Para María Pestana El pasado 20 de febrero el periódico la Folha de Sao Paolo publicaba una carta escrita por la joven estudiante brasileira Patrícia Camargo Magalhaes. Apenas diez días antes Patrícia tenía previsto participar en un Congreso Internacional sobre partículas elementales que se celebraba en Lisboa, un momento de gran importancia para la trayectoria […]
Para María Pestana
El pasado 20 de febrero el periódico la Folha de Sao Paolo publicaba una carta escrita por la joven estudiante brasileira Patrícia Camargo Magalhaes. Apenas diez días antes Patrícia tenía previsto participar en un Congreso Internacional sobre partículas elementales que se celebraba en Lisboa, un momento de gran importancia para la trayectoria profesional de esta estudiante del Master de Física de la Universidad de Sao Paolo, que a sus 23 años, iba a compartir unas jornadas de divulgación con los mayores investigadores del mundo dentro de su ámbito científico, e incluso, presentar su propio trabajo. Sin embargo, Patrícia nunca llegó a su destino, porque fue secuestrada durante tres días, sometida a diversos tratos vejatorios, y finalmente deportada a su país por las autoridades de Estado español.
La pregunta sobre cómo pudo tener lugar la situación que describimos es lo que intenta averiguar el Gobierno de la República Federativa del Brasil. La noticia sobre las vicisitudes de la joven estudiante de física en el aeropuerto de Barajas desató una investigación de la Comisión de Relaciones Exteriores y Defensa Nacional, que hizo comparecer ante los representantes del Senado de Brasil a varias personas que afirmaban haber sido objeto de maltratos por las autoridades españolas, entre ellas la propia Patrícia. Según el testimonio de esta última, el pasado 10 de febrero fue retenida por la policía portuaria de Barajas sin mediar ninguna explicación cuando hacía escala en su ruta hacia Lisboa. Durante cuatro horas, y a pesar de su insistencia en la necesidad de resolver cualquier problema antes de que despegara su vuelo hacia Portugal, la policía la confinó en una sala de nueve metros cuadrados junto a otros treinta brasileños y otros tantos venezolanos y africanos encerrados detrás de una puerta blindada. Al cabo de este tiempo, un agente de policía apareció con un montón de pasaportes de las personas que iban a ser liberadas. Conforme iba pronunciando sus nombres en voz alta, Patrícia se dio cuenta de que «todos los hombres habían sido liberados y sólo faltaban las mujeres, en su mayoría negras y mulatas.» Poco después se unieron al grupo muchas otras mujeres que acababan de desembarcar de un avión de Venezuela. Y juntas se vieron obligadas a permanecer en la habitación durante muchas más horas antes siquiera de que ninguna autoridad del Estado les explicase la razón de su encierro. Por la falta de espacio, fueron obligadas a comer y dormir en el suelo. Fueron privadas también de sus objetos de higiene personal. Y en estas penosas condiciones tuvieron que aguardar hasta que se les permitió dirigirse a un funcionario de la policía que, en presencia de un abogado y un intérprete, se prestó a recoger el testimonio de las personas detenidas. En el caso de Patrícia esta entrevista se produjo a los 14:30 horas del día siguiente, es decir, 29 horas después de que se produjera el arresto policial. Sin embargo, y a pesar de que Patrícia aportó durante el transcurso de la entrevista diversos documentos que acreditaban su profesión, las razones de su viaje y muchos teléfonos de personas e instituciones portuguesas que podían confirmar el motivo de su estancia, nada de eso impidió que continuara secuestrada otras 24 horas más, hasta que, a la mañana de su tercer día en Barajas, fue deportada en un avión de Iberia de vuelta a Brasil bajo el pretexto de carecer de la documentación adecuada que justificase el motivo y las condiciones relativas a su tránsito por nuestro maravilloso país.
La Comisión de investigación del Senado de la República Federativa del Brasil ha puesto al descubierto que sólo en el mes de febrero, 452 de sus ciudadanos atravesaron por la misma experiencia que Patrícia, 30 en una única jornada del mes de marzo. La respuesta del Gobierno de la República ha empezado por la aplicación del «principio de reciprocidad», de manera que ha sido con la deportación de los primeros españoles que aterrizaron en el aeropuerto de Sao Paolo cuando la sociedad española se ha empezado a sentir concernida por una situación que vulnera los derechos humanos de miles de personas en nuestro territorio. El presidente Lula declaró que pensaba abordar este asunto en la primera conversación que mantuviese con su homólogo español, que debió celebrarse con ocasión de la llamada de cortesía por el triunfo electoral de Zapatero en las últimas Elecciones Generales del mes de marzo.
