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Después del Terrorismo de Estado en la Argentina «Demanda de memoria»

Fuentes: Página 12

«Memoria, verdad, justicia»: son términos que en la Argentina integran una serie establecida y repetida. Exponen una agenda de los problemas abiertos en torno del pasado reciente y, a la vez, se proponen como una constelación de valores y esperanzas en la reparación de las heridas que se reactivan en el presente. En verdad, cada […]

«Memoria, verdad, justicia»: son términos que en la Argentina integran una serie establecida y repetida. Exponen una agenda de los problemas abiertos en torno del pasado reciente y, a la vez, se proponen como una constelación de valores y esperanzas en la reparación de las heridas que se reactivan en el presente. En verdad, cada uno de esos términos arrastra una densidad particular que se acrecienta con su combinación y superposición. ¿Qué es una verdad para la memoria y cuáles son las diferencias respecto de una verdad para la historia? ¿Cómo pensar las relaciones entre verdad y justicia, entre memoria y justicia? Desde hace veinticinco años, en nuestro país se eligió, de diversas formas, recordar.

Los variados proyectos de olvido y amnistía terminaron cediendo frente a una voluntad de rememorar una experiencia focalizada en el terrorismo de Estado. Oscar Terán lo señalaba y exponía un ideal de memoria: «Lo que sutura aquel hilo de sentido brutalmente cortado». Pero también puntualizaba las condiciones de una crisis presente que ha impedido una fácil restauración de las seguridades perdidas: la «demanda de memoria» ha coincidido con tiempos de incertidumbre, con creencias fracturadas, en fin, con el derrumbe de las utopías. Ofrecía así una imagen elocuente de los problemas de una memoria ética y política que debe curar las heridas, en un tiempo que ha trastrocado el horizonte de representaciones e ideales capaces de reactivar las esperanzas del pasado. Donde ya no queda el reaseguro de aquellas utopías, decía Terán, la certidumbre que nos convoca reside en el rescate de las víctimas; la memoria se reúne con el duelo: es el deber de reintegrar a los muertos insepultos, los desaparecidos, y los niños «des-identificados»; el «reclamo de Antígona», que coloca el trabajo de la memoria bajo el sino de la tragedia.

Quiero partir de esa indicación problematizada de la memoria, concebida en una relación inherente de responsabilidad hacia el pasado y, sobre todo, hacia las víctimas. No hay memoria plena ni efusiones combativas que puedan suprimir el peso de lo irreparable. El trabajo que busca tramitar la pérdida de tantos cuerpos asesinados, torturados, exiliados, apropiados, debe hacerse cargo también de renovar las ideas y las pasiones, de recuperar y revisar las promesas fracasadas de un tiempo dominado por la furia de los combates y lo irreversible de la muerte.

Ni pura repetición, ni presente fracturado respecto del pasado; la memoria está a la vez en el pasado y en el presente, y ese doble horizonte habilita diversas transacciones frente a las herencias recibidas: entre las formas compactas de un pasado que se impone como un velo que cubre el presente, y las expresiones, igualmente ilusorias, que buscan alinear y borrar el pasado fracturado desde la perspectiva de un presente reconciliado.

Las apuestas se desplazan al presente, pero en un tiempo en movimiento en el que los cambios en la memoria replican y revelan la radical historicidad de la democracia, un régimen falto de fundamento y a la vez condenado a construir las bases de una vida en común que reconozca las diferencias y admita la alteridad.

Una condición del derecho reside en la voluntad colectiva, en el presente, de permanecer abiertos espacios y prácticas de liberación sobre el pasado. Si se puede hablar de memoria social, el fundamento social de la memoria (es la primera enseñanza de Maurice Halbwachs) es lo que se construye como pasado compartido. Esto no excluye las divergencias, pero, si las disputas se ahondan y rompen ciertos marcos, las diferentes formaciones del pasado se hacen incomunicables y las memorias sociales estallan: ése es el problema mayor en la dimensión política de la memoria. Siempre hay conflictos y también hay criterios o soportes (narraciones, imágenes, símbolos) que habilitan un suelo común. La dinámica de la memoria política depende, entonces, de la estructura básica del lazo social que Freud ilustraba con la parábola de los puercoespines en una noche de frío: un movimiento de reunión/separación en busca de la distancia justa.

Lo inolvidable

Hay olvidos memoriosos que, en su persistencia, son la base de un recuerdo intensificado. Se lee mal a Freud y se abusa del psicoanálisis cuando se señalan patologías del olvido que serían la expresión de un déficit simple en oposición a los deberes de la memoria. En principio, no hay memoria total, salvo en la figura monstruosa de Funes. No se trata, por lo tanto, de establecer una exigencia de transparencia y completud en las prácticas de recuperación y acción sobre el pasado: el olvido no es simplemente el fracaso de la memoria. La tópica freudiana (que permite plantear que hay formaciones de la memoria, así como represión y retorno de lo reprimido) sitúa el olvido en un lugar central: no hay trabajo de memoria que no sea al mismo tiempo trabajo de olvido. Es la paradoja inherente al concepto freudiano de represión: en la dinámica de lo reprimido, lo que se manifiesta como olvido (nunca definitivo), en la conciencia, permanece como recuerdo, incluso intensificado, en el inconsciente.

