En la Grecia clásica no se hablaba de derechos humanos, pero sí de derechos cívicos, que ostentaban los ciudadanos: debían ser varones y libres. De la participación en la vida política quedaban excluidas la mujeres y los esclavos. Y por supuesto los extranjeros, aquellos que no hablaban griego; ellos los denominaban bárbaros por su manera […]
En la Grecia clásica no se hablaba de derechos humanos, pero sí de derechos cívicos, que ostentaban los ciudadanos: debían ser varones y libres. De la participación en la vida política quedaban excluidas la mujeres y los esclavos. Y por supuesto los extranjeros, aquellos que no hablaban griego; ellos los denominaban bárbaros por su manera de hablar (balbuceaban, decían bla-bla-bla).
Con la civilización cristiana se produjeron cambios. El concepto de extranjería evolucionó. Por otra parte, algunos siglos después apareció el concepto de raza: los negros y los amerindios eran otro tipo de seres humanos; se los podía y debía cristianizar, pero ellos no podían aspirar a los mismos derechos que un blanco. Ni siquiera la Revolución Francesa logró acabar con esta discriminación. Hubo que esperar hasta la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948. Apenas unos años antes, hace ahora poco más de medio siglo, en una nación europea «de poetas y pensadores» (Dichter und Denker) el concepto de raza se había llevado al límite aplicándolo a un determinado grupo étnico y confesional: esos seres ya no eran humanos al cien por cien; eran «subhumanos» (Untermenschen).
Hay quien afirma que las teorías racistas nazis tienen su base en el pensamiento darwinista, afirmación injusta con la figura de Charles Darwin, quien precisamente se opuso a la esclavitud, la cual gozaba de amplia aceptación social en su época. Darwin sitúa al hombre, por su filogenia, en el árbol de las especies animales, pero en modo alguno establece categorías biológicas dentro de la especie humana a partir del fenotipo.
Darwin, biólogo «avant la lettre» (él se consideraba a sí mismo un naturalista) estudió, entre muchas otras cuestiones, la especiación. El concepto de «especie» no es, en biología, un concepto tan absoluto y tan perfectamente delimitado como creen algunos. Se define como especie un grupo natural de individuos que pueden cruzarse entre sí y tener descendencia fértil, pero que están aislados reproductivamente de otros grupos afines. Asnos y caballos pertenecen a especies distintas, pues, aunque se pueden cruzar, sus descendientes, las mulas, son infértiles. Sin embargo, no siempre es fácil establecer la frontera entre especies, y de aquí el concepto de subespecie: un conjunto de poblaciones que comparten unas características bien definidas que las distinguen de otros conjuntos de poblaciones dentro de la misma especie. Los zoólogos, a veces, no acaban de ponerse de acuerdo sobre si determinados animales son todos miembros de una misma especie o pertenecen a distintas especies o subespecies.
De hecho, estas diferencias de opinión afectan incluso a la taxonomía del ser humano. El primer cráneo de Neandertal se descubrió en Bélgica en 1829, aunque los restos que le dieron el nombre, los hallados en Alemania, en el valle del río Neander, no aparecieron hasta 1856. Al principio, a este homínido se lo clasificó como una especie distinta de la nuestra dentro del género homo. En la actualidad, muchos antropólogos se inclinan por denominarlo homo sapiens neanderthalensis, es decir, lo clasifican como subespecie del homo sapiens.
Hay esperanzas de que se llegue a secuenciar completamente el ADN del hombre de Neandertal, lo cual permitiría, sin duda, dirimir de una vez por todas si formaba parte, o no, de la especie humana. Pero también se abrirían posibilidades inauditas. Quizá a algún científico loco (¿loco?) se le ocurra clonar a un Neandertal; un óvulo de homo sapiens en el que se implantara el material genético del Neandertal probablemente se desarrollaría sin demasiados problemas en un útero humano si se encontrase una voluntaria (que podría incluso ser virgen). Me produce regocijo pensar en las disquisiciones del Vaticano si este ser naciese vivo y sano. Tal vez la comunidad científica consideraría peligroso que el Neandertal pudiera llegar a reproducirse con humanos y optaría por encerrarlo de por vida, o por esterilizarlo, o directamente por matarlo, y tal vez mientras tanto la Curia Vaticana habría decidido atribuirle un alma y exigiría que se respetara su dignidad como ser humano. O quizá no; quizá clamarían exigiendo que se eliminase inmediatamente a ese engendro contrario a los planes de Dios. ¿Quién sabe? Los designios de la Iglesia Católica son inexcrutables.
Podemos llevar aún más lejos este experimento mental. Hay quien cree en la viabilidad de un híbrido chimpancé – humano. Por fortuna, que sepamos no ha surgido aún ningún científico loco que pretenda hacer realidad este experimento. Pero muchos antropólogos sí piensan que hubo, en tiempos prehistóricos, hibridación entre chimpancés y humanos.
El homo sapiens está razonablemente bien encuadrado en su árbol filogenético. El registro fósil es imperfecto, pero sabemos desde hace mucho tiempo cuál es el lugar que ocupa el hombre entre los animales que existen en la actualidad. La familia de los homínidos la compartimos con gorilas, orangutanes, chimpancés y bonobos. Los chimpancés son los primates más estrechamente emparentados con nosotros; de nuestro antepasado común no hemos encontrado hasta ahora ningún fósil, pero sabemos que vivió hace unos cinco millones de años. Muchos biólogos piensan que, en vista de la escasa diferencia genética entre homo sapiens y pan troglodytes, ambas especies deberían estar clasificadas dentro del mismo género. Tal vez algún día el chimpancé pase a denominarse homo troglodytes. No creo que al hombre se le degrade a pan sapiens. . .
