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Del populismo y otros demonios

Fuentes: Rebelión

La irrupción inesperada de Podemos en el panorama político español ha puesto otra vez en boga el término «populismo». Dado que no existe definición académica del mismo, es necesario indagar sus orígenes, para saber de qué se habla o hablamos. El diccionario de la RAE nos dice que populista «es perteneciente o relativo al pueblo». […]

La irrupción inesperada de Podemos en el panorama político español ha puesto otra vez en boga el término «populismo». Dado que no existe definición académica del mismo, es necesario indagar sus orígenes, para saber de qué se habla o hablamos. El diccionario de la RAE nos dice que populista «es perteneciente o relativo al pueblo». Una primera aproximación al término indica que el populismo lleva como nota general la invocación, convocación o recurso al pueblo. Desde esa perspectiva, todos los partidos, grupos o personas que militan en política son populistas, pues sus labores y objetivos buscan convencer al mayor porcentaje de población de que sus propuestas son las correctas y que, por tanto, lo inteligente, prudente y acertado es votarles a ellos.

La presencia del pueblo (‘populus’) es tan potente, que casi todos los partidos políticos o agrupaciones similares y sociales, hacen referencia directa o indirecta al pueblo. Así, el PP es partido ‘popular’, es decir, un partido del pueblo, no de élites, lo que no deja de ser un sarcasmo. El PP nació como Alianza Popular, una denominación con auras de izquierda, vaya usted a saber por qué. El PSOE es -era- ‘obrero’ y ‘español’, el partido de los obreros españoles, los olvidados (¡ay, quién te ha visto y quién te ve, camarada Pablo Iglesias!). Los partidos comunistas crearon democracias ‘populares’. Podemos ha utilizado la primera persona plural del Presente del Indicativo, para transmitir la idea de que «[nosotros] podemos», nosotros, la gente común, el ‘populus’. Izquierda Unida es una forma de llamar a la unidad de las dispersas y mal avenidas fuerzas progresistas. UGT y CCOO convocan a trabajadores y obreros. En suma, no hay política sin pueblo.

A partir de aquí penetramos en una densa jaula de grillos, donde partidos y políticos ‘serios’ usan ballestas, catapultas y mosquetones para descalificar a otras fuerzas políticas, tildándolas de ‘populistas’, sin explicarle al ‘populus’ qué quieren decir con el manoseado término. Lo emplean con gestos despectivos, haciéndolo sinónimo de demagogia, mentiras baratas y manipulación perversa de masas descerebradas. Calificar a un partido o persona de ‘populista’ aspira a situarlo en el más tenebroso de los infiernos. En su mensaje, ser populista es ser mendaz, demagogo, embaucador de pueblos, payaso, escribidor de horóscopos y otros perifollos o cantinfladas al uso.

En términos históricos modernos, el populismo surge en Latinoamérica de la mano del peruano Víctor Raúl Haya de la Torre, político de izquierdas que, influenciado por las revoluciones mexicana y rusa, funda en México, en 1924, la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA). El APRA nace como un movimiento político latinoamericanista, antioligárquico, antiimperialista, unionista y popular, con influencia marxista, pero separado del comunismo. El APRA tuvo gran influencia, de México a Argentina. De aquella Alianza Popular (medio siglo anterior a la española) derivó el término populismo, una mezcla singular de ideas de izquierda, pensamiento iconoclasta y tradición caudillista latinoamericana. Ese manantial nutrió al populismo de los años 40 y 50. Juan Domingo Perón es, quizás, el dirigente latinoamericano que mejor ha encarnado la figura del político populista. Pero esto es ya historia en la región. El populismo fundado por Haya de la Torre es parte de una etapa histórica digna de reconocimiento, tanto por su papel movilizador de las fuerzas progresistas, como por haber contribuido a sacudir las anquilosadas sociedades de América Latina, atrapadas en el caduco bipartidismo de conservadores y liberales. Las dinámicas surgidas desde la década de los 80 superaron al viejo populismo, gestando nuevas formas de organización popular, adaptadas a las realidades del siglo XXI. El APRA sigue existiendo como partido político en Perú, pero vaciado de la herencia sustantiva de Haya de la Torre.

En España, con Podemos, el término ‘populista’ se utiliza de forma recurrente con el fin de descalificar a la naciente organización política. El uso del vocablo es proporcional al temor que Podemos inspira en partidos políticos tradicionales. Hasta este año de gracias de 2014, el término ‘populista’ se prodigaba exclusiva y generosamente contra políticas y políticos latinoamericanos. Casi sin excepción, los movimientos de izquierda que tomaban el poder en Latinoamérica, aupados por las masas populares, eran tachados de populistas, sobre todo cuando nacionalizaban los recursos naturales en manos de oligopolios extranjeros o hacían lo mismo con empresas nacionales privatizadas. Era ‘populista’ nacionalizar empresas porque, decían, esas medidas ahuyentaban las inversiones extranjeras (lo que resultó falso). Era ‘populista’ recuperar el papel del Estado en la economía, porque el Estado era ineficaz comparado con la empresa privada (otra falsedad). Eran ‘populistas’, en fin, las medidas que favorecían a los desheredados, porque éstas fomentaban la vagancia, endeudaban al Estado e hipotecaban los recursos del país, recursos que, por supuesto, debían ir a la siempre eficiente iniciativa privada.

