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¿»Democracia» o democracia obrera?

Fuentes: Rebelión

Hay que tener mucho cuidado con la «democracia». Es una palabra demasiado usada, demasiado cargada (o vaciada) de significado. La mayoría sabe que su historia se remonta a Atenas y que el término puede traducirse como «poder del pueblo», y poco más… Desde hace un tiempo vengo leyendo algunos artículos de Joan Tafalla y Joaquín […]

Hay que tener mucho cuidado con la «democracia». Es una palabra demasiado usada, demasiado cargada (o vaciada) de significado. La mayoría sabe que su historia se remonta a Atenas y que el término puede traducirse como «poder del pueblo», y poco más… Desde hace un tiempo vengo leyendo algunos artículos de Joan Tafalla y Joaquín Miras acerca de la democracia. A partir del diagnóstico acertado y compartido, afortunadamente, por muchos comunistas de que el defecto formal de los regímenes del llamado «socialismo real» fue su falta de democracia, Tafalla y Miras han caído en el error de reducir la democracia a su aspecto formal. Se trata, por tanto, de una interpretación idealista de la democracia. Se trata del mismo error que Lenin, entre otros, criticara en el reformismo socialdemócrata de Kautsky y compañía, sólo que Tafalla y Miras no reivindican la «democracia representativa» (esa contradicción en los términos), sino la «democracia directa». Estos autores pretenden, además, fundamentar su posición en la de Marx, Engels y Lenin («aunque algunos «leninistas» lo hayan negado, existe una sólida teoría del Estado y de la democracia en Lenin», dice Tafalla en su artículo «7 ideas sobre política, democracia y construcción del sujeto revolucionario a principios de siglo»: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=21072. Pero lo que existe en Lenin es una sólida teoría del Estado y de la dictadura del proletariado o la democracia obrera). Advierto que no voy a hacer una crítica pormenorizada de los textos de Tafalla y Miras, lo que excedería el marco de un artículo. Pero, aunque no cite sistemáticamente sus artículos, debe entenderse que las posiciones que critico son compartidas por ellos.

Empecemos por el tema de la democracia ateniense. Como se sabe, la sociedad ateniense era una sociedad esclavista y patriarcal. En consecuencia, en Atenas los esclavos, las mujeres y los extranjeros estaban excluidos de la participación política. Por ello la democracia ateniense ha sido vulgarmente interpretada como una democracia limitada, en comparación con la «democracia moderna». Esta interpretación es promovida por la teoría política burguesa, que rechaza la existencia de las clases sociales, la explotación de una clase por otra y la lucha de clases. La democracia ateniense era una democracia directa (valga la redundancia). Las instituciones y procedimientos democráticos que encontramos en la Comuna de Paris de 1871 o en los soviets rusos (el mandato imperativo, la revocabilidad, la temporalidad, la rotación y la rendición de cuentas de los cargos públicos, etc.) ya se encontraban en la democracia ateniense, junto con otros que no encontramos en la Comuna ni en los soviets, como el procedimiento de elección por sorteo, utilizado casi compulsivamente en Atenas. Y, aun siendo una verdadera democracia, el régimen político ateniense era un régimen esclavista, patriarcal e imperialista. Lo que diferencia a la democracia ateniense y a los soviets rusos no es, ante todo, su aspecto formal, sino su contenido de clase. Para la teoría marxista, el Estado es el aparato de dominación de una clase sobre otra. La democracia es una forma de Estado (un régimen político) entre otras y, en tanto que tal, una forma de dominio de una clase sobre otra. Lo que distingue al régimen democrático es que la clase dominante ejerce su dominio colectivamente. En el caso de la democracia ateniense, la clase dominante era la clase de los propietarios varones atenienses, y la principal clase dominada y explotada era la de los esclavos. Sin embargo, en un artículo de Tafalla y Miras, titulado «El comunismo, consciencia crítica del movimiento democrático» (http://www.kaosenlared.net/noticia/comunismo-consciencia-critica-movimiento-democratico), sus autores afirman (con Arthur Rosenberg): «La democracia es el nombre de un movimiento organizado de masas mediante el que la plebe o clases subalternas, socialmente mayoritarias, pugna por constituirse en poder político (Rosenberg). «Democracia» es el nombre maldito y de los malditos, desde los orígenes de la tradición mediterránea, y así consta en los clásicos, Platón o Aristóteles. La democracia, el poder de los pobres, reaparece en la contemporaneidad, como hemos escrito, durante la Revolución francesa». Frente a esta concepción idílica de la democracia ateniense debemos decir lo siguiente: Los ciudadanos atenienses eran, en el siglo V, unos 40.000, de una población total de 250.000 (es decir, representaban apenas el 20% de la población). El número de esclavos, según estas cifras, debía rondar los 130.000 (ver D. Musti, Demokratía. Orígenes de una idea, Alianza, p. 162). La concepción aristotélica de la democracia como el «poder de los pobres» puede sostenerse sólo si se entiende, como lo hacía Aristóteles, que los «pobres» no eran los esclavos, sino la fracción mayoritaria de los ciudadanos que tenían menos de 7 hectáreas (los llamados «tetes») y que se veían obligados a trabajar como jornaleros. Pero los verdaderos pobres eran los esclavos, que por no tener no tenían ni siquiera el derecho de propiedad (siendo ellos mismos una propiedad, un «instrumento animado», como los define Aristóteles en su Política) y que constituían la inmensa mayoría de la sociedad ateniense. Habría que preguntarles a los esclavos (por ejemplo a los que trabajaban y morían encadenados en las minas de Laurión) si la democracia ateniense era «el nombre de un movimiento organizado de masas mediante el que la plebe o las clases subalternas, socialmente mayoritarias, pugna por constituirse en poder político». Por otro lado, los líderes políticos más prominentes eran, como se sabe, en su gran mayoría miembros de las familias aristocráticas (ver R. K. Sinclair, Democracia y participación en Atenas, capítulo 3, «privilegios y oportunidades del ciudadano»). Contra la visión idílica de Miras y Tafalla, la democracia ateniense era un régimen de dominación de la clase de los propietarios (ricos y pobres) sobre la clase de los esclavos. El carácter específico de la democracia ateniense consistía en que la dominación era ejercida, democráticamente, por el conjunto de la clase dominante, y no sólo por una fracción (como en la oligarquía o la aristocracia). Esta visión idealista de la democracia ateniense se debe a una interpretación formal de la democracia, que pasa por alto su contenido de clase.

