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Democracia, ¿virtud o necesidad?

Fuentes: Rebelión

«Cuando se habla de libertad hay que tener cuidado de que no se esté hablando en realidad de intereses privados» (Hegel) A modo de «panacea universal» blandimos la espada de la «democracia» como sin con ella nos pudiéramos defender de todos los enemigos y males. Hemos elevado a la consideración de categoría absoluta un concepto, […]

«Cuando se habla de libertad hay que tener cuidado de que no se esté hablando en realidad de intereses privados»
(Hegel)

A modo de «panacea universal» blandimos la espada de la «democracia» como sin con ella nos pudiéramos defender de todos los enemigos y males. Hemos elevado a la consideración de categoría absoluta un concepto, como la democracia, que es absolutamente histórico y que responde a unas determinaciones socioeconómicas concretas, las cuales es imprescindible aflorar cuanto antes para evitar, en lo sucesivo, más equívocos y aplicaciones mecánicas que nada tienen que ver con la dialéctica marxista.

La democracia hunde sus raíces en la Grecia clásica, como forma de gobierno de la polis constituida por hombres libres y usufructuarios parcelarios del dominio público; desde esta posición de igualdad socioeconómica, no obstante en el marco de una sociedad esclavista, los ciudadanos griegos participan en la gobernación de los asuntos públicos de su respectiva polis. Ninguno de estos ciudadanos, mientras permanece en cierto equilibrio esta base socioeconómica parcelaria, admitirá que su «particular interés» se sacrifique ante cualquier otro, sino en base a una ponderación de conjunto, de forma que el interés egoísta de cada cual se convierta en el interés general de la polis. Ni que decir tiene que el posterior desarrollo de las fuerzas productivas en el seno del esclavismo helénico, la concentración de la propiedad, etc, arrumbaron, definitivamente, la democracia para dejar paso a otras formas de gobierno: la oligarquía, el imperio, etc.

Será, posteriormente, la burguesía quien, en su lucha contra los particularismos locales, los privilegios estamentales y el absolutismo regio, «rescatará», para «su gobierno», la vieja fórmula de la democracia, y, al igual que los antiguos griegos, en principio, sólo para su particular disfrute, en forma de sufragio censitario, esto es, nuevamente, en beneficio de los propietarios, excluyendo a la masa de esclavos/proletarios sin propiedad. Pero, una vez más, queremos enfatizar que la «democracia», de un lado, viene a ser vehículo para dar salida al conflicto del egoísmo ciudadano/propietario y, de otro, la confesión de que ningún burgués aceptará el sacrificio de su «interés» sin la ponderación de conjunto, a través de la fórmula del interés general. En definitiva, la democracia es una forma política, una expresión de los conflictos sociales, una variante del estado político, que descansa en la necesidad de armonizar egoístas y particulares intereses; que descansa, en fin, sobre la propiedad privada y la lucha de clases. En este sentido, y al hilo del desarrollo y enconamiento de la lucha de clases en el seno de la sociedad burguesa, con la aparición del movimiento obrero, necesariamente, se ha de extender la «democracia» para dar participación y juego a los «intereses» de este nuevo sujeto. La democracia, ciertamente, se amplia, pero no por ello dejar de ser lo que es, una forma política que tiene por objeto ofrecer cauce al conflicto social.

No se ha superado, ni mucho menos, el escenario del conflicto social; la lucha de clases está en boga; la clase obrera y las masas populares necesitan de la democracia para, a través del principio mayoritario que le es inherente, imponer una solución favorable a sus intereses, que son los de la mayoría y los de la sociedad en general. Y por eso, cabalmente, es justo que la clase obrera y sus partidos practiquen un discurso radicalmente democrático, que exciten las instituciones estatales, las intenten modelar a la mayor expresión de la democracia, etc., porque con ello conseguirán que, en la lucha política, el Estado burgués sea más permeable a sus reivindicaciones.

Pero ¿es este esquema plenamente trasladable a las organizaciones políticas obreras? Veamos.

