0. Para nombrar una ciudad (III Premio internacional de Poesía Francisco Villaespesa, Renacimiento, 2010) es el quinto libro de poemas de David Eloy Rodríguez, poeta extremeño injertado hace ya muchos años en ese triángulo mágico que forman las ciudades de Jerez de la Frontera, Sevilla y Cádiz, un autor que nos tiene acostumbrados no sólo […]
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Para nombrar una ciudad (III Premio internacional de Poesía Francisco Villaespesa, Renacimiento, 2010) es el quinto libro de poemas de David Eloy Rodríguez, poeta extremeño injertado hace ya muchos años en ese triángulo mágico que forman las ciudades de Jerez de la Frontera, Sevilla y Cádiz, un autor que nos tiene acostumbrados no sólo a poemas de los buenos, sino a poemas necesarios.
1.
Aunque podamos encontrar en sus páginas referencias veladas a ciudades reales y alusiones directas a otras muchas urbes imaginarias, e incluso secretas, Para nombrar una ciudad es un acercamiento, más que a una ciudad concreta, a las vivencias y resistencias en la ciudad a la que por desgracia cada vez más se parecen todas las ciudades del planeta, esa ciudad que también habita nuestros cuerpos y que desde nuestra propia entraña nos construye y va minando la energía cotidiana, esa ciudad interior en cuyas avenidas se hacen fuertes las huestes imperiales a poco nos descuidamos de nosotros mismos y de nuestros derechos y responsabilidades ciudadanas. Esa «ciudad de gente sola que aprende a vivir sin aventura» y «que respira bajo el alud de la falsificación» es la que David Eloy Rodríguez nos traza con el rigor, la pasión y el arte de un cartógrafo de siglos pasados. Encontramos así un personal callejero poético que explica cómo se respira en «la mandíbula desencajada» de esa ciudad «que yo sé y ustedes saben»; una ciudad, dice David, «compuesta de deriva e intemperie, la que cada uno escribe en su tiempo, la que se bautiza con el corazón y ya jamás pierde su nombre».
El poema al que pertenecen las palabras citadas se titula ‘Seis aproximaciones para nombrar una ciudad’ y, para mí ―aparte de ser uno de los más emocionantes y sorprendentes de todo este libro, aparte de ser un texto con la pegada y la iluminación de otros poemas del autor como el titulado «Criaturas» ―del libro Asombros― o esos dos ―de Los huidos― en los que David Eloy nos habla con la voz de autores tan queridos para él como Miguel Mihura y Raymond Chandler―, este poema deja claras y exactas tres de las vértebras claves de este libro, a saber:
1) La existencia incontestable de esa ciudad interior a la que también podríamos llamar, qué sé yo, alma humana, inconsciente ideológico o, sencillamente, estado soberano de piel adentro nuestra;
2) la certeza de la normalidad con la que las gentes entregamos sus calles y plazas al mismo poder imperial que impunemente nos hace inhabitable el espacio público de nuestros pueblos y ciudades e inhumana la natural convivencia colectiva;
y 3) la paralela existencia de un tejido vivo de bienaventuradas y activas resistencias ―interiores y exteriores― que, afortunadamente, nos hacen posible la vida verdadera y la esperanza diaria gracias a su constante mediación y a su esforzada defensa del bien común frente al embate obsesivo del Imperio, la Dominación, el Sistema, el Espectáculo o como cada cual quiera llamar a la penetrante invisibilidad de este capitalismo asesino que ―yo sé y ustedes saben― nos cerca despiadado y sin descanso y anida muy por dentro de cada una de nosotras, tratando de hacer suyos nuestros sueños, sentimientos y emociones.
Pero, discúlpenme, porque estoy contándoles lo que ustedes comprenderán mucho mejor cuando se hagan con el libro. Porque es que hay cuestiones que sólo se comprenden plenamente desde la propia poesía, y la poesía, como repite risueño y convincente el maestro Juan Carlos Rodríguez, nunca fue transparente ni directa, y además no sabe decir nada que no sean distorsiones, rastros, huellas y contradicciones que los versos intentan, tenaces, suturar o diluir ―»todo se entiende sólo a medias», como se asegura en este poemario―.
2.