Por otro lado, Tafalla y Miras pretenden fundamentar el comunismo de Marx y Engels en la tradición democratista jacobina. Para ello se basan sobre todo en escritos de Robespierre y Saint-Joust (véase el artículo de Joan Tafalla, «De la importancia del qué hacer y del cómo hacer»: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=74752). A quien haya leído la Constitución de los atenienses de Aristóteles no le sorprenderán los procedimientos democráticos defendidos por los jacobinos: la revocabilidad, la rotación, la temporalidad, la rendición de cuentas, etc., de los cargos públicos (como tampoco le parecerán novedosos dichos procedimientos al encontrarlos en la Comuna de París o en los soviets rusos). Lo novedoso no parece ser, en principio, este aspecto formal del democratismo de los jacobinos, sino su contenido. La democracia propuesta por los jacobinos no es una democracia de clase, sino una democracia «popular», valga la redundancia, o interclasista (por otro lado, lo novedoso de los soviets rusos no son sus procedimientos democráticos, sino su contenido de clase, el hecho de que se tratara de una democracia obrera). Pero junto con este nuevo contenido, hay un aspecto formal que diferencia el democratismo moderno, jacobino, de la democracia antigua: se trata del «legalismo». Veámoslo en el padre ideológico de los jacobinos: Rousseau. Contra el «sistema representativo», Rousseau aboga por la democracia directa, pero, en consecuencia con su teoría de la voluntad general, restringe la democracia al poder legislativo. Baste con una cita para ilustrar la posición de Rousseau: «No es bueno que quien hace las leyes las ejecute, ni que el cuerpo del pueblo desvíe su atención de las miras generales para volver a los objetos particulares» (Del Contrato social, libro III, cap. IV). Rousseau se convierte así en uno de los padres del moderno «Estado democrático de derecho» (esa consigna que tanto les gusta repetir a nuestros políticos burgueses, y no sólo a ellos), en su versión más democrática, claro está. Pero la crítica de Rousseau no es nueva, sino casi tan antigua como la propia democracia ateniense. Ya Aristóteles achacaba a la democracia su carácter tiránico, en el sentido de alegal, quejándose de que el pueblo ateniense «todo lo gobierna mediante votaciones de decretos y por medio de los tribunales» (Constitución de los atenienses). Rousseau repite la misma queja, y Kautsky volverá a hacerlo al criticar la expulsión de los soviets en 1918, por parte del Comité Ejecutivo Central, de los representantes del partido eserista de derecha y de los mencheviques (ver Lenin, La revolución proletaria y el renegado Kautsky). Para Aristóteles, el régimen ideal era un régimen mixto, como el de la llamada «democracia areopagita», previa a las reformas de Efialtes. Igualmente, para los ilustrados como Rousseau, el régimen ideal era el régimen mixto de la República romana.

