Observar la progresiva descomposición del actual sistema político y económico (donde los Estados renuncian a su propia soberanía y claudican ante las medidas de ajuste dictadas por organismos económicos como el FMI, el BCE o la CE), así como los consiguientes abusos que de manera sistemática recaen sobre la colectividad más vulnerable, no pueden más […]
Observar la progresiva descomposición del actual sistema político y económico (donde los Estados renuncian a su propia soberanía y claudican ante las medidas de ajuste dictadas por organismos económicos como el FMI, el BCE o la CE), así como los consiguientes abusos que de manera sistemática recaen sobre la colectividad más vulnerable, no pueden más que acrecentar mi indignación, compartida con ese 99% del que formo parte.
La presente situación me ha traído a la memoria aquellas clases de mi profesor de Sistemas políticos comparados, quien nos explicaba que el marco político del Estado moderno es la democracia, porque teóricamente permite la participación y reflexión colectiva en la toma de decisiones del propio Estado, en cuya conformación se encuentran representantes de la voz popular. Grosso modo.
Hoy, sin embargo, al leer la prensa nacional e internacional solo puedo constatar que aquello que un día estudié es ahora una siniestra caricatura de si mismo. Pareciera que vivimos en un limbo que no reconocemos; un sistema en declive que trata de mantener su hegemonía por todas las vías posibles, valiéndose de la dominación del poder económico y militar que ostenta. Me gustaría creer que nuestra generación vive el comienzo del fin de este sistema creador de desigualdades sociales, pero para que esto no sea una mera utopía es necesario contemplar el derrumbe de esta democracia falaz, que es como la conocemos actualmente.
En teoría, la democracia garantiza la soberanía popular, las libertades individuales y colectivas, y la igualdad ante la ley, todo ello bajo un sistema de mediaciones institucionales entre la sociedad civil, el sistema político y el Estado. Basado en un conjunto de normas y procedimientos, el sistema debe generar una dinámica inclusiva en la toma decisiones, donde no se deje de lado a las minorías. Todo ello llevado a cabo por un conjunto de representantes (revocables) de los intereses de la colectividad.
Entonces, en un sistema democrático importa la participación, directa o indirecta, del mayor número posible de personas para la toma de decisiones y para la creación y transformación de las instituciones sociales. Lo importante es que los ciudadanos sean los actores de cambio y de construcción del orden social. Y para lograrlo la democracia debería responder en primera instancia a dos exigencias fundamentales: la limitación del poder del Estado y la atención real a las demandas de la ciudadanía.
Cada día contemplamos como los Estados son doblegados por etéreas fuerzas económicas y por instituciones transnacionales como el Fondo Monetario Internacional o la troika en el caso europeo. El objetivo es debilitar el Estado de Bienestar, haciendo recaer sobre la ciudadanía todos los ajustes y recortes que garanticen sus intereses económicos y su visión ultraliberal del modelo de Estado.
Unos cuantos banqueros y políticos que vieron en negocios de alto riesgo la posibilidad de invertir el dinero de la ciudadanía, son los mismos que ahora buscan que la colectividad pague su irresponsabilidad, en un juego sin límites ni barreras.
La ciudadanía, por otra parte, se encuentra disgregada e indefensa, cercada en su acción y participación colectiva con leyes que limitan la manifestación de demandas y críticas a las decisiones gubernamentales. Esto ocurre desde los Estados Unidos hasta Europa. Pongamos como ejemplo el Estado español donde el gobierno derechista del Partido Popular pretende demonizar (o quizás penalizar) algunas expresiones de resistencia pasiva.
Otra parte de la población aún adormecida, sólo puede estremecerse en su puesto de trabajo ante la continua pérdida de derechos. La clase media trabajadora, atada a las responsabilidades del sistema económico (préstamos, hipotecas, créditos) y conmocionada por una crisis que no tiene fin, se ve incapaz de reaccionar ante el miedo de perder lo poco que le van dejando.
Finalmente, están aquellas personas que ante la dificultad se lanzan a las calles a manifestar su inconformidad con un sistema que perpetúa y agranda la injusticia social. ¿Qué ocurre con este grupo de personas? Se organizan en torno a diferentes iniciativas de base que pretenden retomar las bondades del sistema de participación ciudadana y reformar el modelo de toma de decisiones de los sistemas políticos actuales, recordando que la democracia implicaba contar también con sus opiniones.
En el Estado español, las medidas de ajuste del déficit y sus costes, son asumidos por la colectividad, mientras que el Gobierno se mantiene en esferas de poder diametralmente opuestas a las necesidades de la población. Anclados en el bienestar de su propia casta y con la visión del «aquí no pasa nada», apoyan fervientemente un conjunto de medidas que implicarán la ruina de la clase media, la falta de representación de la población y, en consecuencia, la defunción de la democracia.
Así, tenemos Estados que benefician emporios transnacionales, que financian guerras, que toman decisiones sin consultar a la población… Todo ello en un paisaje poblado por élites económicas, leyes de excepción, desahucios, trabajadores atemorizados y una ciudadanía presa de la conmoción y la confusión. Un escenario en el que los representantes políticos, sin relación alguna con la ciudadanía, profundizan la brecha de la desigualdad social, disminuyen el poder adquisitivo a las clases medias y bajas, privatizan la sanidad y cierran servicios sociales. Para lograr todo lo anterior se suma la inestimable labor de los medios de comunicación que no dejan de ser meros dispositivos al servicio del poder.
Entonces, ¿dónde está la democracia? Parece evidente que cada vez más alejada. No obstante, me inclino a pensar que esto es el principio del declive de un sistema político y económico que se resquebraja por las mismas fallas que sus condiciones de desigualdad e injusticia social han ido generando y que ya no pueden ser soportadas por su elemento de distensión: la democracia. El engaño es ya insostenible, difícilmente la democracia, tal y como la conocemos, puede ser hoy verdaderamente ejercida en sus tres campos de acción: sociedad civil, sistema político y Estado.
La democracia ya no beneficia al sistema por ello desde las esferas de poder se elaboran nuevas leyes y modos de acción política para neutralizarla. Múltiples posibilidades se abren ante el inexorable conflicto entre democracia y poder, que en sus extremos podría pasar o bien por el triunfo y el sometimiento a esta ‘mercadocracia’, o bien hacia la transformación radical en un modelo justo, democracia real, basado en una toma de conciencia colectiva producto de las nuevas luchas sociales y políticas.
Quizás este escenario tétrico que vivimos hoy en día, sea el caldo de cultivo para el nacimiento de un sistema diferente, de un nuevo modelo que se geste en las calles, en las plazas, en los centros sociales, en las organizaciones de base y en las cabezas de muchas personas que día a día trabajan y luchan, mediante una acción social participativa, para recuperar el poder que les ha sido usurpado por la élite gobernante. Grupos que se encuentran educando, reflexionando y trabajando sobre nuevos y viejos entendimientos de justicia social y comunidad, permitiendo crear conciencia colectiva en las clases medias, recordando que la lucha, la democracia y el sistema se construyen desde abajo, con la gente y sus ideas. Hoy, al igual que ayer, lo que está en juego es algo muy valioso: nuestros derechos y nuestras libertades.
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