Hubo un tiempo, no tan lejano, en que las cosas estaban claras, o cuando menos en su sitio. Las cosas de la vida, de la muerte y del acontecer diario; las creencias, las utopías y hasta el lugar que uno ocupaba en el mundo; todo estaba en su sitio. Usted sabía a qué atenerse en […]
Hubo un tiempo, no tan lejano, en que las cosas estaban claras, o cuando menos en su sitio. Las cosas de la vida, de la muerte y del acontecer diario; las creencias, las utopías y hasta el lugar que uno ocupaba en el mundo; todo estaba en su sitio. Usted sabía a qué atenerse en esta vida. No digo con ello que servidor justifique ahora cierto inmovilismo social determinista. Ni apuntille aquello de «cualquier tiempo pasado fue mejor». No. Usted, como yo, y mucha gente por detrás, sabíamos las reglas del juego, las conocíamos y así nos dispusieron. Desde las más trascendentes a las más absolutamente triviales. En ese tiempo, no hace mucho todavía, uno tiene 52, vivíamos protegidos de las contradicciones que la vida nos deparaba. Y las resolvíamos al grito de ¡proletarios del mundo uníos! o eslóganes similares. Nunca estuvimos expuestos a la intemperie intelectual del momento, sabíamos a qué atenernos y la duda, excepto la cartesiana, no estaba presente en nuestras biografías. Uno militaba y sabía por qué y para qué, uno tenía fe, el que la tenía, y le servía para interpretar los designios del pasado, del presente y hasta del futuro. El destino no era un juego trucado y el presente sucedía al pasado. Porque la historia aún conservaba un fuerte nexus histórico sin altibajos. En definitiva, estábamos armados, nuestro yo era un yo fuerte y sin fisuras y, si éramos rehenes, al menos sabíamos el precio del rescate. Otros vivieron tiempo callados, pero el silencio nunca les sirvió como profiláctico. Muchos sufrieron la pobreza y el poso de las guerras, pero nunca se sintieron usureros de sí mismos. Porque el yo, pese a ser menos conocido, estaba blindado ante la adversidad, la cual formaba parte del destino. No apuesto por una vuelta a los años 60, ni al los 70 ni tan siquiera a los 80. Uno quiere quedarse donde está, donde le ha tocado vivir y resolver este conflicto a cara descubierta. Pero cuesta. ¡Joder que si cuesta ¡ Sobre todo porque cada vez las herramientas para procesar y resolver nuestras contradicciones son menos poderosas. Y también más ajenas a nosotros mismos.
Y es que ese yo fuerte y cartesiano se ha fragmentado en mil pedazos y nadie sabe a qué atenerse. Su vida, la de usted y la mía, es un itinerario a la deriva que puede recalar en varios puertos, reconstruirse decenas de veces y reinventarse en sucesivos yoes edificados sobre los restos de no pocos naufragios o sobre los numerosos saldos vitales de nuestra existencia. Un autor, Z. Bauman, lo ha llamado a esto sociedad líquida, frente a la consistencia sólida del pasado. Uno personalmente diría que estos tiempos parecen gaseosos. Y no porque se imponga, entre otras cosas, el gusto gastronómico por la cocina al vapor, impulsada por la fiebre de lo asiático, sino porque pareciera que la vida se nos escapa, pese al intento de llenarla, en un par de suspiros. Y es que ya no hay certezas, cómo si éstas estuviesen reñidas con la verdad, esa verdad que parece prescindible en cada uno de nuestros actos y opiniones. Esa verdad que la posmodernidad filosófica y política desterró de nuestras creencias y prácticas vitales. Como si el engaño, la trampa o el artificio fueran los referentes morales de nuestra época. Por eso, frente a los deseos cumplidos de nuestros abuelos, de su autocomplacencia sincera con su vida, hoy sucumbimos ante los deseos del porvenir. Y frente a aquel yo fuerte, una mitad de nosotros mismos no se aguanta y la otra se desmorona en busca de aliados con los que pactar la insoportable incertidumbre. No nos toleramos y mucho menos soportamos a los demás, a los que nos pueden hacer sombra, a los opositores políticos, al vecino, al compañero malencarado, al tocagüevos de turno, a casi todo el mundo. Amantes de lo liviano, lo frágil y de lo que no requiera complicaciones, sufrimos la opresión de la actividad permanente y el silencio nos descompone porque hemos sucumbido a la tiranía de la perpetua felicidad por decreto. Aquí quien no es feliz es un fracasado y quien no aspira al triunfo, un irresponsable, un desencantado y un desinstalado social. Sometidos a la euforia perenne, nuestro frágil yo se desperdicia en la búsqueda incesante de la felicidad. Pero ésta no es un destino. A lo sumo un instante supremo cargado de un néctar naufragado . Libros de autoayuda, consultas al psiquiatra y una constante medicalización y automedicalización sustentan los pilares de los nuevos malestares, desazones que hoy solo se explican empujando nuestra vida y nuestro presente contra nosotros mismos. Y entonces solo nos resta buscar en nuestras biografías las causas de nuestro fracaso para explicarnos el asqueroso sentido de nuestra existencia. Quizá ello se explique porque la posmodernidad ha primado al yo sobre aquel nosotros revolucionario el cual, a estas alturas, se encuentra vaciado de texto y de contexto. Y surge la impotencia en nuestros proyectos políticos y sentimos que esa es la causa de nuestra nueva alienación. Porque pareciera que no hubiera posibilidad ya de repolitizar el conflicto social y personal. Y eso que lo vemos todo. Todo está a la vista: la miseria, las mentiras, la tortura, la explotación sistemática, la corrupción. Y sin embargo no tenemos nada nuevo que añadir ante este capitalismo flexible, camaleónico y trilero. Nada que nos haga interpretarlo y nos sirva para recomponer la impostura que padecemos.
Dicen que los tiempos son más blandos, así que la dureza quizá se encuentre en otro sitio. Por eso encarar la crítica no es nada fácil. Tal vez porque ésta no pase ya por el mejor análisis, ni la palabra más adecuada, ni la propuesta más revolucionaria. Quizá pase por la subversión de la propia vida para que el mundo no siga siendo el mismo.
Mientras tanto, para superar esta extorsión íntima y permanente, desconocida y absolutamente inabarcable, celebramos lo tenue, buscamos la comodidad de la autocomplacencia, esa que nos reconforta la buena conciencia en la equidistancia infinita de nuestro proceder cotidiano. Nuestro débil yo, privatizado y desprotegido de toda consistencia, se refugia en un victimismo irresponsable donde nada es asumido como consecuencia de nuestros propios actos. Y así vivimos, instalados en un dolorismo quejoso, en una pasión perpetua aunque gocemos de múltiples placeres inapreciados. Porque no es menos cierto que hemos construido una realidad antitrágica donde nada ocurre. Nada que nos conmocione definitivamente. Porque ésta está expurgada de sentido y de destino. Porque el derecho a todo y por encima de todo nos ha deconstruido.
Chirbes, ese escritor radical, dice algo así como que la permeabilidad absoluta es el desconcierto y una sociedad desconcertada está condenada a la ruina. Vivimos embozados en ese yo desarmado, en ese yo privado de su propia existencia, y no nos explicamos la causa de nuestra impotencia. Una impotencia que hay que radicalizar personal y socialmente. Hacerla política. Y eso solo es posible si definitivamente abandonamos la culpabilidad y el cinismo y encaramos políticamente nuestras debilidades, esas que ese yo desarmado no sabe gestionar ni procesar. Porque nuestros cuerpos y almas han sido absolutamente privatizadas.