Dicho esto, quienes, como Joan Tafalla y Joaquín Miras, abogan por la «democracia», sin más, como el régimen político propio del socialismo (o apropiado para el socialismo) no tienen en cuenta, para empezar, el carácter de clase de todo régimen político o forma de Estado. Recordemos la pregunta de Lenin: «¿democracia para qué clase?» (La revolución proletaria y el renegado Kautsky, Progreso, Obras Escogidas en 3 tomos, tomo 2, p. 80). Ni Marx, ni Engels, ni Lenin abogaban por la «democracia», sin más, por una supuesta democracia interclasista o «popular», como régimen político propio del Estado socialista. Como sabemos, la forma de Estado que consideraban necesaria para el período de transición al comunismo, el socialismo, era la «dictadura del proletariado». A partir de diferentes textos de Marx y Engels puede decirse que la dictadura del proletariado es una democracia obrera (esto es algo que queda claro con la sola lectura de La guerra civil en Francia). Entonces, ¿por qué habla Marx de «dictadura del proletariado»? Porque el régimen de que se trata no es un régimen sometido a la legalidad y porque es un régimen transitorio. Lenin vio esto con bastante claridad en La revolución proletaria y el renegado Kautsky: «Kautsky ha tropezado aquí por casualidad con una idea atinada (que la dictadura es un poder no coartado por ley alguna)» (La revolución proletaria y el renegado Kautsky, p. 69). Esta conclusión es muy importante. Para empezar, con ella el marxismo se aparta de la concepción legalista de la democracia por parte de la izquierda burguesa, de raíz jacobina.

Vayamos ya, para concluir, al fondo del asunto. Quienes abogan por la democracia, sin más, como el régimen político propio del socialismo («del siglo XXI», añaden algunos), que podría conducir a la superación del capitalismo, cometen un error muy evidente. Puesto que la burguesía necesariamente deberá resistirse por la fuerza a un movimiento que tienda a superar el capitalismo (es decir, al socialismo), en última instancia la burguesía sólo podrá ser derrotada por la fuerza organizada de la clase obrera, es decir: por un Estado obrero. Este Estado obrero será, como cualquier Estado, un aparato de dominación de una clase, la clase obrera, sobre otra, la burguesía. Pero, a diferencia de otros Estados anteriores, basados en la explotación de una clase sobre otra, el fin del Estado obrero no será la dominación de una clase sobre otra para su explotación, sino la construcción del socialismo y la resistencia frente a los intentos de la burguesía por retomar el poder. El régimen político del Estado obrero socialista será la democracia obrera, único régimen adecuado para asegurar que el poder sea ejercido por el conjunto de la clase obrera y evitar el peligro de una restauración burguesa (este es el fin que se persigue mediante las instituciones y procedimientos democráticos, ya mencionados, presentes tanto en la Comuna y en los soviets como ya en la democracia ateniense). Pero deberá tratarse de una democracia obrera, no de una democracia interclasista o «popular». Ante todo porque sólo la clase obrera puede conducir, a través de su Estado, al comunismo, puesto que es la clase mayoritaria en la sociedad capitalista y, junto con ello, porque es la única que no perdería nada, sino que ganaría, con la socialización de los medios de producción. Para empezar, los medios de producción deberán pasar a manos del Estado, siendo controlados democráticamente por la clase obrera y, por lo tanto, la propiedad privada de los medios de producción desaparecerá, con lo que no sólo la gran burguesía, sino la pequeña burguesía y los campesinos propietarios perderán la propiedad y el control de los medios de producción. Desde el momento en que sea decretada la socialización de los medios de producción, la condición para la ciudadanía con plenos derechos políticos será la cesión de dichos medios de producción al Estado, y cualquiera que se resista a ello deberá ser obligado y llevado a los tribunales obreros. Por tanto, en el Estado obrero democrático sólo tendrán plenos derechos civiles quienes accedan a formar parte de la clase obrera. Por ello, la democracia obrera no será una democracia «popular» o interclasista, puesto que sólo se reconocerán derechos civiles a los miembros de una sola clase, la clase obrera. Aclaremos, por último, que la alianza entre obreros y «campesinos trabajadores y explotados» establecida en la Revolución rusa no contradice esta concepción de la dictadura del proletariado. Dicha alianza fue impuesta por la existencia de una extensísima masa campesina en un país caracterizado por el escaso desarrollo del capitalismo. Como sabemos, fue este subdesarrollo, junto con la ausencia o el fracaso de revoluciones proletarias en los países capitalistas más desarrollados, el responsable último de la temprana deriva de la URSS hacia el capitalismo de Estado.