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Deserciones

Fuentes: Revista Bostezo # 3/Rebelión

El mundillo literario español (lo que sea que se quiera entender por eso) se ha visto conmocionado en los últimos meses por dos sonadas «deserciones». Primero fue Javier Cercas quien abandonó Tusquets Editores para publicar su nuevo libro –Anatomía de un golpe– en Mondadori. Y poco después ha sido Enrique Vila-Matas quien ha se ha […]

El mundillo literario español (lo que sea que se quiera entender por eso) se ha visto conmocionado en los últimos meses por dos sonadas «deserciones». Primero fue Javier Cercas quien abandonó Tusquets Editores para publicar su nuevo libro –Anatomía de un golpe– en Mondadori. Y poco después ha sido Enrique Vila-Matas quien ha se ha dejado «fichar» por Seix Barral, rompiendo su larga permanencia en la editorial Anagrama.

El periodismo cultural ha dado una amplia cobertura a estas dos noticias, servidas por lo general con cierto aspaviento y un morbo mal disimulado. Es fácil presumir las razones, aun cuando hace ya tiempo que el sistema editorial se rige conforme a una legalidad en la que son comunes movimientos de este tipo. Escrutar los factores que hacen destacable e incluso escandalosa la «defección» de Cercas y de Vila-Matas puede servir para reconocer los mecanismos que determinan dicha legalidad y, al mismo tiempo, poner en evidencia la retórica que suele encubrirlos.

Con este propósito conviene, primero de todo, desenredar algunos sobreentendidos que intervienen en estos dos casos particulares. Por un lado, se presupone que tanto Cercas como Vila-Matas mantenían con sus respectivos editores -Beatriz de Moura y Jorge Herralde- una relación amistosa, cuyo resquebrajamiento admitiría ser tomado tanto por causa como por consecuencia de su «defección». Esta «defección» tiene lugar, por otro lado, cuando la cotización de los dos autores está, como quien dice, en alza, o al menos se mantiene elevada, de modo que cunde la impresión, siempre enojosa, de que ambos abandonan la partida cuando llevan las de ganar.

Dicha impresión se complica con el hecho de que las editoriales «traicionadas» son tenidas por editoriales independientes (un calificativo impreciso, que equivale a decir que se trata de empresas impulsadas y lideradas con un criterio personal por su propio dueño), en tanto que las editoriales «saqueadoras» -Seix Barral y Mondadori- pertenecen a grandes grupos empresariales (Planeta y Random House Mondadori, respectivamente), por mucho que sean conducidas por responsables caracterizados (para el caso, Elena Ramírez y Claudio López de Lamadrid). Un dato éste que induce casi automáticamente la idea de un abuso de fuerza o de poder por parte de quien posee más recursos para imponer sus voluntades. El consabido tópico del grandullón que avasalla al más chico, vamos. Agravado por la circunstancia de que tanto Tusquets como Anagrama empezaron a publicar a Cercas y a Vila-Matas, respectivamente, cuando uno y otro eran escasamente conocidos.

Estos supuestos más o menos tácitos suelen dejar de lado algunos elementos importantes, entre los que cabe señalar, muy principalmente, el papel desempeñado por los agentes literarios, figura clave en las nuevas relaciones entre editores y escritores. Dado que su aparición es todavía reciente, el público común ignora casi todo de estos agentes, sin los cuales cuesta explicar cabalmente nada. En el caso de Enrique Vila-Matas, por ejemplo, hay que atribuir lo ocurrido a los oficios de Mónica Martín, convertida en su representante después de que durante muchos años este cometido recayera (como era antes usual) en la propia editorial Anagrama. Si Mónica Martín no se hubiera resuelto a «liberar» a Vila-Matas de las garras de Anagrama (como hizo antes con Ignacio Martínez de Pisón), aquél difícilmente lo hubiera hecho por sí solo, debido precisamente a esa relación amistosa que supuestamente regía sus relaciones con Herralde. Aunque cabe especular que Vila-Matas encomendase a su nueva agente esta tarea, o incluso que la iniciativa misma de contratar sus servicios viniera determinada por ese propósito (que cobra particular significación si se tiene presente que Herralde ha sido el editor de Vila-Matas durante treinta años consecutivos, durante la mayor parte de los cuales Vila-Matas fue un autor decididamente minoritario).

