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Del derecho al revés

Fuentes: Rebelión

Según una conocida tesis de la sociología moderna, la imposibilidad con la que continuamente nos encontramos a la hora de intentar superponer las figuras correspondientes a aquellos tipos sociales a los que consideramos por ello como «elementales» o «cardinales», acaba grabando profundamente ciertos ejes de referencia en el campo social con relación a los cuales […]

Según una conocida tesis de la sociología moderna, la imposibilidad con la que continuamente nos encontramos a la hora de intentar superponer las figuras correspondientes a aquellos tipos sociales a los que consideramos por ello como «elementales» o «cardinales», acaba grabando profundamente ciertos ejes de referencia en el campo social con relación a los cuales las personas tendemos después a orientar nuestras propias actividades dentro de dicho campo, generando así las fuerzas capaces de modelar aquellas figuras distintamente orientadas que resultarán después imposibles de superponer -tanto más cuanto más decididamente se hayan orientado dichas actividades tomando a aquella irreductibilidad como referencia- y reproduciendo, de este modo, aquellos mismos tipos sociales cuyo carácter elemental e irreductible resulta así confirmado. Ése es el caso, según el antropólogo Anthony Podas[1] de la diferencia que existe entre aquellos a los que denomina los «wrighties» y los «lefties» -que podríamos traducir por los «diestritos y diestritas» vs. «zurditos o zurditas» o por los «derechitos y derechitas» vs. las «torciditas o torciditos»-, tipos a los que considera como paradigmáticos de esa clase de oposición cardinal.

Los niños y las niñas diestras o siniestros, los adolescentes y las adolescentes derechos o jorobaditos, las mujeres y los hombres que parece que lo hacen todo correctamente, y aquellos otros y otras que continuamente se tropiezan con las patas de los muebles, dejan caer los tenedores, se queman con las asas y se salen del papel al escribir, son, en efecto, muy fáciles de distinguir en cualquier situación casi a primera vista y casi desde el primer momento.

Los primeros (que también son los que suelen serlo en el orden del ser) se visten de colores brillantes, se sientan rectos en las sillas, se les escucha cuando hablan, se les mira cuando llegan, y se intenta que no se vayan.

Los otros (que también lo suelen terminar siendo en todas partes) son oscuros o pálidos y tienen siempre esa pinta de abandono o adoptan esa pose tan forzada y tienen esa forma de sentarse tan cansina o tan tensa que se acaba prefiriendo no mirarles cuando llegan, no hacerles mucho caso cuando hablan y esperar hasta que se vayan. El término «leftie» también podría interpretarse como derivado del verbo to leave, en el sentido de: las y los «dejaditos atrás», los y las «relegaditas».

Unos y otros son tan diferentes que a veces parece que pertenecen a especies distintas, o que proceden de distintos planetas y viven en mundos paralelos. Y sin embargo esa diferencia es, precisamente, el resultado del hecho de ser, todos ellos y todas ellas, de la misma especie, y de vivir en el mismo planeta: la consecuencia del hecho de tener que vivir todos en el mismo espacio y al mismo tiempo, pero de tal modo, que no pueden hacerlo, de ninguna forma, en el mismo sentido.

Se trata de algo parecido a ese mundo en el que se ven obligados a vivir, en efecto, las personas diestras y las zurdas, a saber: un mundo en el cual, para enroscar las bombillas hay que hacerlas girar en un sentido o en el opuesto, y no es posible hacerlo en los dos sentidos al mismo tiempo, ni tampoco es posible hacerlo en el mismo sentido para enroscarlas que para desenroscarlas.

Por arbitrario que pueda llegar a ser el decidir escribir de derecha a izquierda o de izquierda a derecha, las trágicas consecuencias que esa decisión puede llegar a tener para los zurdos y las zurdas están cada día a la vista de todos.

Una vez tomada esa decisión, los zurdos se convierten inmediatamente en zurdos, y las zurdas en zurdas; y el mundo se transforma así para ellas y para ellos en un lugar en el que todo es más difícil (con lo fácil que sería si fuese justo al revés de como es), y en el que hasta para hacer las cosas más sencillas -escribir una carta, usar unas tijeras, hacer una foto, manejar un ratón- es preciso realizar complicadas operaciones, retorcerse lamentablemente, pincharse con las esquinas de las cosas, y cogerlo todo por donde más quema.

