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Desmercantilizar la democracia

Fuentes: Rebelión

Uno de los efectos más perversos del neoliberalismo, junto con la destrucción de lo público y lo social, es la mercantilización de cada vez más dimensiones de la vida individual y colectiva: la educación, la cultura, la salud, la ciencia, el suelo, el ocio, etc. La mercantilización es hoy una de las principales señas de […]

Uno de los efectos más perversos del neoliberalismo, junto con la destrucción de lo público y lo social, es la mercantilización de cada vez más dimensiones de la vida individual y colectiva: la educación, la cultura, la salud, la ciencia, el suelo, el ocio, etc. La mercantilización es hoy una de las principales señas de identidad de la Europa en crisis, una experiencia tan intensa como el aumento de las formas capitalistas de explotación en el siglo XIX. Ya en 1848 Marx y Engels destacaron la tendencia intrínsecamente expansionista del capitalismo y su afán de crear un mercado mundial «cuyos productos no sólo se consumen en el propio país, sino en todas las partes del globo» [1]. Una idea que conecta con las ideas del economista Franz Hinkelammert, para quien la esencia última del proyecto civilizatorio del neoliberalismo dominante consiste en la «totalización del mercado» [2] capitalista y sus principios: desigualdad, insolidaridad, individualismo posesivo, competencia, cálculo económico, consumismo, privatización, etc. No en vano decía Karl Polanyi que hemos pasado de sociedades con islas de mercado a un gran mercado con islas de sociedad.

La democracia representativa no es una excepción. Sometida desde los años ochenta del siglo XX a gobiernos y políticas de signo neoliberal, parece haberse convertido en un mercado político en el que opciones subordinadas a los grandes poderes económicos compiten a sangre y fuego por obtener los máximos beneficios electorales. Es la democracia de libre mercado, con objetivos, conceptos y procedimientos propios de la economía capitalista libre y competitiva. Esta perspectiva, inspirada en los planteamientos de Schumpeter, Downs y Buchanan, entre otros teóricos de las concepciones económicas y elitistas de la democracia, traslada el modelo de la sociedad de consumo a la política. La democracia, así, funciona como un mercado político donde los consumidores-electores «compran» las mercancías (programas electorales) que mejor satisfacen sus intereses egoístas. Los candidatos a representantes actúan como proveedores que se enfrentan en el libre mercado electoral por seducir al electorado y acumular poder mediante el voto individual como mecanismo de legitimación. Detrás de esta concepción subyace la antropología del «homo economicus» en la que se apoya el liberalismo económico, según la cual las personas son básicamente agentes de cálculo egoísta que buscan maximizar los lucros y minimizar las pérdidas. De este modo, los intereses privados de los consumidores-electores se imponen sobre las virtudes cívicas, sólo relevantes cuando sirven para optimizar los beneficios particulares.

La mercantilización de la política y la democracia representativa en la época de la globalización neoliberal se manifiesta de múltiples maneras. He aquí algunas:

1) La financiación de los partidos políticos y de las campañas publicitarias y electorales por empresas privadas, hecho que convierte a los partidos en lacayos del poder económico.

2) La compraventa de votos con dinero público o privado (una de las formas más flagrantes de corrupción y mercantilización) y otras prácticas clientelares afines.

3) La transformación de la política en un espectáculo de masas de ínfima calidad, observable en fenómenos como la teatralización (al estilo de Berlusconi) y la patetización de la democracia parlamentaria (el «que se jodan» de la diputada Andrea Fabra, gritado en el Congreso al aprobar los recortes en las prestaciones de desempleo, es un ejemplo elocuente, pero no el único).

4) La desposesión de derechos económicos y sociales de los ciudadanos, lo que recorta el campo de la democracia social y económica y lo limita a la democracia política (voto y representación).

5) El vaciamiento de la esfera pública como espacio de deliberación y acción cívico-política, que pasa a ser comprendida como un espacio privado de consumidores que utilizan los medios públicos para satisfacer y proteger sus intereses particulares. Deliberar y decidir en común proyectos de sociedad son cuestiones secundarias en la esfera pública de mercado, que promueve una ciudadanía despolitizada y articulada sobre el deseo de acumular y consumir.