La intervención del agente literario viene a deshacer muchas de las ideas que circulan comúnmente acerca de las relaciones entre el escritor y su editor. Todavía hoy, estas relaciones suelen ser concebidas, en el imaginario cultural, en términos bochornosamente idealistas, conforme a los cuales el editor -el editor independiente, al menos- reúne simultáneamente los atributos de un mecenas, de un marchante, de un jugador de carreras, de un intelectual, de un proselitista y de un comerciante.

Ya por los años veinte del pasado siglo, Walter Benjamin se hacía cruces ante esta concepción generalizada de un oficio hacia el que él mismo guardaba todas las reservas. En su libro de apuntes Dirección única (1926) hay una viñeta que expresa muy contundentemente esas reservas. Vale la pena citarla aquí, dada su brevedad. Trata de las excusas que un editor da a uno de sus autores para justificar su resolución de no publicar su próximo libro. Dice el editor, con lenguaje que sigue siendo moneda corriente en la actualidad: «Mis expectativas se han visto seriamente defraudadas. Sus cosas no tienen ningún impacto en el público; no atraen lo más mínimo. Y eso que no he escatimado en la presentación. Me he arruinado con los gastos de publicidad… Ya sabe cuánto le aprecio, ahora igual que antes. Pero no podrá tomarme a mal que mi conciencia comercial también empiece a alarmarse. Si hay alguien que hace lo que puede por sus autores soy yo. Pero en fin de cuentas también tengo mujer e hijos que mantener. No quiero decir, desde luego, que le guarde rencor por las pérdidas de los últimos años. Pero sí me quedará un amargo sentimiento de desilusión. Lamentablemente, por ahora me es imposible seguir ayudándole».

La respuesta que el autor en cuestión da al editor no tiene desperdicio: «¡Pero oiga! ¿Y usted por qué se hizo editor?», le replica. «Lo averiguaremos de inmediato. Pero antes permítame decirle una cosa: yo figuro en su archivo con el número 27. Usted ha editado cinco libros míos; es decir, ha apostado cinco veces por el 27. Lamento que el 27 no saliera. Por lo demás, sólo me ha apostado cheval. Simplemente porque estoy junto a su número de la suerte, el 28… Por qué se hizo usted editor, pues ya lo sabe. Igual hubiera podido abrazar una profesión honesta, como su señor padre. Pero eso de vivir al día… Siga con sus costumbres de siempre. Pero evite hacerse pasar por un honrado comerciante. Y no ponga cara de inocente si lo pierde todo jugando; no me venga ahora con su jornada laboral de ocho horas ni las noches en que apenas logra descansar»…

Si la fraseología del editor, en este pequeño diálogo, suena familiar, la respuesta del autor, sin embargo, por razonable que sea, queda lejos de resultar verosímil. De entrada, porque son pocos los escritores dispuestos a admitir que su fortuna depende del azar antes que de sus propios méritos, por consolador que sea pensarlo en según qué ocasiones. Y además porque, entretanto, el margen del azar, con ser todavía muy grande, no ha dejado de estrecharse, o más exactamente de encauzarse en las direcciones cada vez más previsibles del mercado. Pero sobre todo porque los propios autores son los primeros en aceptar la lógica implícita en las palabras del editor, una lógica que sugiere mutua complicidad y una cierta actitud de protección, de amparo.

Es la fraseología encubridora del editor, y no la réplica supuestamente desenmascaradora del autor, la que, casi un siglo después, conserva plena vigencia, al menos en la percepción que, como se ha dicho, suele tenerse de las relaciones entre unos y otros. Ahora bien, los dos casos de los que esta reflexión arranca dibujan una situación muy distinta a la imaginada por Benjamin. Distinta, en primer lugar, porque es el autor en cuestión quien aquí «despide» a su editor, desde la confianza que, para hacerlo, le inspira saberse favorecido por la fortuna, es decir, ser el número 28, y no el 27. Y distinta, también, porque, de producirse algún tipo de diálogo, los interlocutores no serían ya el editor y su autor, sino el editor y el agente literario de aquél.