En ellas participan los obreros y los intelectuales que abrazan la causa del proletariado; no seremos tan ingenuos como para afirmar que estas organizaciones están plenamente impermeabilizadas respecto de la lucha de clases, porque, si bien es cierto, que, en principio, en su seno, no es dable hablar de intereses económicos contrapuestos, no lo es menos que es a través de la elaboración ideológica, como, fundamentalmente, la lucha de clases consigue «colarse» en las filas del partido político obrero. Pero aplazando, por un momento, esta inevitable versión de la lucha de clases, debemos reparar en el hecho de que en esta organización de clase, que no es de oficios, ni sindical, sino «intelectual y política», y, por tanto, unificadora y colectiva del conjunto de los intereses de clase, no «encaja» la fórmula de la «democracia» (otra cosa ocurre en los sindicatos, en los que los distintos oficios, industrias, etc, cristalizan, de hecho, en sectores que, en lo inmediato, son portadores de «intereses», sino contrapuestos, sí diferenciados).

No es la organización política del proletariado un «ente» constituido por células que se ufanan, unas respecto de otras, de su total separación e intimidad, celosas de sus «particularismos» y egoísmos. Luego, no se vive en aquella una necesidad «imperiosa» de la democracia, sin que ello suponga admitir que en la misma se acepte la imposición autoritaria de nadie. Es decir, no se siente la necesidad de acudir al mecanismo de la votación y del principio mayoritario para «imponer» soluciones ni criterios; esto es, el expediente técnico de la democracia es algo secundario. Y no podría ser de otra forma, porque sobre la base de la comunidad de intereses, que debe presidir la atmósfera intelectual y material del partido obrero, la «democracia», como fórmula de solución de conflictos, no puede sino entrar en verdadero retroceso, por «desuso». En este nuevo organismo, frente al conflicto se han de alzar la confianza mutua, la corresponsabilidad y la camaradería; frente a la imposición/votación, el debate y la síntesis dialéctica, todo ello en el amplio marco de la más absoluta libertad y participación; y frente al afán reglamentista, la flexibilidad de una organización fraternal (los estatutos se deben limitar a formular los principios generales de la organización y concretar un elenco básico de derechos y obligaciones). Sobre las premisas de la preparación intelectual y política multifacética, del compromiso personal, de la abnegación y de la elaboración colectiva de la práctica y teoría políticas se construirán los mecanismos participativos y electivos en el seno del partido obrero y no sobre los «abstractos» , «fríos» y «cuantitativos» principios «democráticos».

Cuando, a gritos y apriorísticamente, bajo el pretexto de luchar contra el fantasma de la degeneración burocrática, se solicita en una organización política «plena democracia», «rotación en los cargos», «el derecho de todos a ocupar los cargos» y otras zarandajas, en realidad, se está reconociendo que, por su naturaleza, en esa organización no reina la camaradería, ni la confianza mutua, ni la solidaridad, ni la corresponsabilidad; en realidad, nadie se fía de nadie, y la camaradería hace tiempo que fue reemplazada por el cadaverismo político. En este organismo, a causa de la desconfianza generalizada, por fuerza se desatará la furia por el control y sobre su base aflorarán multitud de organismos; sobre la base de la rotación y del derecho «al cargo» se multiplicarán y ensancharán los órganos, ofreciendo, como resultado, uno totalmente imprevisto: la democracia engendra burocracia. Y, parafraseando a Hegel, diremos: cuando se habla de democracia hay que tener cuidado de que no se esté hablando, en realidad, de intereses privados.

Y, llegados aquí, y aún no comulgando demasiado con los particularismos nacionales; al contrario, siendo de la opinión de que tras el «exceso de democracia» se esconde el interés particular del pequeño burgués engreído, ansioso de notoriedad, que convierte cualquier «instancia» en una magistratura de «estado», en la que medrar; pero si, como adelantábamos, la «cuestión nacional» pesara en algo, vayan por delante estas reflexiones: «Sucedía en Sevilla una cosa que no sorprenderá a mis lectores, si, como creo, son españoles, y es que allí todos querían mandar. Esto es achaque antiguo, y no sé qué tiene para la gente de este siglo el tal mando, que trastorna las cabezas más sólidas, da prestigio a los tontos, arrogancia a los débiles, al modesto audacia y al honrado desvergüenza. Pero sea lo que quiera, ello es que entonces andaban a la greña, sin atender al formidable enemigo que por todas partes nos cercaba» (Benito Pérez Galdós). 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.