El imperialismo, con EE.UU. a la cabeza, ha tomado la democracia como figura central de su propaganda ideológica y trata de imponer como único sistema legitimo su modelo constitucional. Hay que rescatar el concepto de democracia para los pobres y movimientos populares e insistir en que para ser verdadera tiene que ser participativa y tiene […]
El imperialismo, con EE.UU. a la cabeza, ha tomado la democracia como figura central de su propaganda ideológica y trata de imponer como único sistema legitimo su modelo constitucional. Hay que rescatar el concepto de democracia para los pobres y movimientos populares e insistir en que para ser verdadera tiene que ser participativa y tiene que abarcar todos los aspectos de la vida política, social, económica y cultural.
El Propósito de una democracia revolucionaria debe ser el desarrollo en plenitud, tanto individual como colectiva, del ser humano.
Encuentro Mundial en defensa de la Humanidad. Caracas
La democracia de manual para implantación en todos los rincones del mundo se perfila y rellena alguna de sus grietas. De vez en cuando los pueblos pueden quebrar ese poderoso corsé de hierro que los convierte en instrumentos pasivos para la legitimación permanente de las élites, y el sistema de poder tiene que hacer los reajustes necesarios para que tal cosa sea revertida y para que un proceso de popularización de la democracia formal sea de nuevo imposible. Los EEUU se han autodefinido como jueces absolutos de la calidad democrática, de la implantación de la Libertad, y del respeto a los Derechos Humanos en todos los países del mundo.
La democracia del «consenso de Washington» -«del imperio de Washington», debería llamarse- tiene características muy definidas. Se trata, desde luego, de una democracia con programa único, en gran parte implícito, que comparten todos los agentes del sistema político en cada país, y en todos los países «democratizados» del mundo, y que no es cuestionado en los procesos electorales.
Mercocracia para el gobierno de las élites es uno de los términos que podrían definir realmente la «democracia modelo» según imperio de Washington. La perfección absoluta es la que presenta dos opciones casi idénticas que se disputan un mercado electoral-informativo totalmente cerrado. Ese es el resultado final, acabado, de una «democracia profundizada hasta sus raíces», la democracia que expanden los EEUU por el mundo.
A esa democracia de programa único, cerrada y con tendencia bipartidista -en países con una historia intensa de conflictos sociales es necesario algún partido testimonial- le suele añadir Falsimedia una exigencia significativa, la de «estabilidad política», una idea que sin duda condensa toda la función del sistema político. Tales son los términos que definen la «democracia modelo» según imperio de Washington.
Según este concepto de democracia, cualquier alteración del programa único: régimen representativo -en realidad nada representativo sino establemente representado-, mercado electoral como única forma participativa, oligopolio empresarial de los medios de comunicación, privatizaciones, libertad empresarial, etc. -muy asimilado por la izquierda institucional-, constituye base suficiente para la acusación de «populismo», un terrible delito que ha entrado ya en el lenguaje habitual de los centuriones imperiales y en el código militar represivo, para uso externo, de los EEUU.
El derecho individual es estar en este jodido mundo
Tal ha dicho hace meses, en discurso ante el Congreso de los EEUU, nada menos, el general James T. Hill, por entonces jefe del Comando Sur encargado de la vigilancia de América Latina. El general pentagonal transmitió a los legisladores la alarma provocada por lo que el Pentágono y el Consejo de Seguridad Nacional llaman el «populismo radical».
El diagnóstico de Hill fue muy preciso. El «populismo radical» nace de la profunda frustración que se deriva del fracaso de las «reformas democráticas» de los últimos lustros en la tarea de satisfacer las necesidades de la población, y de «la observación de las desigualdades sociales y económicas». Esas necesidades insatisfechas generan -cosa que lamenta el jefe del Comando Sur- una fuerte demanda contagiosa: «los líderes se ven obligados a prestar atención a los reclamos de las bases». La obligación de atender las demandas de los ciudadanos que no pueden satisfacer las necesidades básicas es una responsabilidad incompatible con el buen ejercicio de la democracia globalizada. Sabido es que la mínima intervención estatal en la vida de las gentes es un atentado contra la Libertad.
