Discuten sobre el número real o imaginario de representantes políticos, cuántos miembros de partidos políticos ocupan o deberían ocupar cargos electos o puestos en la administración. En la carrera por ver quién rebaja más sus sueldos o por quién elimina más puestos, la crisis de la representación no se resuelve, sino que se reformula. Lo […]
Discuten sobre el número real o imaginario de representantes políticos, cuántos miembros de partidos políticos ocupan o deberían ocupar cargos electos o puestos en la administración. En la carrera por ver quién rebaja más sus sueldos o por quién elimina más puestos, la crisis de la representación no se resuelve, sino que se reformula. Lo que interesa es el gasto público, no la democracia: preferirían que ésta fuera censitaria, es decir, que nuestro sistema político pasara de ser oligárquico a puramente aristocrático, y que los recursos de todos se destinasen a los autoproclamados mejores (aristoi).
Dicen que hay demasiados políticos. Pero en realidad hay demasiados pocos. La representación teóricamente vincula, pero fundamentalmente separa a gobernantes y gobernados, y la participación en los asuntos públicos termina siendo cosa de una minoría, que se especializa en la gestión del Estado, en los modos de acceder a sus órganos de dirección y mantenerse en ellos. De este modo se usurpa y se corrompe el término «político», un poco como cuando los estadounidenses se reservan en exclusiva el término «americano».
Pero si la política es la ética de la vida colectiva, y su objeto es la comunidad buena (o el buen gobierno) de los seres humanos asociados, siguiendo las expresiones aristotélicas del fallecido Paco Fernández Buey, la política no puede considerarse una profesión. Desde esta perspectiva, no podemos no estar interesados en la política, que no tiene nada que ver con la guerra de marionetas que escenifica la prensa. El mero interés tampoco basta. Todos y todas deberíamos tener la posibilidad de participar en múltiples formas y niveles en las cuestiones colectivas que afectan a nuestras vidas. Esta posibilidad se ha limitado tanto que el expolio financiero actual refleja una crisis constitucional. Y la representación ya no es capaz de digerirla.
Para que la participación no sea mera posibilidad y podamos realmente hacer política deberíamos poder tener cubiertas nuestras necesidades básicas; disponer del tiempo suficiente para el encuentro y la conversación con los demás; y cultivar la pasión por estar y actuar juntos. No es que haya que esperar para que esto sea así, la protesta y la revuelta también es hacer política. Pero en una democracia real las instituciones que transformemos o que creamos deben asumir esos tres aspectos.
En primer lugar, frente la crítica de las derechas de la «subvención» -versión reduccionista y condicionada, es cierto, de lo común- cabe contraponer una crítica del Estado pero también de la servidumbre voluntaria de la relación salarial. La renta básica universal e incondicional no tiene por tanto nada que ver con una ayuda social a los desempleados -versión preferida por los partidos- sino que se presenta como condición previa de ciudadanía. En segundo lugar, sorprende cuánto se ha insistido en la conciliación de la vida laboral y la familiar y cuán poco en la conciliación de la vida laboral y la política. Está bien la denuncia del activismo de fin de semana o del clickactivismo, pero deben complementarse con una mayor reflexión sobre el trabajo. Y tercero, sin pasión ni alegría no hay potencia ni acción, no hay apetito por la democracia. El amor político, como el de la pareja, hay que cuidarlo y esto exige un esfuerzo que debe ser placentero. En los albores de la era neoliberal la Comisión Trilateral entendió perfectamente cómo era necesario enfriar esa pasión para asegurar el mando. En España el general Franco la mató literalmente para acto seguido sugerir que no nos metiéramos en política, «consejo» que sigue pesando como una losa. Hoy son las estructuras representativas de los sindicatos tradicionales y de los partidos políticos las que actúan como si su principal cometido fuera contener la pasión política, que hay que ir a buscar afuera o en sus márgenes, en los movimientos contestatarios que piensan y se mueven en red. La alegría va más allá que la indignación, aunque todavía haya quien piense que la política solo deba hacerse con el ceño fruncido o desde el derrotismo ilustrado.
Faltan, pues, políticos, aunque todos seamos animales políticos. Afortunadamente, desde el año pasado hay más, pero no es suficiente. Que haya que ir pasando página a la representación que fundamenta el constitucionalismo liberal no significa que deje de haber representantes sino que, cuando estos sean necesarios, no puedan situarse por encima de los demás ni pretendan encarnar voluntad general alguna. Todos deberíamos devenir políticos y hacer política. No para ganarnos la vida con ello. La propia supervivencia física debería estar garantizada colectivamente de antemano. Debemos hacernos políticos y hacer política para liberar tiempo y pasión con los que procurarnos una vida buena en común. Debemos ser politicos y hacer política para, en definitiva, ser más humanos.
Fuente: http://www.javierortiz.net/voz/samuel/demasiados-pocos-politicos