Todo se vuelve arbitraria e injustificablemente hostil para ellas y para ellos, y lo peor es que no es raro que se les culpe, además, de esa situación; que se les culpe por el hecho mismo de ser zurdos o zurdas, o por su empeño en seguir siéndolo y por la dificultad que encuentran a la hora de intentar adquirir cualquier destreza.

Tampoco es extraño que, al final, ellos y ellas acaben sintiéndose también unos torpes o unas incapaces, o bien -tanto más cuanto más conscientes sean de la arbitrariedad de la que ha resultado todo ese estado de cosas- que se rebelen contra ese mundo de diestros, lo rechacen, y se encierren aún más en su mundo para zurdos, desarrollen un abierto rencor hacia todo lo diestro, o se dediquen a exigir que todo lo que haya en el mundo esté hecho para zurdos y para zurdas y para diestros y para diestras y que, por ejemplo, deje de usarse el término «siniestro» para referirse a cosas perversas, malas y de muertos, y el término «derecho» para referirse a cosas rectas y justas, o que no se diga más «hacer algo a derechas» para hacerlo bien y «tener dos manos izquierdas» para referirse a la gente que es lerda o alguien que es un zoquete (que suena, además, también a «zocato»: zurdo), etc.

Ha de ser, ciertamente, difícil de aceptar, para quienes han salido tan perjudicados y tan perjudicadas de ese reparto originario, el verse tratados y tratadas desde su nacimiento, diariamente, como personas faltas, incapaces o rebeldes, personas a quienes les sería fácil ser como las demás -ya que ¿qué hay más sencillo que ser diestro?- y a las que no les da la gana de serlo. De hecho, a menudo ocurre que cuanto más se empeñan esas personas en denunciar el carácter puramente contingente de ese reparto, más patente parece hacerse su obstinación, ya que, si lo mismo da una cosa que otra, también da lo mismo la otra que la una, y no parece ser muy razonable, muy solidario ni muy democrático, empeñarse ahora en que nos volvamos todos zurdos o zurdas, en que nos expresemos con mayor respeto para las simetrías oprimidas, o en que tengamos que fabricar todas las tijeras y todos los abrelatas dos veces.

Sin embargo, la naturaleza aparentemente irreductible de este tipo de diferencia, y sus consecuencias potencialmente trágicas se puede ver más claramente cuando la analogía se extiende al terreno de la filiación ideológica o política, donde también se produce un alineamiento y una polarización para expresar las cuales se ha acabado recurriendo a esa misma oposición simétrica y a ese mismo esquema de la quiralidad. El término leftie se usa también, en efecto, en los países anglosajones con el sentido de «rojilla» o «rojillo».

Cualquier persona de izquierdas mínimamente consecuente no puede dejar de sorprenderse del modo en que las personas de derechas parecen empeñarse en obstaculizar continuamente cualquier posible avance social o cualquier posible progreso… hacia la izquierda. Nadie podría, obviamente, considerarse como alguien de izquierdas si no pensase que a todos nos iría todo mejor si todos fuésemos de izquierdas. Pero aunque alguien de izquierdas le sea prácticamente imposible ponerse, en ese sentido, en el lugar de alguien de derechas, tampoco puede evitar el tener, al menos, una sospecha relativa a la posibilidad de que quizás ocurra con las personas de derechas que tengan exactamente esa misma impresión -absolutamente equivocada, por supuesto- respecto de las de izquierdas, y respecto de eso que ellas y ellos considerarán un absurdo e incomprensible empeño de las primeras en poner palos en las ruedas (derechas) del progreso y en obstaculizar cualquier posible avance social (hacia la derecha).

