Recomiendo:
0

El acceso a los bienes culturales

Derechos y controversias

Fuentes: Librinsula

Hace unos años, en esta nueva práctica del intercambio de archivos digitales, un amigo me regaló (copió) un trío de sitios Web repletos de textos de Nietzsche, Heidegger y Jacques Derrida. Para alguien deseoso de conocer a estos grandes pensadores, el regalo fue una joya y se hizo posible gracias a las artes con las […]

Hace unos años, en esta nueva práctica del intercambio de archivos digitales, un amigo me regaló (copió) un trío de sitios Web repletos de textos de Nietzsche, Heidegger y Jacques Derrida. Para alguien deseoso de conocer a estos grandes pensadores, el regalo fue una joya y se hizo posible gracias a las artes con las que mi amigo a su vez consiguió (descargó) los archivos desde tres direcciones de la Web que mantenía en pie el profesor argentino Horacio Potel: www.nietzscheana.com.ar , www.jacquesderrida.com.ar y www.heideggeriana.com.ar . Para un país como Cuba, donde son poco menos que inexistentes las posibilidades de publicación de tales textos por parte de las editoriales nacionales o su adquisición masiva para los diversos sistemas de bibliotecas, el regalo constituyó un tesoro; además, porque hablamos de un sitio en el cual los accesos a Internet son escasos y lentas las conexiones. Ahora nos llega la noticia de que Horacio Potel ha sido procesado, pues la editorial francesa Minuit, dueña de los derechos de traducción de las obras de Derrida, interpuso una demanda judicial.

Sería interesantísimo (además de necesario) un debate sobre el tema. Todo el mundo conoce lo sucedido con Napster (aquel servicio que permitía compartir bibliotecas personales de música); acusada de piratería, Napster debió pagar una elevada multa y se convirtió en un servicio de pago. En la actualidad, y esta vez en la esfera del libro, Google Books ha tratado de eliminar el problema con la colocación de material on-line, pero que sólo puede ser leído mientras estás conectado y página a página. Cualquier condición de pobreza es evidente que dificulta o torna en imposibilidad esta forma de acceso.

Hace unos años, a propósito de UbuWeb, sitio dedicado al cine avant-garde, hubo un severo intercambio en la lista de discusión de la revista Framework. El caso es quizás más interesante, pues los realizadores de este cine (no comercial) defendían, simple y llanamente, su derecho a ganar dinero. Al final, llegaron a un acuerdo según el cual las películas podían continuar siendo colocadas on-line, pero con autorización de los artistas y en baja resolución: útiles sólo para ser leídas en pantalla. Aquella vez de Frameworks sentí asco, pues todo el tiempo planeó como una sombra el destino de los verdaderos desposeídos (los que ni siquiera tienen conexión a Internet) y donde quién sabe si estarán nuevos genios del cine; es decir, la traición a los postulados políticos que dan sustento al propio cine experimental.

Por aquellas fechas, otro amigo vino desde Europa con una extraordinaria colección de cine y no nos permitió copiar siquiera una película. Su argumento fue que esos realizadores, del circuito no-comercial, rechazados por las grandes salas, necesitan imperiosamente vender para sobrevivir y continuar haciendo. Tratamos de convencerlo de que en Cuba, donde nunca les comprarían, ello carece de cualquier sentido práctico, mas ripostó diciendo que no importa si la obra es copiada en Cuba o en China, pues la primera copia da inicio a un circuito ilegal de distribución que se torna incontrolable y conspira contra un autor que -pese a habitar en espacios metroplitanos- mantiene duras luchas contra la marginación capitalista. Por descabellado que suene, no parece haber sido de otro modo que mi amigo literato se hizo con las obras de Nietzsche, Heidegger y Derrida.

Lo curioso es que, si aceptamos estas conductas parciales, nuestra miseria no sólo se torna irresoluble, sino que el acceso a los bienes culturales queda en manos de una entidad abstracta: «los gobiernos». En este contexto una conducta parcial significa que ejercemos toda la presión imaginable a propósito de un caso particular (por ejemplo, el del profesor Potel), al mismo tiempo que trasladamos a una entidad abstracta (los gobiernos) la obligación de propiciar los equilibrios; sólo que entonces ya no somos nosotros los responsables de las carencias del Otro desposeído, sino «ellos», «los que mandan». De esta manera se es supuestamente ético y la conciencia queda calmada. Si bien la única solución radical para ecuaciones como las anteriores es la eliminación de la pobreza a escala mundial, junto con la reformulación de las relaciones (de todo tipo) entre países, esta vez según moldes de cooperación y ayuda para el desarrollo (reales y no mediáticas o portadoras de rapacidad e intenciones invasivas), todo un abanico de acciones existe como posibilidad antes de alcanzar los ideales de semejante horizonte de igualdad (que también ha de ser en el acceso a los bienes culturales). Hay que buscar aproximaciones que protejan la cultura y a sus hacedores, al mismo tiempo que destinen bienes culturales subsidiados para disfrute de los desposeídos. Ni el creador puede morir de hambre, ni el desposeído debe esperar para consumir cultura; ese es el lugar fundamental que tenemos que exigir para las bibliotecas hoy.

Es cierto que Minuit pagó los derechos por la obra de Derrida, pero un por ciento adecuado de los libros impresos tiene que ir a las bibliotecas en carácter de gratuidad. Quizás debamos ir todavía más lejos y no dejar esto al azar, sino demandar, los escritores y artistas mismos, que tal práctica sea una cláusula obligatoria en los contratos que firmamos por nuestras obras.

http://librinsula.bnjm.cu/secciones/246/puntilla/246_puntilla_1.html