“Todos vamos a morir, todos, ¡que espectáculo! Eso solo, nos debería motivar a amarnos unos a otros, pero no sucede así. Somos aterrorizados y aplastados por trivialidades, somos engullidos por nada.”
Charles Bukowski
Es sabido por muchos, aunque al parecer le importa a pocos, que en nuestro tiempo los conceptos de banalidad y trivialidad han adquirido una relevancia singular, reflejando un cambio profundo en la manera en que se experimenta la vida cotidiana y se construyen los valores culturales.
Nuestra era, con su énfasis puesto siempre en la fragmentación, el relativismo, la virtualidad y su correspondiente ilusión de hiperrealidad, ha permitido que lo banal y lo trivial se conviertan en características definitorias del modo de existir contemporáneo.
Intentaremos reflexionar sobre cómo estos patéticos pero tan rentables fenómenos se manifiestan y las implicaciones filosóficas que conlleva de cara a un futuro bastante incierto, por no decir, totalmente deshumanizado.
Banalidad y trivialidad
Entendemos por “banalidad” la falta de profundidad o importancia en las actividades y contenidos culturales que afectan directamente el modo en que vivimos. Hannah Arendt le dedicó una porción significativa de su carrera académica y casi toda su vida al análisis de la banalidad, aunque particularmente lo expresó con excelencia en su obra “Eichmann en Jerusalén”, en la cual introduce el concepto de “banalidad del mal” para describir cómo la maldad puede manifestarse en formas comunes y ordinarias. Aunque Arendt se refiere particularmente al contexto de la burocracia propia del aparato asesino de los nazis, su concepto puede extenderse a la banalización de las experiencias y valores en la era posmoderna.
La banalidad se manifiesta en la cultura popular y en el consumo masivo de contenidos proporcionados por los gigantes mediáticos que instalan las industrias culturales y sus correspondientes agendas. En este sentido, el filósofo Jean Baudrillard, en su obra “Simulacros y Simulación” (1994), argumenta que la hiperrealidad y la proliferación de imágenes y símbolos han llevado a una saturación que reduce la capacidad de las personas para experimentar auténticamente la vida. La realidad, desde este punto de vista, se convierte en una simulación de sí misma, en la que lo banal prevalece sobre lo significativo. En este contexto, la banalidad se convierte en una característica inevitable de una cultura saturada de imágenes y simulacros, donde el valor se ha vuelto efímero y el significado de las cosas parece claramente diluido.
Ahora bien, usted se preguntará, querido lector, ¿qué tiene que ver la banalidad con la trivialidad? Pues, si consideramos que la trivialidad es la preocupación por asuntos de escasa importancia, podrá comprender a qué me refiero. Marshall McLuhan, en Comprender los medios de comunicación (1964), realizó un análisis meticuloso acerca de cómo los medios de comunicación afectan la percepción de la realidad, sugiriendo que los “informativos”, en ese momento, radio y televisión, hoy en todos los dispositivos digitales con acceso a internet, promueven una forma de conocimiento tremendamente superficial y trivial.
Cuando McLuhan afirmó que “el medio es el mensaje”, nos estaba indicando que la forma en que se transmite la información (a través de medios que trivializan todos los mensajes) afecta la forma en que se recibe y se valora. En otras palabras, está claro que la sobreabundancia de información trivial contribuye significativamente a la fragmentación del conocimiento y a la pérdida de un sentido profundo de las experiencias vitales y valores, a la vez que trastoca seriamente el principio de realidad de aquellos seres humanos que han abandonado la posibilidad de pensar por su cuenta al punto tal que en vez de decir “yo pienso que” dicen “yo vi que en la televisión dicen que”. Patético.
No sólo afecta cognitivamente nuestro pensar, sino que el reinado de la banalidad y la trivialidad trasciende el fenómeno cultural del consumo de bienes y servicios masivos y se instala en los modos de vida propiamente. En este sentido, un gran servidor de la posmo-ética, a saber, Zygmunt Bauman, en su obra “Modernidad Líquida” (2000) señaló cómo la fluidez, la superficialidad y la falta total de solidez en la vida moderna nos han llevado a una existencia marcada por lo trivial e innecesario, argumentando que la incertidumbre y la falta de compromiso profundo en las relaciones humanas reflejan una cultura que adora lo efímero y lo banal.
Cuando Bauman escribe que “en esta modernidad líquida, la durabilidad y el compromiso profundo han sido reemplazados por la flexibilidad y la capacidad de adaptación a lo fugaz” está subrayando que “ser triviales” se ha convertido en un modo de vida esencial, donde las conexiones con otros seres humanos, sean de nuestra familia o no, pasan a ser totalmente pasajeras mientras que lo que realmente prevalece en el tiempo es el deseo de consumo constante.