Sería el agente literario quien ahora se adelantaría a tomar la palabra para decir algo semejante a lo que sigue: «Las expectativas de mi representado se han visto seriamente defraudadas. El impacto y los beneficios de su último libro han sido inferiores a los esperables. Probablemente no se ha hecho una adecuada promoción en la prensa y no se ha invertido lo suficiente en publicidad… Ya sabe el aprecio que mi representado y yo le tenemos. Pero no podrá tomarme a mal que anteponga los intereses de él a los de usted. A fin de cuentas, también él tiene mujer e hijos que mantener. Y para su próximo libro hemos recibido ofertas muy superiores de otros editores. Se trata de grandes empresas, que nos garantizan una amplia distribución y todos los recursos necesarios para despertar el interés de la prensa y de los libreros, aparte de una buena campaña de publicidad. Comprenderá que…», etcétera, etcétera.

Cualquiera fuera la réplica del editor, habría de resignarse a ser tratado conforme a su propio proceder en casos anteriores, en los que la lógica comercial hubo de prevalecer sobre los criterios de afinidad artística o de lealtad amistosa.

Por muy apegada al viejo cliché que se halle la percepción que un lector común tiene de las relaciones entre editores y escritores, lo cierto es que, en realidad, salvo excepciones cada vez más raras, aquéllas discurren fuera de la esfera de lo personal e incluso de lo cultural. Discurren en el plano materialista y nada confortable de los intereses comerciales, sujetos a criterios escasamente flexibles y por fuerza unilaterales.

Es ingenuo pensar que estos criterios no influyen o determinan la actividad del escritor, tanto más cuanto mayor es la expectativa alrededor de sus resultados. Déjense a un lado, por el momento, los argumentos relativos al prestigio o al glamour superiores de las editoriales «independientes» o simplemente más pequeñas y tradicionales (prestigio y glamour que no sólo irradian sobre el público lector, sino también -al menos en los dos casos contemplados- internacionalmente); no se tenga en cuenta tampoco el grado en que la fidelidad de un sector de lectores a un determinado sello, a una determinada colección, puede haber intervenido en el crédito de que gozan ciertos autores. Son éstos factores difícilmente evaluables que no cuestionan sustancialmente la presunción de que, cuanto más grande sea la inversión realizada por los editores en un libro, más grande será el esfuerzo que hagan en rentabilizarla.

Si se atiende al hecho de que la cantidad que un autor recibe por un libro le es abonada en concepto de adelanto sobre el porcentaje que le corresponde de las ventas, se comprende enseguida que la decisión, por parte de un editor, de no pagar una cantidad muy elevada puede obedecer a dos criterios: el de estimar que las ventas no serán suficientes para cubrir ese adelanto, o el de estimar que, para cubrirlo, habría que emplear unos recursos de los que el editor en cuestión carece.

En el caso de Javier Cercas y su Anatomía de un golpe, todo parece indicar que hubo, por parte de Tusquets Editores, un mal cálculo de lo que el libro era capaz de vender.

En el caso de Enrique Vila-Matas (autor que, a diferencia de Cercas, no ha alcanzado la popularidad de un solo golpe, sino después de una larga travesía como autor raro, primero, y de culto, después, resultado de una insistente «política de autor» por parte de Anagrama), está por ver quién ha hecho mal el cálculo, si bien conviene añadir que entre las especulaciones que un editor hace sobre un determinado autor o un determinado libro intervienen consideraciones no sólo estrictamente económicas, sino relativas también a los beneficios indirectos o a largo plazo que el libro o el autor en cuestión puede reportar en razón de calidad o de su prestigio.

Como sea, el escritor que acepta ser objeto de grandes especulaciones, se pliega a ellas más o menos conscientemente. Esto quiere decir que su actividad como escritor queda condicionada en adelante por las expectativas a que esas especulaciones dan lugar, y por las servidumbres que comporta satisfacerlas. Aun si el éxito lo acompaña, debe contar con que ese éxito ha dejado de ser una eventualidad para convertirse una cláusula más del contrato sucrito, lo cual supone el compromiso de trabajar con escaso margen de riesgo, adecuándose preferiblemente a fórmulas seguras.

Esta es la verdadera noticia que entrañan las supuestas «deserciones» de Cercas y Vila-Matas: su compromiso explícito y voluntarioso con el éxito. El éxito comercial, para más señas. Un compromiso que la experiencia dicta que es peligroso, que imprime carácter, y del que es muy difícil volverse atrás.

Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.