6) La privatización de la democracia representativa. ¿Se imaginan acudir a las urnas y que en las papeletas electorales en lugar de partidos políticos aparecieran instituciones financieras y empresas multinacionales como candidatas a representantes? Pues no se lo imaginen porque ya ocurre de alguna manera. La privatización de la democracia se traduce en dos procesos. El primero es su transformación en un nido de intereses privados encubiertos por un simulacro electoral en el que los votantes refrendan políticas impuestas por una élite minoritaria y en su beneficio. El segundo es la banalización del voto: la pérdida de la capacidad real de elegir de la ciudadanía. La influencia del poder económico sobre la política es tan grande que el derecho a voto termina siendo el derecho a elegir los representantes específicos de la clase dominante que nos «representarán» y oprimirán en el Parlamento a través de partidos-marioneta. De aquí la importancia de distinguir los partidos que verdaderamente defienden intereses públicos, sociales y colectivos. En Europa, la austeridad ha sido el pretexto para privatizar la democracia y entregar a pocos lo que es de todos. En Italia y Grecia la privatización se llevó a cabo de manera tan obscena que condujo a la suspensión de la democracia electoral y a la imposición de tecnócratas procedentes de Goldman Sachs. No sería extraño que, en su delirio privatizador, el neoliberalismo promoviera una reforma electoral que fijara una tasa obligatoria (una especie de sufragio neocensitario) como requisito para votar. De ser así, podríamos ahorrarnos la participación en la comedia (o drama) electoral.

Ante este panorama, las actuales luchas por la democracia están llamadas a ser luchas por la desmercantilización de todas las esferas de la vida. Son luchas emprendidas por una pluralidad de sujetos políticos (movimientos sociales, sociedad civil no organizada, ONG, partidos, etc.) comprometidos con la «eliminación del lucro como categoría» [3] rectora de las relaciones humanas. Desmercantilizar significa, siguiendo a Boaventura de Sousa Santos, «dejar de pensar la naturalización del capitalismo. Consiste en sustraer grandes áreas de la actividad económica a la valoración del capital (a la ley del valor): economía social, comunitaria y popular, cooperativas, control público de los recursos estratégicos y de los servicios de los que depende directamente el bienestar de los ciudadanos y de las comunidades. Significa, sobre todo, impedir que la economía de mercado amplíe su radio de alcance hasta transformar la sociedad en una sociedad de mercado (donde todo se compra y todo se vende, incluso los valores éticos y las opciones políticas)» [4]. Desmercantilizar la democracia, en este sentido, es impedir que el enfoque de mercado y sus valores se apoderen de ella. La democracia no es el procedimiento que legitima una disputa electoral de las élites en el mercado de votos. Es el resultado de luchas históricas que construyen relaciones, procesos y condiciones (espacios, tiempos, sujetos, saberes, instituciones, formas de sociabilidad) que aspiran a la igualdad real en la diversidad y al poder compartido en cualquier ámbito. Todos los avances en materia de democracia política y social logrados desde el siglo XIX fueron conquistas de luchas populares en reivindicación de sus derechos. La experiencia histórica muestra que las luchas sociales son un factor de humanización de la política y la sociedad.

El poder sin control del mercado puede ser más destructivo para la democracia que el de un ejército en armas. Las luchas por la desmercantilización y la desprivatización de la democracia son luchas por alterar el predominio de la economía sobre la política, fortalecer el control social, alejar la democracia del cálculo electoralista, ampliarla y llevarla allí donde aún no ha llegado. Son luchas para que la pequeña y frágil barca de la democracia atraque en nuevos puertos sin naufragar en el intento.

Notas

[1] Marx, K. y Engels, F. (1997), Manifiesto comunista, Akal, Madrid, pág. 26.

[2] Hinkelammert, F. (2001), El nihilismo al desnudo: los tiempos de la globalización, LOM, Santiago de Chile, pág. 83.

[3] Wallerstein, I. (2002), «Uma política de esquerda para o século XX? Ou teoria e práxis novamente», en Loureiro, I. M.; Leite, J. C. y Cevasco, M. E. (orgs.), O espírito de Porto Alegre, São Paulo, Paz e Terra, 2002, pág. 36.

[4] Aguiló, A. J. (2010), «La democracia revolucionaria, un proyecto para el siglo XXI. Entrevista a Boaventura de Sousa Santos», Revista Internacional de Filosofía Política, 35, pág. 138.

Antoni Jesús Aguiló es filósofo político e investigador del Núcleo de Estudios sobre Democracia, Ciudadanía y Derecho (DECIDe) del Centro de Estudos Sociais de la Universidad de Coímbra (Portugal).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.