta pregunta no la puede contestar una sola organización o un solo movimiento. En realidad, la gran complejidad de los sujetos hace que no exista una sola alternativa de gobierno, sino una multiplicidad de diferencias cuya liberación depende de la negación de todo intento de imposición. En este sentido, Chantal Mouffe hace una critica al liberalismo, que bien podría extenderse a las posiciones totalizantes de las izquierdas dogmáticas. Según esta autora, el gran problema del liberalismo fue querer incorporar a todas las diferencias y a todos los antagonismos sociales dentro de un sólo marco abarcador y homogeneizante. El problema es que este tipo de «inclusión» era más bien una negación de las particularidades, lo cual no podía sino agudizar los antagonismos sociales. Para esta autora, los conflictos y las diferencias entre los grupos sociales son inevitables. Sería prácticamente imposible uniformar todos los intereses sociales. La solución que propone no pasa por la integración de las diferencias, sino por la aceptación de las diferencias, es decir, la construcción de una democracia «agonística» [1] , lo que en otras palabras quiere decir, la construcción de un gobierno que permita la expresión de formas diferentes de gobierno.
Podemos tomar alguno de estos conceptos para la visión socialista y pronto llegaremos a la conclusión de que no se puede simplemente «tomar el poder» e imponer un gobierno de tintes autoritarios para trascender a la sociedad burguesa, sino que es necesario que la destrucción de la burguesía se dé desde el fortalecimiento de las diferencias, desde la construcción de poderes populares diversos y autónomos. Así, podemos decir que una verdadera alternativa al poder burgués, es el poder popular. Un poder popular, o más bien, una diversidad de poderes populares que verdaderamente logre emancipar a los pueblos y a los sujetos, y que no los subsuma dentro de un nuevo tipo de dominación, aunque ésta emane de la izquierda. La única posibilidad de no repetir la opresión, pero desde la izquierda, es que cada uno de los factores diversos tenga el poder para sí y desde sí, esto es, que el poder no se centralice desde una posición heterónoma, sino que surja desde las diferencias. Que cada quien construya y ejerza el poder desde su lugar de origen, en otras palabras, el poder «aquí y ahora».
Por supuesto que no podemos tampoco olvidar la necesidad de una forma de poder que vaya mas allá de lo meramente local, es decir, la necesidad de construir un gobierno amplio que funcione como interfase entre los diferentes grupos sociales. Sin embargo, cualquier forma de gobierno nacional o regional que busque cumplir esta función tendría que funcionar desde la lógica de la diferencia y no desde la lógica de la imposición y la uniformidad. No podemos reproducir las formas enajenantes del Estado burgués. En este sentido, Marx advertía cuando hablaba sobre la Guerra Civil en Francia, que «la clase obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal y como está y servirse de ella para sus propios fines. El poder estatal centralizado, con sus órganos omnipotentes: el ejército permanente, la policía, la burocracia, el clero y la magistratura -órganos creados con arreglo a un plan de división sistemática y jerárquica del trabajo-, procede de los tiempos de la monarquía absoluta y sirvió a la naciente sociedad burguesa como un arma poderosa en sus luchas contra el feudalismo» [2] . Dicho de otro modo, este tipo de estructuras son propias de la burguesía y no caben ya en un gobierno popular que busque la emancipación y la plena realización de todos los grupos sociales. Es pertinente recordar aquí la consigna zapatista del «mundo en donde quepan muchos mundos».
Conclusión
Puede ser verdaderamente difícil para la izquierda dejar de lado estas categorías y conceptos, pues han constituido una parte central de la práctica y el discurso revolucionario por ya más de un siglo. Aun quienes rechazamos estas nociones y estamos de acuerdo en la necesidad de crear un nuevo paradigma de lucha y un nuevo discurso, muchas veces reproducimos en nuestra práctica el verticalismo, el vanguardismo y las prácticas homogeneizantes del poder heterónomo.
Estas categorías hoy no pueden sino recordarnos los tiempos más nefastos del estalinismo. La memoria del autoritarismo estaliniano y sus horrores han hecho que el pueblo ya no esté dispuesto a otorgar un cheque en blanco a los revolucionarios por la promesa de un futuro mejor. El pueblo ya no está dispuesto a arriesgarse en una lucha cuyos triunfos serán capitalizados por unos cuantos a costa de la verdadera mayoría. Son estas prácticas y estas nociones las que llevaron al socialismo a un impasse, en el cual, la visión de una utopía realizable dejó de tener resonancia en los pueblos, lo cual fue aprovechado por la burguesía para extender su hegemonía y declarar su triunfo ante el socialismo. Hoy, la hegemonía capitalista comienza a tambalearse. Su poder ideológico ya no logra penetrar plenamente en las mentes y los corazones del pueblo. Es por esto que se vuelve necesario y urgente para los movimientos revolucionarios, el hacer este ejercicio autocrítico, trascender las viejas prácticas y los viejos dogmas, y construir un nuevo paradigma de lucha que logre verdaderamente atraer la voluntad de lucha de nuestro pueblo.
[1] El término «agonístico» se entiende como lo opuesto a lo «antagonístico».
[2] Marx, Karl, La Guerra Civil en Francia.
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.