El uso y abuso del término lleva a obviar análisis serios del tema, como el hecho de que partidos políticos que dicen rechazar toda forma de populismo han ganado elecciones recurriendo intensamente al populismo, si discurrimos que ser populista es seducir a la población con promesas que nunca se cumplirán. No hay partido político libre de ese pecado, aunque algunos hayan batido, una o varias o siempre, los listones más altos en cuanto a incumplimientos. En1982, un partido de cuyo nombre no quiero acordarme, presentó un programa electoral que es, posiblemente, el mejor ejemplo de populismo español: «luchar contra la inaceptable desigualdad social, cultural y económica»; 800.000 puestos de trabajo; rebajar la edad de jubilación a 64 años; jubilaciones anticipadas a los 59 años; luchar frontalmente contra el fraude y la evasión fiscal; defensa de las empresas públicas «como instrumentos fundamentales para la creación de puestos de trabajo y el logro de un desarrollo estable»; «filosofía contraria a la política de bloques militares» y separación de España de la OTAN, etc.

Todos, o casi todos, sabemos en qué terminó aquello. No hubo 800.000 empleos nuevos, sino que se perdieron en dos años 600.000 empleos más; la política del «pelotazo» dio lugar a corrupciones generalizadas; las desigualdades se dispararon; se privatizaron buena parte de las mejores empresas públicas y España entró en la OTAN. Mayor engaño, imposible. Esto es historia y lo usamos a título de ejemplo, pero sirve para recordar aquello de que quien esté libre de pecados, que tire la primera piedra.

Los años de prosperidad en la década de los 90 y primera del siglo XXI fueron una fantasía, de la que España despertó perpleja, confundida y arruinada. Las reformas económicas, con marcado carácter ideológico, en vez de fortalecer al Estado y al país, habían corroído sus cimientos. La euforia de aquellos años hizo que muy pocos se preguntasen o pusieran en duda lo que parecía el milagro económico que España llevaba siglos esperando. Así, pocos inquirían por qué, de repente, después de la entrada del euro, en España empezó a construirse más que en toda la Unión Europea. Un delirio popular y populista barrió el país, como reflejarían centenares de megaconstrucciones: aeropuertos sin aviones, centros culturales ciclópeos, autovías a ninguna parte… Era la versión moderna de las ciclópeas festividades circenses de los emperadores romanos, de los primeros en hacer del circo y las megaconstrucciones una política de Estado.

La paranoica fiebre inmobiliaria arrastró al país y, al final, terminó devorándolo. ¿Qué era aquello sino populismo del peor signo elevado a dogma económico y político? Porque detrás de la acusación de populismo subyace otro concepto: la irracionalidad. Se dice que los populismos conducen al desastre económico porque no saben administrar la economía. Lo sucedido en España ¿qué fue sino la irracionalidad dirigiendo los bienes públicos? ¿Pueden decir esos gobernantes que supieron administrar la economía?

La euforia estalló como bomba de neutrones: bancarrota general del Estado, autonomías y ayuntamientos; endeudamiento astronómico del país, cinco millones de desempleados, desahucios masivos, indigencia, una generación entera condenada al exilio económico, al paro o a trabajos basura y una corrupción rampante, por mencionar sólo los resultados más terribles de aquellos colosales disparates. Sin olvidar el involucramiento de España en cuatro criminales guerras de agresión, de Yugoslavia a Libia, que dejaron centenares de miles de muertos, decenas de millones de refugiados y cuatro países destruidos hasta los cimientos. Como guinda, la expansión fatal del terrorismo islamista, de Afganistán a Nigeria. Si eso es gobernar con seriedad, prudencia y capacidad, más vale persignarse.

De guinda, han convertido a España en una plutocracia, donde veinte multimillonarios disponen de más recursos que 14 millones de ciudadanos (30% de la población). La concentración acelerada de riqueza en un puñado de manos nos está arrastrando al totalitarismo capitalista más brutal, donde la democracia será, como en el siglo XIX, un ramplón y simple sainete. La ciudadanía podrá votar lo que sea, pero será un puñado de plutócratas los que, en última instancia, decidan y marquen los destinos del país.

La descalificación por la descalificación tiene otra consecuencia: evitar la discusión a fondo, sin subterfugios, de las propuestas de gobierno de cada partido político. La postración actual de España es prueba de que las políticas practicadas durante más de dos décadas, además de estar agotadas, han fracasado estrepitosamente. Frente a ese fracaso ¿qué ofrecen los partidos tradicionales? Hasta la fecha un más de lo mismo, pidiendo a la población que imite a Job y espere a que Yavé Dios-FMI dicte desde su cielo las soluciones. Pero lo dice el refrán: no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista. Y los refranes, según la RAE, son expresiones de la sabiduría popular.

Augusto Zamora R. es Profesor de Relaciones Internacionales

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.