Bastantes años previos a Bauman y su descripción tardía de lo obvio, Martin Heidegger había señalado una serie de peligros propios de una vida que se abrace a la “avidez de novedades”. Consideramos mucho más atinado y profundo el planteo de Heidegger justamente porque es un pensar previo a la catástrofe moral, cultural y económica en la que nos ha sumergido el imperio de la técnica en servicio de la estupidización masiva de los seres humanos como negocio rentable para cuatro o cinco vivos en detrimento de ocho mil millones de consumidores cautivos. En la filosofía de Heidegger, la “avidez de novedades” es un aspecto crucial para que podamos comprender la superficialidad y la trivialidad de una vida inauténtica. En su obra “Ser y tiempo” (1927/2014) examinó cómo la vida cotidiana de los individuos se ve dominada por una constante búsqueda de nuevas experiencias y estímulos, un fenómeno que él denomina “tendencia a la novedad”, comparable con la ridícula adicción actual a las reacciones de otros usuarios a nuestras publicaciones en redes sociales, o el modo de vida mimético traslúcido en personas que no se avergüenzan en absoluto por adoptar una forma de vida copiada de la manera más fiel posible de algún referente del pensamiento intrascendente de moda.
Este impulso compulsivo, en lugar de llevarnos a una comprensión más profunda de nuestro ser, se convierte en una forma de evasión de la realidad mediante un escudo robusto de superficialidad seductora. Heidegger critica esta actitud como una manifestación de existencia sin autenticidad, donde el individuo se distrae con lo efímero y lo trivial para evitar enfrentar la verdadera esencia de su ser. Este impulso, en lugar de llevar a una comprensión más profunda del ser, se convierte en una forma de evasión y superficialidad. Heidegger critica esta actitud como una manifestación de la existencia inauténtica, donde el individuo se distrae con lo efímero y lo trivial para evitar enfrentar la verdadera esencia de su ser. En este contexto, la “avidez” de novedades refleja una forma de vida que prioriza lo superficial, la forma y nunca el fondo, contribuyendo a una experiencia de vida muy vacía, casi carente de sentido.
«La existencia inauténtica se caracteriza por la obsesión con las novedades, en una constante búsqueda de distracciones que desvían a los individuos de la confrontación con la finitud y el sentido auténtico de su existencia».
A pesar del lúgubre panorama planteado precedentemente, a saber, el predominio de la banalidad y la trivialidad en nuestro mundo post-verdad, la filosofía y la educación nos pueden abrir la puerta a posibilidades y caminos valiosos para enfrentar y superar semejante decadencia intelectual, ética y moral. Sí, es cierto, la progresía nos ha llevado a una cultura de estímulos efímeros, contenidos triviales y vínculos personales descartables, pero esto no debe ser un obstáculo insuperable. Bien sabemos que la filosofía, con su capacidad para profundizar en la comprensión del ser, del mundo y de nosotros mismos, nos invita a cuestionar y a redescubrir lo que realmente es esencial, necesario y valedero.
Una educación integral que contemple una buena formación en asuntos esenciales como la capacidad de lecto-comprensión, la resolución de problemas y el pensamiento crítico jugaría un papel crucial en la preparación de individuos reflexivos que participen activamente en sus comunidades. Promover este tipo de educación, que valore no sólo la adquisición de conocimientos técnicos, sino también la capacidad de pensar críticamente (tener criterio propio, o sea, no repetir como loros) y de buscar significado y sentido a la vida, puede contrarrestar significativamente la superficialidad imperante que tanto daño nos está haciendo. Este enfoque educativo que aquí proponemos no es imposible, puesto que contamos con todos los recursos para fomentar la reflexión filosófica, la apreciación de la belleza y la comprensión profunda de la condición humana para cultivar una vida individual más rica y significativa y una vida colectiva menos egoísta y ensimismada.
En fin, como podrán apreciar, la búsqueda de sentido no es una tarea simple, tampoco es una receta que nos pueden dar los diletantes gurúes del coach ontológico, pero sí es una forma de vida que vale la pena vivir, porque vivir con propósito implica enfrentar la banalidad con una actitud de profundidad y autenticidad que nos protege de caer en las garras patéticas de la existencia vacía al servicio de unos pocos que lucran con nuestro desinterés. El comprometernos con la filosofía, abrazar el aprendizaje constante y el buscar significado en nuestras experiencias vitales cotidianas sirve, sin duda, para transformar nuestra existencia y encontrar una vida que no sólo sea vivida, sino también experimentada con plenitud y dignidad. En este sentido, la superficialidad y la trivialidad pueden ser desafíos formidables, pero con la guía de una educación y un compromiso cívico que apunte a la formación significativa de sujetos libres para poder construir, todos juntos, un modo de vida más consciente y enriquecedora.
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