Hasta aquí hemos podido decir del cómo, pero si queremos adentrarnos en el porqué deberemos profundizar en las palabras de la declaración de Patrícia, que afirma que lo ocurrido es una clara demostración de los prejuicios sociales y sexuales. También podría haber dicho raciales, a tenor del criterio que los agentes de policía parecían seguir a la hora de discriminar los pasaportes que eran devueltos de los que pertenecían a las personas que serían deportadas. La raza, el sexo y la clase social. Un muestrario esclarecedor de los rescoldos de la ideología colonialista sobre los que las potencias europeas justificaron su dominación del llamado tercer mundo. Sobre las clases sociales y la explotación machista de las mujeres se ha escrito mucho desde Marx hasta el presente. Pero la ideología del imperialismo también se sustenta sobre el criterio de la raza, un concepto que algunos no saben que se forjó a la par de la expansión colonial durante eso que los europeos llaman pomposamente «el siglo de las luces». Es decir, las razas no existen. Y no se trata de una hipótesis, sino de una evidencia científica aceptada desde hace décadas por la comunidad internacional y reconocida en diversas declaraciones de la ONU. Sin embargo, en los tiempos que corren, los avances de la vieja ideología en el terreno de la política interior de los países europeos han hecho más necesario que nunca los estudios sobre teoría crítica de la raza. Jóvenes investigadores dedican sus energías a desentrañar la falacia racial, que si bien ya ha sido desmantelada desde el punto de vista meramente biológico, aún pervive en el ámbito político larvada por unas condiciones sociales que siglos después de la conquista se mantienen y no muy diferentes al primer día.
Paola es otra joven investigadora como Patrícia, pero que ha centrado su atención en la invención del concepto de la raza durante el siglo XVIII. Con este motivo ha realizado varias estancias en Paris, donde ha tenido la oportunidad de cotejar los documentos originales de los científicos franceses de la época, comprobando para su sorpresa que en la invención del concepto racial fue más bien la comunidad de los filósofos y escritores burgueses quien se lleva la palma sobre una comunidad científica entonces más bien escéptica ante un concepto sobre el que no existían evidencias empíricas. La idea de preparar una tesis doctoral sobre la invención de la raza la sostuvo Paola frente a los consejos de algunos profesores de la universidad que preferían orientarla por terrenos más trillados. Sin embargo, ella tenía razones personales para aventurarse en un campo de investigación más difícil, pero más en conexión con la crisis de identidad y los retos sociales del siglo XXI. Paola es una mujer de arraigados y sentidos principios éticos. Desde su más tierna infancia hizo suya la frase que el Che dedicó a sus hijos en su carta de despedida: «Sobre todo, sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo.» Y por cualquiera Paola entendió cualquier comunidad, cualquier persona, cualquier animal, cualquier planta, cualquier espacio dotado de la cualidad de la vida. Muchas cosas influyeron en la formación de su carácter con el paso de los años. Su vida en Madrid, los colegios en que fue educada, las experiencias que la formaron en su adolescencia, la condición social de su familia. Sin embargo, los que la conocemos bien sabemos que sin duda la semilla inicial desde la que el conjunto de su carácter empezó a desplegarse se encuentra en la huella imperecedera que alojó en el fondo de su conciencia la relación con su madre. La madre de Paola se llamaba María, y da la circunstancia, que no la coincidencia, de que María un día de hace muchos años también fue una joven estudiante brasileña que desembarcó en el aeropuerto de Barajas, sólo que ella, a diferencia de la Patrícia de nuestra historia, pudo llegar a su destino de la Residencia de Estudiantes de la Casa do Brasil, y desde allí, continuar sus estudios sobre el gran dramaturgo y novelista gallego Ramón María del Valle Inclán. Sin duda, María fue una mujer extraordinaria. Desde muy joven se comprometió con la situación de los más desfavorecidos. En su país, participó en las campañas de alfabetización. En el nuestro, se preparaba para seguir enseñando, para desvelarnos el universo creativo del genio de Valle Inclán y la raíz que germinó uno de los intercambios culturales más importantes de la literatura del siglo pasado, el que dio lugar al realismo mágico y alumbró una obra tan excepcional como la de Gabriel García Márquez. María era una mujer inteligente, activa, y con una irresistible fuerza interior que se manifestaba en múltiples momentos cotidianos de la vida que ella sabía convertir en verdaderos acontecimientos. Sus comentarios, sus relaciones, su manera de estar en cualquier parte, estaban revestidos de una transcendencia singular que denotaban, para quien sabía leer en ellos, un profundo, constante e irreductible amor a la vida. Amar la vida, al menos la de uno mismo, parece que no tenga nada de especial. Sin embargo, más allá de la afirmación personal estaba su personificación de la afirmación de la vida, de la suya y de la de todos y todo cuanto le rodeaba, de las plantas de su jardín, de los niños que enseñaba, de sus hermanas y hermanos, de sus sobrinas y sobrinos, de sus amigos, de los desfavorecidos del mundo. María también amó a un hombre en particular, un joven periodista del diario Pueblo, militante del PSP y amigo de Tierno Galván. Con él decidió unirse, y fruto de esta unión nacieron dos hijas: Paola, de la que ya hemos hablado, y María, la hermana mayor.