No cabe duda, en efecto, de que nunca nos chocaríamos con nadie si todos girásemos a la izquierda al llegar a cualquier cruce, y de que tampoco habría ningún problema si todos girásemos siempre a la derecha; y lo que parece francamente absurdo es que los de derechas no se den cuenta de que lo único que tendrían que hacer para ello es girar hacia la izquierda, y que los de izquierdas no comprendan de una vez, que les bastaría con girar hacia la derecha para que las cosas fuesen mucho más fáciles para todos.

Habitualmente se presentan dos posibles soluciones para resolver o, al menos, aminorar el sentimiento de desorientación, de absurdo y de angustia que puede producirnos este tipo de visiones, un sentimiento parecido al que experimentamos al ceder el lado izquierdo (o derecho) de la acera a alguien que nos cede, a su vez, ese mismo lado derecho (o izquierdo) -o derecho para él o ella e izquierdo para nosotras o nosotros o viceversa- y nos obliga a rectificar mientras él o ella hace lo mismo -precipitándonos así en una especie de vibración y de vértigo existencial que sólo el asno de Buridan parecería capaz de resolver adecuadamente-.

La primera consiste en proyectar sobre ese plano un eje transversal que no puede ser sino el de la orientación arriba-abajo, un eje sobre el cual las direcciones son inequívocas e irreversibles, al menos desde el punto de vista práctico, y están determinadas por la naturaleza misma de las cosas. Las piedras caen y el humo asciende. El paraíso y el cielo están sobre nuestras cabezas y la tierra y el infierno bajo nuestros pies. Nadie puede cambiar ni relativizar eso (ni siquiera los australianos). De este modo se corta esa aparente cinta de Moebius reintegrándose cada plano a su verdadera posición (superior o inferior) y recobrando los límites su carácter de fronteras nítidas y estables. Es necesario sostener firmemente, por tanto, y fortalecer continuamente, nuestra completa e indubitable certeza de que todo lo que sube tiene que bajar, de que tendrá que acabar cayendo por su propio peso, y de que todo lo caído (y todos los caídos) volverán a levantarse y a ser reintegrados algún día, sea como fuere, a aquel lugar que deben ocupar en el cielo.

La única dificultad aquí puede ser la de preguntarse -obviamente sólo por incordiar- qué lugar será ése, sin el derecho o en el izquierdo. Porque ¿Acaso no merecerían mucho más estar al lado izquierdo -o al derecho (según se mire)- muchas personas cuyo corazón ha estado siempre a la derecha, en lugar de otras que, no obstante, siempre lo han tenido (si es que lo han tenido) a la izquierda. Al fin y al cabo, hasta alguien tan piadoso como Erasmo de Rotterdam reclamaba un lugar a la derecha del Padre -o a la izquierda, según se mire-, y junto a los bienaventurados, para alguien aparentemente tan poco pío -y que al fin y al cabo fue condenado y muerto por impiedad- como «San Sócrates».

La segunda solución que puede darse a aquel problema consistiría, en cambio en cerrar el círculo y en ceder por fin a esa sospecha que siempre habíamos albergado de que, en el fondo, da lo mismo una cosa que la otra. Las políticas y los políticos «son todos y todas iguales»: las de izquierdas y los de izquierdas, y los de derechas y las de derechas. Sólo se diferencian en la superficie. Pero da lo mismo tirar hacia un lado o hacia otro porque siempre se acabará llegando al mismo lugar. Ahora bien, también aquí cabe preguntarse a qué lugar, porque ¿De verdad son el mismo lugar ese paraíso del dominio absoluto, y ese infierno de la absoluta dominación, aunque los dos estén en el mismo sitio y los dos se llamen «Auschwitz«; o ese infierno de la esclavitud sexual y ese paraíso del amor libre, aunque los dos se encuentre en el mismo club de carretera? ¿Es lo mismo esa gran oportunidad de desarrollo y esa máquina de explotación institucionalizada aunque ambas se encuentren en el mismo pueblo de Tailandia y se hallen bajo la protección de la misma diosa de la victoria?