La esencia del ser humano es objeto de debate desde hace siglos, desde mucho antes del descubrimiento del ADN. El hombre es «homo faber», un animal que usa herramientas. Pero es imposible dar una definición de «herramienta» tal que no se nos cuele ningún otro animal. La capacidad de lenguaje parece proporcionar una línea divisoria más nítida. Pero en los años sesenta, cuando los primatólogos empezaron a enseñar a hablar a los simios, los lingüistas se vieron obligados a redefinir el concepto de «lenguaje» para mantener a chimpancés y gorilas alejados del redil. Hoy en día, ningún biólogo ni antropólogo serio rebate la capacidad lingüística de los grandes simios. Al habla no tienen acceso, por razones anatómicas, pero chimpancés, bonobos, gorilas y orangutanes son capaces de manejar lenguajes simbólicos: sea el lenguaje de los sordomudos, sea un lenguaje a base de lexigramas, con la ayuda de un ordenador o una pizarra magnética. Los más espabilados tienen un vocabulario de varios cientos de signos y hacen gala de una capacidad de comunicación comparable a la de un niño de dos años. Estos simios aculturados son, de hecho, bilingües, aunque del inglés hablado sólo adquieren un conocimiento pasivo.
Los simios «parlantes» no repiten los signos como un loro (con perdón de los loros, que han resultado ser mucho más inteligentes de lo que se pensaba). Les enseñan los signos a sus crías y «hablan» con sus congéneres, aunque no haya humanos presentes. Utilizan el lenguaje de forma creativa, incluso metafórica: la gorila Koko le puso de nombre Bolita a su gatito mascota. Y son capaces de transmitirnos cosas importantes. El gorila Michael despertó un día muy inquieto. Cuando se le preguntó por sus pesadillas, repitió nervioso: «mucho ruido», «jaleo, jaleo», «cortar cabezas». Parecía estar reviviendo el trauma que sufrió de pequeño, cuando fue apartado violentamente de su familia en la selva de Camerún.
Para los defensores del Proyecto Gran Simio (una iniciativa lanzada en 1993 por el filósofo Peter Singer) Koko y Michael son personas. Como tales, son sujetos de derecho: tienen derecho a la vida, a la libertad y a no ser torturados.
Lo que propugna el PGS ha suscitado revuelo y polémica. Muchos se han burlado; también hay muchos que han aducido argumentos serios, aunque rebatibles. Hay quien argumenta que los simios no son sujetos de derecho por no poder defender ellos mismos sus propios derechos. O porque los derechos van siempre ligados a obligaciones. Bien, pero ¿qué ocurre entonces con los bebés, o con los discapacitados psíquicos?
Algunos hablan de «derechos humanos» para los simios, lo cual es un contrasentido. Es preferible hablar de «derechos de las personas», haciendo referencia al parentesco biológico del que nos hablan la ciencia y la razón. Sin embargo, tampoco es descaminado apelar a nuestras emociones. Cuando ayudamos a un niño perdido, asistimos a una persona que ha tenido un accidente, o hacemos un donativo para ayudar a personas hambrientas, ¿hacemos previamente un repaso mental del código civil, o de la Declaración de los Derechos Humanos, o de los diez mandamientos? Ciertamente no; no actuamos movidos por la razón, sino por nuestros sentimientos. Íntimamente sabemos que la moral se basa simplemente en el principio de maximizar la felicidad y minimizar el sufrimiento. Yo, cuando veo la expresión de tristeza de un pequeño orangután entre rejas, no me cuestiono sus capacidades lingüísticas o el tipo de herramientas que es capaz de fabricar. El filósofo Jeremy Bentham, padre del utilitarismo, lo expresó así: «La cuestión no es si pueden hablar, si pueden razonar; la cuestión es si pueden sufrir.» Difícilmente se negará a estos primates una capacidad de sufrimiento físico y psíquico equiparable a la de los humanos. ¿Cómo podemos entonces excluir a estos animales de nuestra esfera moral?
Nuestra capacidad de empatía nos lo sugiere, la ciencia nos lo confirma: los grandes simios son personas. Concedámosle derechos a todas las personas.
Surgen dificultades, claro. ¿Por qué, dicen algunos, hemos de trazar una línea divisoria entre los grandes simios y los demás primates? ¿No deberíamos concederle el estatus de persona también a los elefantes, o a los delfines? Pero es que los humanos sólo sabemos organizar nuestro mundo trazando fronteras. Richard Dawkins habla de la «tiranía de la mente discontinua». Los nacidos al sur de esta línea no tienen derecho a trabajar aquí, los nacidos al norte, sí. Los que nacieron hace 17 años, 11 meses y 29 días no tienen derecho a conducir un coche. En cambio, en la naturaleza no hay discontinuidades. Natura non facit saltus, como le gustaba decir a Linneo, aunque la frase es muy anterior. Darwin supo aplicar este principio de forma consecuente y vio que no había saltos entre los humanos y los demás animales.
A lo largo de los siglos, se ha ido ampliando el círculo de los que consideramos nuestros semejantes. Cayó la barrera de la raza, cayó la barrera del género. Algún día caerá la frontera de la especie, la última frontera.
Sitio web del Proyecto Gran Simio: http://www.proyectogransimio.org/