Si la relación con su madre fue la semilla desde la que se desplegó la condición fundamental del carácter de Paola, su hermana María (o May, que es como se la conoce familiarmente), fue la persona que abonó y regó este principio para que pudiera asentar y desarrollarse tras la temprana desaparición de la madre. Cuando esto ocurrió, la naturaleza de ambas niñas estaba lo suficientemente arraigada como para que la tormenta de la tragedia no pudiera apagar la calidez humana que había prendido en su interior. May tiene cuatro años más que su hermana. Fue la primera que accedió a la universidad y lo hizo con tal energía que se sacó dos carreras al mismo tiempo, Arte Dramático y Filosofía. Como era de esperar, también en su carácter encontramos el mismo elemento conformador que ha fraguado el temperamento de su hermana pequeña, pero como todas las cosas que se dan en la naturaleza, nada se desarrolla con idéntica forma. May ha dividido su trayectoria profesional entre las clases de filosofía, la representación teatral y la proyección de la obra poética de Lorca, Miguel Hernández y Pablo Neruda en recitales que la han dado a conocer en la Región de Murcia, lugar donde vive. Es una mujer comprometida con su tiempo. Participa siempre que puede en todos los actos de solidaridad con la multitud de causas que por desgracia siguen siendo dignas de solidarizarse en tantas partes del mundo. En las últimas Elecciones Municipales de la ciudad en la que vive ocupó un puesto en la candidatura presentada por Izquierda Unida, que consiguió doblar su representación en el Ayuntamiento.
Hace años tuve la suerte de establecer junto a la hermana mayor un vínculo personal que no ha hecho más que crecer con el paso del tiempo. Y ello a pesar de que yo por entonces veía la vida justo al contrario de cómo su madre le enseñó, un desapacible lugar hobbesiano por cuya redención lo mejor que se podía hacer es aprender a devolver los golpes. Un carácter resentido e irascible fue el poso duradero que me dejaron las adversidades que mi familia padeció durante mi infancia, tampoco mayores que las de cualquier otra familia obrera, pero suficientes como para que yo sintiera justificada mi indisposición para ver el aspecto favorable del mundo. Supongo que May vio un fuego y sintió el impulso de apagarlo. Pero las llamas de mi resentimiento estaban alimentas por la fractura social de las condiciones objetivas de vida de la clase a que pertenezco, porque no se trataba como hubiera querido Freud de un malestar interior sino de la interiorización de un malestar social. Como el impulso del que hablaba el filósofo alemán Fichte, mi tendencia natural a la vida se había encontrado con el límite que las relaciones de producción habían asignado a mi desarrollo personal, y la consecuencia de esta limitación, como suele ocurrir allí donde no se encuentra la conciencia de clase, fue un impulso contrario de negación, pero no de estos límites sociales que me condicionaban, sino de la propia experiencia de la vida. Si mi vida no merece la pena, es que la vida no merece la pena. Un paralogismo aparentemente sencillo, pero que esconde la compleja y peligrosa dinámica de la dialéctica de la alienación que en última instancia se puede rastrear bajo cualquiera de las múltiples expresiones de violencia racial, sexual o social de la clase trabajadora. Él no lo sabe, pero cuando un obrero de Vallecas golpea a un obrero de Tánger, se está golpeando a sí mismo. Y ello sucede así porque al contrario de lo que se imagina negando la vida de su prójimo no esta afirmando la suya propia sino dando validez a las condiciones objetivas que niegan la vida de ambos, que son las mismas. Sin embargo, cuanto este sentimiento de frustración es capaz de superar el estado de la negación puede dar lugar a un anhelo de transformación, un segundo impulso que la toma de conciencia convierte en una tendencia a la búsqueda de la mejora personal a través de la mejora social, es decir, la conciencia de que mi impulso a la negación de las condiciones objetivas de vida tenía un sentido más allá de sí mismo en la afirmación de otras condiciones que hicieran que la vida realmente mereciese la pena. May me ayudó a encontrar la playa que se oculta debajo de los adoquines, y lo hizo mostrándome la imagen original de la vida que hasta entonces sólo había sido capaz de percibir en la forma invertida de la negación. Cuando dos muchachos de la banlieu de Paris se arrojan piedras entre sí están interiorizando la alienación de sus condiciones objetivas de vida, cuando se organizan para enfrentarse a la policía que les reprime, están iniciando el camino de su liberación. La negación no es un fin, sino un medio para el despliegue de la vida.