El «populismo radical», del que se deriva una política de satisfacción de las necesidades básicas de la población: alimentación, asistencia médica -especialmente para los niños- alfabetización y educación, vivienda, trabajo, es una amenaza emergente perfectamente caracterizada por los estrategas de los Estados Unidos. Esta amenaza «socava» -dice el general Hill, es decir el Pentágono, o lo que es lo mismo el gobierno permanente de los Estados Unidos- el proceso democrático «al reducir, en lugar de incrementar, los derechos individuales».
Prodigiosa declaración de principios que debería permanecer para siempre en las portadas de todos los medios de comunicación. Enuncia el principio fundamental del orden mundial que defienden nuestros líderes políticos: el único derecho individual -en realidad el único derecho ya que no existen los derechos colectivos- es el de actuar libremente en el mercado, nadie puede alterar la distribución de bienes y servicios que realiza el mercado sin menoscabar ese sagrado derecho individual.
Tal es el principio que orienta la política intervencionista de Washington. Sus consecuencias son terribles. A nadie puede extrañar que la muerte de 5 millones de niños, el hambre de mil millones, no represente ningún reto político en el mundo en proceso de globalización por el Imperio.
El memorable discurso de James T. Hill, general de los Estados Unidos, expresa también una desconfianza radical ante la movilización social y la participación política de las clases populares. El discurso social del capitalismo sin resistencia tiene una claridad asombrosa. Las demandas sociales y la participación ciudadana «socaban el proceso democrático» y «reducen los derechos individuales». Las primeras son siempre personales y sólo pueden manifestarse en el mercado, la participación ciudadana, también individual, tiene que reducirse al ejercicio, cada vez más mercantil, del voto. Cuando las demandas sociales derivadas del hambre, la marginación, el desamparo, las carencias básicas de cuidados médicos y de educación, son planteadas colectivamente, alteran la «libertad económica» que es, no lo olvidemos, y según dice el principal documento estratégico de los Estados Unidos, un «principio moral». (1)
La democracia según «imperio de Washington» no tolera la participación política del pueblo y no se puede ejercer para resolver los problemas sociales de la gente.
El jefe del Comando Sur acusó ante el Congreso a los líderes del «populismo radical» de alentar el sentimiento popular contra los Estados Unidos. No le faltaba la razón al bueno de James T. Mill, pero el odio a los gobernantes de Washington es mucho más espontáneo de lo que dice el general cuatriestrellado, no necesita de estímulo alguno. Las políticas que responden a las demandas populares tienen que enfrentarse no sólo al recelo inmediato de los Estados Unidos sino a los intereses económicos norteamericanos.
Democracia pero menos
Así que la exigencia de Washington en relación con la «democratización» es tan concreta y restrictiva como la de hace algunos años. Democracia sí, pero «democracia no populista», es la nueva receta política de los EEUU para el triunfo de la Libertad en el mundo.
No sólo la derecha sino también la «izquierda» institucional ha recogido rápidamente el concepto pentagonal y se ha apresurado a utilizarlo contra todos los procesos políticos en los que los dogmas neoliberales son cuestionados. Éste es el caso particular de la Venezuela de Hugo Chávez.