En una de las relecturas de Para nombrar una ciudad de cara a la preparación de estas líneas, me vinieron al relámpago unos versos de uno de los mejores y más maltratados poetas muertos de esa tierra tan cainita de la que yo vengo, unos versos de su libro Rimas en los que su autor, Luis Rosales, escribe: «A ti quisiera yo ponerte nombre. / Te pondría un nombre de ciudad, / un nombre de país en donde no se hablase lengua alguna; / te pondría un nombre que pudiera habitarse y no decirse». «Un nombre que pudiera habitarse y no decirse». Ese verso de Rosales se me quedó revoloteando ―»pajareando» podría decir David― y ahora pienso que la razón fue porque acaso es esa búsqueda ―la de un nombre que pueda habitarse además de decirse― la que atraviesa la escritura de David Eloy Rodríguez: La búsqueda de un decir que no sólo apunte a nombrar la totalidad de lo real sin los nombres embusteros a los que intentan acostumbrarnos, sino que también sea ya puro goce en la búsqueda y la aventura de nombrar, desnombrar y renombrar lo incesantemente dicho y repetido tantas veces para lograr llegarle a la vida y su constante mudanza con ojos de luz y manos de entrega, para lograr que las palabras en las bocas se pronuncien para traer el mundo al mundo ―como dicen mis amadísimas sabias italianas de la comunidad filosófica de Diótima―, para hacernos habitable este mundo que vivimos.
Porque es que, no nos engañemos: Los poetas ―no sólo los poetas, por supuesto― nos hemos pasado demasiado tiempo ocupándonos en desvelar el ser oculto y trascendente de las cosas usando lenguas prestadas e intervenidas imperialmente que no sabían agradecer ni el don de la lengua materna ni el privilegio de las respiraciones compartidas, demasiado tiempo también elaborando complejos dispositivos lingüístico-técnicos con los que dar muestra del buen saber hacer de nuestro ego y, consecuentemente, demasiado tiempo sin tomar conciencia de que todo era tan sencillo como traer el mundo al mundo haciendo visible la invisibilidad que nos construye libidinal e históricamente, las contradicciones cambiantes de las que la poesía se nutre y las redes y los nudos que nos atraviesan, todo ese magma, en fin, que podríamos designar como la relación existente entre el yo y el yo soy o entre nosotros y lo que somos ―si ustedes prefieren que lo enuncie así.
La poesía ―ya lo dijo Audre Lorde―, «no es un lujo», ya que «si no hubiera poesía un día cualquiera en el mundo, se inventaría ese día, porque el hambre sería intolerable» ―dice Muriel Rukeyser―. O, hilando con Charles Bukowski para ilustrar esto que trato de decir con versos que cantan y cuentan: «la palabra debería ser / como la mantequilla, los aguacates, / el bistec o los bollos recién horneados, o los aros de cebolla o / aquello que se precise de veras,/ sea lo que sea. tendría casi que ser / como si se pudieran coger las palabras / y comérselas».
A mi juicio, los poemas de Para nombrar una ciudad comparten estas certezas que con estas citas les vengo exponiendo. «Poetas», dice David: «tenderos en una isla misteriosa / hospitalarios anfitriones / sin cobijo». Me alegra poder dejar aquí escrito que la poesía de David Eloy ―como la de otra mucha gente viva y muerta que siento compañera― no es un lujo superfluo sino una necesidad primaria que se afana, risueña y tenaz, por hacer la vida toda más viva, digna y habitable.
3.
Lo decía al principio: los poemas de este libro, aparte de admirablemente buenos, me parecen poemas necesarios. Su lectura me hace «comunicar con la comunidad perdida» de la que hablaba el poeta palestino Mahmud Darwish, poemas que, aunque no puedan reparar lo perdido, se rebelan contra el espacio que nos separa en una labor decidida por reunir aquello que el Imperio dispersa y amenaza. David Eloy consigue un poemario audaz y hermoso en donde el lenguaje tiene el pulso de los cuerpos vivos y esa suerte de reflexión intensa que sólo procuran el amor, la inquietud y la esperanza.
René Char decía que «la poesía es vigilia», mantenerse en vigilia, resistir. David Eloy Rodríguez tiene esto bien claro y lo sabe, como poca gente sabe, poner en el papel, hacerlo cuerpo suyo y compartirlo de viva voz en su lengua materna. Yo brindo porque siga siendo así y me animo a proponerles, cuando se hagan con el libro y ya lo lean, que dejen la poesía y se arrojen a la vida para que, como Miguel Hernández dejó dicho, «hablemos sobre el vino y la cosecha».