Nunca pude conocer a María, la madre, aquella estudiante brasileña que hace años logró escapar del laberinto de Barajas. Sin embargo su influencia, la vida que logró transcender a las limitaciones de su cuerpo, se puede rastrear en cada una de las cosas buenas que haya podido hacer en los últimos años, en las personas que he ayudado, en la naturaleza que he contribuido a recuperar, en los modestos pero firmes vínculos de solidaridad que mi compromiso social haya propagado por el mundo. La vida no se alimenta de la negación, negamos para que la vida pueda alimentarse de sí misma, porque en última instancia la reproducción de la vida es el conjunto de sinergias que la diversifica y expande. La búsqueda de la pureza, sea la pureza de la raza, de la nación una, de la identidad eternamente forjada, es la negación del principio vital de la existencia y sólo puede conducir al genocidio y la muerte.
Durante la última campaña electoral, y durante toda la precampaña permanente a que se ha reducido la vida política de los dos grandes partidos, sus dos candidatos a presidente compitieron por demostrar quién hacía un discurso más duro en torno al control de las fronteras. Mariano Rajoy dijo literalmente: «no caben todos en España». Zapatero, por su parte, se ha esforzado en demostrar que bajo su Gobierno se han repatriado más inmigrantes que nunca. El resultado es que nuestra monarquía parlamentaria, fiel cumplidora de su papel de polizonte de las fronteras europeas, se ha dado de bruces con el desafío que ha levantado la República Federativa del Brasil. Si los brasileños no pueden entrar a España, los españoles tampoco podrán entrar en Brasil. Cuando la xenofobia nacional creía haber alcanzado la salvación dándole tres vuelta al cerrojo de la patria, de repente nos encontramos con que nos han cerrado por fuera la puerta de salida. No sólo no pueden entrar, sino que no podemos salir. La idea nacional está a punto de ser realizada. Sólo tenemos que seguir repatriando hasta que la gran unidad se manifieste en su verdadera pureza. Primero, los extranjeros; luego, los «inmigrantes de segunda generación», como Paola y May, que portan la raíz de la diferencia; más tarde, cuando ya no quede nada o no sean capaces de rastrear la genealogía hasta la ligazón original con el terruño, proseguirán la depuración por los genes, seleccionando aquellos más idénticos con la imagen especular de la patria. Al final, seremos reducidos al punto, a la unidad absoluta. La nación se habrá salvado definitivamente: todos estaremos muertos.
La palabra monarquía proviene de la unión de las palabras griegas monos, sólo, único, y arjé, principio, autoridad, poder, es decir, la monarquía era el régimen político que se fundaba en el poder de uno, y frente a ella, los atenienses instituyeron la democracia, el poder del demos, el pueblo reunido en asamblea, que a veces devenía en lo que Aristóteles llamaba oclocracia, la autoridad de la multitud, o con más precisión, el poder de la chusma, que era el peor régimen que podía imaginarse. El régimen político emanado del proceso de convergencia europea, a pesar de vanagloriarse de tener hondas raíces en la tradición que derrocó al absolutismo, camina a pasos agigantados hacia un monarquismo social y político que solo puede conducir al empobrecimiento democrático, la ruina cultural y el conflicto de clases. Bajo la apariencia de la libertad de consumo y la multiplicación infinita de los reflejos de la mercancía, se esconde la uniformización absoluta con la que el signo del capital reduce el valor de las personas a su mero valor de cambio. La política de inmigración europea es como el caballo de Atila, por donde pasa no crece la hierba.