Incluso en sectores de la izquierda «instituida» -que suele ocupar el lugar de comparsa en el extremo parlamentario- la aceptación de la legitimidad democrática de Chávez ha recorrido un largo camino y todavía hoy tiene carácter transitorio. Se mantiene con las reservas a punto y a la espera de que lleguen las «presiones insoportables». Se ha producido después de un período largo de deslegitimación violenta apoyada por la totalidad de Falsimedia: golpe mediático-militar del 11 de abril de 2002; intentos de imposición de firmazos fraudulentos como exigencias legítimas para la renuncia inmediata de Chávez y como pruebas de ilegitimidad del presidente de Venezuela; boicot y sabotaje petrolero y alimenticio; guarimbas que sembraban de muertos las calles de Caracas; intentos de falseamiento de la recogida de firmas para convocar el referéndum revocatorio, cuando dos triunfos electorales clamorosos y sucesivos, el referéndum revocatorio y las elecciones regionales-municipales, han destrozado la lógica de la ilegitimidad del gobierno de Chávez. (2)
La realidad es que Chávez, con nueve triunfos electorales, triunfante en la «batalla de Santa Inés», ha proporcionado una cobertura suficiente para que la izquierda vencida y acobardada, que sólo habla cuando la dejan, no pueda ser fácilmente hostigada por los partidos que han apoyado claramente el golpe de estado y los continuados intentos de derribar al presidente democrático de Venezuela.
En nuestro país los partidos del turno han condenado a Chávez y apoyado el golpe. El PP de manera directa, desde la jefatura del gobierno. El PSOE a través de dos de sus «portavoces» cualificados: Felipe González -que en aquél momento hablaba como líder incuestionable tal como ahora lo hace Aznar en el Partido Popular- y Trinidad Jiménez la secretaria de Relaciones Internacionales del partido. Izquierda Unida se ha mantenido en las aguas de la «legitimidad a prueba», sin levantar mucho la voz en defensa de la democracia bolivariana, calificando en susurros -tal vez para justificar la indiferencia-, como «populista», a Chávez.
Lo único nuevo de las restricciones democráticas que tratan de imponer los Estados Unidos es el lenguaje justificativo y la casi general aceptación que tienen en nuestro tiempo. La democracia no sirve a los pueblos cuando no le sirve al Imperio. Es la fórmula que expresaron en tiempos distintos y con desiguales proporciones de brutalidad y cinismo dos secuaces insignes: Kissinger y James T. Hill.
Da lo mismo el respeto escrupuloso de las normas constitucionales. La enfermedad democrática está precisamente en el entusiasmo y la participación política masiva del pueblo.
En Venezuela se repitió, esta vez sin «guerra fría» ni amenaza comunista, la misma situación que en el Chile de Allende, con Powel y Bush ocupando los infames lugares de Kissinger y de Nixon.
Chávez condenado por el Imperio
Señalando sobre las Tablas de la Ley del Dios Mercado, los mandamientos de la democracia no populista, el «Gran Tribunal Imperial de la Libertad» ha condenado a Chávez.
El presidente de Venezuela es reo de un doble crimen.
En primer lugar, Chávez se ha propuesto eliminar las terribles carencias de la población más pobre del país: analfabetismo, paro, hambre, absoluta falta de asistencia sanitaria, marginación, que son en conjunto una herencia de la «estabilidad política» de la IV República. Para ello ha puesto en marcha las Misiones Barrio Adentro, Robinson I y II, Ribas, Sucre, Mercal y Vuelvan caras. Salud, educación a todos los niveles, alimentos y trabajo, una terrible intromisión en las leyes de la providencia-mercado. Eso ha provocado un gran entusiasmo y una fuerte demanda popular que integran ya el clima social de Venezuela con gran capacidad de contagio continental.
En segundo lugar, Chávez ha alterado el plácido equilibrio formal de las democracias representativas. Una enorme movilización social, que se hace organización en multitud de colectivos sociales de todo tipo, le ha dado sustancia a la democracia participativa y protagónica de la constitución venezolana. El pueblo se ha convertido en un agente político muy visible, innegable, de la democracia bolivariana, se ha tomado muy en serio lo del ejercicio continuo del poder soberano.
Y eso son palabras mayores.
(1). Así lo proclama el documento «La nueva estrategia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos».
(2) También, para la izquierda que «no quiere querer», es una situación intolerable… porque niega su único punto de partida y de llegada, la derrota aceptada, la renuncia a cualquier proyecto de transformación social.