Con la suspensión cautelar de la ley de consulta catalana y de la convocatoria de la consulta del 9 de noviembre, y a la espera de su anulación definitiva, el Estado español ha decidido suspender un atisbo de democracia en Cataluña. Es decir, no solo allí, como es posible que pronto comprueben los canarios. Tanto […]
Con la suspensión cautelar de la ley de consulta catalana y de la convocatoria de la consulta del 9 de noviembre, y a la espera de su anulación definitiva, el Estado español ha decidido suspender un atisbo de democracia en Cataluña. Es decir, no solo allí, como es posible que pronto comprueben los canarios. Tanto el gobierno como esos garantes mohosos del Estado profundo que son el Consejo de Estado y el Tribunal Constitucional consideran que los representantes electos no pueden consultar a los ciudadanos sobre asuntos públicos, ni siquiera de manera excepcional en asuntos de gran trascendencia, si no es siguiendo una interpretación restrictiva y muy nacionalista de la ya de por sí encorsetada Constitución de 1978. Así, la participación política a la que se refiere el artículo 23.1 de la Constitución solo podrá cualificarse como referéndum cuando pueda imputarse «a la voluntad general del cuerpo electoral» español. El referéndum es además una excepción a la regla de la representación cuya convocatoria o autorización -para el caso autonómico- se reserva al gobierno del Estado.
La justificación del Consejo de Estado en sus dos dictámenes (sobre la ley de consultas y sobre la consulta en sí) es a este respecto muy explícita. El principal problema de la ley de consultas aprobada en Cataluña sería que invoca al pueblo catalán como titular del poder político, cuando según el Estado no cabe otro pueblo que el español. Como ya advirtiera el Tribunal Constitucional a propósito del denominado Plan Ibarretxe o del fallido Estatuto de Cataluña de 2006, la «soberanía nacional y, por ende, el poder constituyente, reside en el pueblo español y no en una parte del mismo«. Los ciudadanos de Cataluña no pueden confundirse con el «poder soberano«, que se concibe como «la unidad ideal de imputación del poder constituyente y como tal fundamento de la Constitución y del ordenamiento«. De este modo llegamos al párrafo clave:
«la celebración de una consulta en la que se solicita a los ciudadanos de Cataluña que, a través de su voto, se pronuncien sobre la creación de un Estado catalán independiente, supondría aceptar que una fracción del cuerpo electoral (los españoles con vecindad administrativa en la Comunidad Autónoma de Cataluña) pudiera, en hipótesis, abrir un auténtico proceso constituyente -facultad que sólo corresponde al sujeto que ostenta la condición del poder soberano, que es el pueblo español en su conjunto (artículo 1.2 de la Constitución)- dirigido a vulnerar uno de los fundamentos del orden constitucional, como es la unidad de la Nación española (artículo 2 de la Constitución).«
Lo que aterra es, pues, la apertura de un proceso constituyente que pueda romper con la camisa de fuerza que tanto les ha costado elaborar. Ya sea en Cataluña o en el conjunto del Estado español. Porque según la Constitución y sus guardianes, solo cabrá un proceso constituyente si se refiere al conjunto de los ciudadanos españoles, aunque en realidad a estos tampoco se les permita iniciarlo. La reforma constitucional solo es posible cuando la promueven sus representantes en las Cortes mediante un complicado procedimiento. Este es el «atado y bien atado» al que se refiere la mafia del régimen cuando apela a su legalidad y al Estado de su derecho.
Se evidencia así que el principal papel de la vigente constitución -en realidad, de toda constitución liberal moderna- es la contención del poder constituyente de la multitud -o si lo prefieren, de la gente- en la figura unificada del pueblo soberano, que solo existe en tanto que representado. A este respecto resulta irónico que se apele a la soberanía -de uno u otro titular- para expresar el poder de la ciudadanía, cuando aquella lo que hace es justamente limitarlo. Sin embargo, si las revueltas y las revoluciones -fallidas o no- han demostrado algo es que el poder constituyente no reconoce límites temporales ni espaciales. Estos son impuestos por los poderes constituidos, que en Europa se configuran a distintos niveles. Pese a ello, siempre habrá fugas transversales, viralidades incontrolables, destituciones y reapropiaciones. Especialmente en tiempos de crisis constitucional como el que vivimos. El poder constituyente -la democracia en su intrínseca radicalidad- no necesita ser reconocido por la constitución. No es resultado de la misma, sino su fundamento. No puede reconducirse a una «unidad ideal de imputación», sea cual sea ésta, porque es irreductible heterogeneidad.
Así las cosas, resultan patéticos y engañosos aquellos representantes que, al tiempo que ceden y aceptan la necesidad de una consulta, se afanan por buscar el beneplácito de la legalidad que la potencia constituyente vuelve caduca. Obviamente, ellos, corresponsables del deterioro democrático, van a lo suyo, que es su supervivencia política. En cuanto al Estado, si no quiere preguntas, aunque estas se formulen adaptadas a su paladar, tendrá como respuesta más democracia. Y esta solo se obedece a sí misma.
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