María fue sin duda una mujer singular, igual que Patrícia, una prometedora investigadora de física de partículas. Pero lo que las hace verdaderamente imprescindibles para el futuro de nuestra convivencia social no son sus cualidades profesionales sino el intrínseco valor de sus vidas como una expresión enriquecedora de la diversidad humana. Hace ya mucho tiempo que los biólogos evolucionistas modernos han subrayado que el elemento fuerte de la teoría de Darwin se encuentra en el llamado «pensamiento poblacional», un punto de vista que enfatiza el carácter único de cada individuo en las poblaciones de cada especie que se reproduce sexualmente, y que relaciona esta variabilidad real de las poblaciones con sus posibilidades de adaptarse al medio ambiente, y por consiguiente, de sobrevivir. El futuro de las especies no está ligado a una lucha fratricida por la existencia, sino al esfuerzo por desarrollar nuevas y singulares manifestaciones de la especie capaces de abrir caminos innovadores hacia formas de organización más ricas y complejas. Desde la peor de las situaciones posibles, incluso la vida de la persona más dañina que podamos imaginar contiene alguna información valiosa para la supervivencia de la comunidad social, aunque sólo fuera la historia de las condiciones materiales que favorecieron su creación para no volver a repetirlas. Sin embargo, esto lo sabía muy bien Kropotkin, la peor de las situaciones posibles no es la que en realidad se da generalmente en la naturaleza, y la naturaleza humana no es una excepción, sino que muy al contrario vivimos sumergidos en redes invisibles de apoyo mutuo y solidaridad que el capital hace pasar desapercibidas pero que no puede eliminar por completo. Los medios de comunicación de masas reproducen hasta la saciedad la imagen de la excepción, pero fieles a la voz de su amo, ponen sordina a la aportación positiva y enriquecedora de la inmensa mayoría de las personas que llegan a nuestro país con la voluntad de entregarnos lo mejor de sí mismos y hacernos una sociedad más fuerte. Todos conocen la historia de Jamal Zougam el terrorista, pero nadie conoce la historia de Ahmed El Garib el solidario, defensor de los derechos humanos; de María Pestana, la brasileira que hacía crecer la hierba por donde pisaba; de Eusebio y Floralba los trabajadores, gracias a cuyo esfuerzo podremos cobrar nuestras pensiones; de la joven Patrícia Camargo, que quizás nunca venga a enseñar física de partículas a nuestros estudiantes porque una vez, cuando pasaba por nuestro país, la trataron como a una peligrosa delincuente.
La Unión Europea, que mira con deferencia a los regímenes políticos del sur, camina hacia la dictadura del capital enarbolando con una mano la tradición de la libertad, pero presto con la otra a encender la llama de la reacción chovinista. En algunos de los Estados que la conforman, como es el caso de España, incluso tienen la desvergüenza de coronar la democracia con el signo del antiguo régimen, para lo cual han inventado un oxímoron que hubiera despertado la hilaridad entre los demócratas atenienses: monarquía parlamentaria. Si estos hombres y mujeres que nos gobiernan y se disputan el honor de expulsar a más personas de nuestro país son la flor y nata de nuestro «régimen de las libertades», no nos queda otra que unirnos a quienes conspiran por la transición hacia una democracia nueva. Frente a esta monarquía de la exclusión, el empobrecimiento y la tiranía, sólo debemos fidelidad a la causa de los trabajadores y trabajadoras del mundo, que no es otra que la abolición del imperio de la explotación y la muerte y el establecimiento de una nueva patria sin fronteras: la comunidad social de la vida, la República verdadera del género humano.
Abajo la monarquía. Viva la libertad. Viva la República.
[*] David Hernández Castro fue miembro del Consejo Político Federal de IU. Es coautor del libro «Periodismo y Crimen. El caso Venezuela», Ed. Hiru, 2002.