Todas estas desorientadoras dudas -en la medida en que puedan llegar a plantearse (en la medida en que no consigamos acallarlas completamente, o no lo consigan otras u otros por nusotras o por nusotros)- pueden acabar reproduciendo nuevamente en un plano aún más trágico y todavía más angustioso y más absurdo ese asunto aparentemente trivial de tener que elegir uno (y sólo uno) de los, al menos, dos sentidos que parecen ofrecernos todos esos asuntos que nos traemos entre manos. Porque el caso es que lo que no se puede hacer es quedarse con los dos o no elegir ninguno.

Y el caso es que elegir el contrario sería tan imposible, para nosotras y para nosotros-y para todos los que son como nosotros y como nosotras-, como lograr ver en todo aquello en lo que reconocemos las señales evidentes de un carácter oscuramente siniestro, los mayores signos de destreza; y rechazar como perverso y retorcido todo aquello otro que ellos y ellas -las y los que no son como nosotras y nosotros-, consideran como tal, por más que eso sea, precisamente, aquello cuya rectitud no habría -para nosotros y nosotras- ni siquiera que justificar, aquello que va tan de suyo y que es tan de cajón que ni siquiera se nos ocurre justificación alguna para ello, porque ni siquiera nos es posible imaginarnos cómo puede haber alguien a quien le parezca lo contrario.

¿Cómo se hace para encajar una tuerca que se arrosca siguiendo el sentido de las agujas del reloj, en un tornillo cuya rosca va en el sentido opuesto o viceversa?

Por más que los tornillos dextrógiros y los levógiros puedan coexistir al mismo tiempo en un mismo espacio no pueden enrollarse los unos con los otros de ninguna forma. Para cada uno de ellos el giro del otro carece enteramente de sentido al menos como intento de profundizar y de comprometerse con ese mismo mundo que, por lo demás, está claro que comparten; ya que ellos sólo pueden ver ese mismo movimiento (si intentan practicarlo) como un modo de aflojar su sujeción a él, como una forma de huir, de flaquear y de abandonar sus responsabilidades en el sostén del peldaño de la escalera o del estante de la librería al que se han enroscado.

No hay manera de colocar un tornillo de aquellos en una tuerca de éstas se lo meta por donde se lo meta y se lo coloque como se lo coloque. Para eso habría que trasladarlo, punto por punto, al lado opuesto del plano, eje o punto de simetría, al otro lado del espejo: obligarle a realizar un viaje -al que los topólogos denominan un «movimiento impropio»- que las cosas reales sólo pueden llevar a cabo realmente transformándose por completo en otras no ya diferentes sino totalmente contrarias, dándose por completo la vuelta como un guante y haciendo que cambien de signo todas sus relaciones y cualidades (y, quizás, también todos sus defectos), convirtiéndose lo cóncavo en convexo, lo interior en exterior, la forma en el fondo y la superficie en la profundidad, lo implícito en explícito, etc… y, naturalmente, viceversa.

Eso sería, en efecto, como pedirle a alguien que invirtiera el sentido de ese giro con el que intenta darle la vuelta a este mundo en el que todo es tan arbitraria e injustificablemente difícil para él o para ella (y para los que son como ella y como él), y diera marcha atrás a eso que es lo que da un sentido a su propia existencia; que dejara de lado ese infierno en el cual, al menos, las cosas tenían un sentido -por ejemplo el de tratar de llegar a algún lugar en el que dé igual ser igual o no serlo, donde no sea necesario competir por lo necesario, donde nadie pueda poder a nadie, aunque le pueda- y que se arrojara en medio de alguno de esos paraísos llenos de competitivos empleados del mes, de huríes sexualmente explotadas, o de asnos metidos -a coz limpia- a épicos salvadores de la Patria.

¿Cómo podría alguien traicionarse a sí mismo de esa manera y traicionar así a todas y a todos los que son como ella o como él? ¿Pero cómo si no, podrían llegar alguna vez ellos y ellas -y las que son como ellas y como ellos- llegar alguna vez a comprender que esos infiernos no son los únicos paraísos a los que podemos aspirar, si no es retorciéndole el cuello a esa incontrovertible certeza suya de que el cielo es el cielo y el infierno es el infierno?



[1] PODAS, A., Right to the left, Ed. Dingo Star, Adelaide, 2006