Interesa recuperar lo productivo del concepto de trauma de un modo distinto del que habitualmente se aplica cuando se trata de acontecimientos que golpean la conciencia colectiva. En el uso habitual, el trauma vale como la representación de una irrupción violenta e inesperada que se impone por su propia fuerza a un sujeto, o a un grupo, que lo sufre en condiciones de pasividad e indefensión. Así entendido, se ha convertido en un lugar común aplicado a las formaciones de la memoria y la conciencia histórica de la experiencia argentina. En la figura de la víctima y en la exposición de los agravios se condensan los sentidos de un pasado «traumático», focalizado en los crímenes del terrorismo estatal. Pero ese pasado ofrece aristas más complejas e ingredientes menos tolerables para la conciencia de la sociedad, ya que no hubo sólo víctimas, y los usos retrospectivos de una figura simplificada del trauma, cuando se extiende hasta abarcar la entera sociedad, terminan sirviendo a una estrategia general de victimización.

Esa figura ampliada de la víctima se define por una posición de ajenidad y exterioridad respecto de aquello que le acontece, de modo que, en esos modos del reconocimiento social de un pasado atroz (que no son exclusivos de la experiencia argentina), la extensión con que la comunidad asume para sí la posición de víctima pasiva de los acontecimientos es correlativa a una operación no menos amplia de rechazo de la responsabilidad por el pasado. Muy distinta es la intelección que, admitiendo que en los crímenes masivos hay una extensa producción de víctimas, está dispuesta a reconocer que en materia de posiciones y de responsabilidades, como lo señalaba Primo Levi para el campo de concentración, no existe una nítida separación entre el blanco de las víctimas y el negro de los victimarios, sino, más bien, una zona gris.

Es mucho más productiva e incitadora, en la idea freudiana del trauma, la relación inherente a la acción de la memoria: el trauma es lo inolvidable, es decir, lo que retorna y queda a la vez impedido de una completa rememoración. Pero, aun como un fragmento separado, en la medida en que retorna está disponible para imponer nuevos reconocimientos, significados y olvidos. No es fácil encontrar en Freud el sustento para una noción que se ha impuesto en los «estudios de memoria», una suerte de sacralización del trauma como acontecimiento compacto y cerrado, un bloque separado, imposibilitado para siempre de una tramitación por la palabra. Es la idea prefreudiana de la histeria traumática la que parece proporcionar el modelo para una suerte de hiperrealismo de la memoria, que se expone en el nuevo vocabulario del postrauma y la posmemoria, incluso en una suerte de metafísica de la historia que, a partir del Holocausto, postula que hemos entrado en una era «postapocalíptica».

En Freud, el primer concepto de trauma encuentra su fórmula en el estatuto de lo reprimido y no se focaliza en un acontecimiento único. Justamente lo que separaba su idea de «histeria corriente», respecto de la histeria traumática de Charcot, es que hay muchos traumas, siempre incorporados en una trama interrumpida que, sin embargo, no está excluida de la posibilidad de ser recuperada por la palabra y la historia.

La cuestión más relevante que se plantea, en relación con las significaciones del pasado como trauma, es la condición activa o pasiva de la memoria: hay, en cierto modo, una oposición entre la figura del trauma (sufrido pasivamente) y la idea de un trabajo de la memoria. Cuanto más se destaca la figura del pasado traumático, menos recursos quedan para las formas de rememoración que impliquen una renovación del pasado.

Este es el punto en el que debe reconocerse una dinámica, una tensión permanente entre lo que se impone del pasado y los modos de elaborarlo y darle sentido. Las huellas de la violencia y las heridas irrumpen; pero, al mismo tiempo, si puede hablarse de un trabajo de la memoria, si puede haber responsabilidades por el pasado, es porque hay acciones posibles sobre esas huellas. Ese es el sentido del retorno: su fuerza está tanto en el acontecimiento como en la formación que lo admite y lo reconoce desde el presente.

Es claro que en esa formación, y en esa distancia intrínseca con el acontecimiento, hay siempre algo de olvido; ante todo, por la forma narrativa de la memoria, que construye tramas diversas. Pero, además, si se trata de la memoria y el olvido públicos, sobre esa cualidad selectiva, inherente a la memoria, se agregan diversas operaciones de los actores que buscan apropiarse del pasado significativo para un grupo o una comunidad: allí nacen los usos y abusos de la memoria histórica, incluso diversas formas de manipulación ideológica o política. Ricoeur introduce allí la dimensión de la identidad: no como una verdad esencial, a nivel personal o colectivo (clase, partido), sino como efecto de esa trama que sostiene la pregunta «¿quién soy?» y, sobre todo, «¿qué puedo hacer?».

* Texto extractado del libro Sobre la violencia revolucionaria. Memorias y olvidos, de reciente aparición (Ed. Siglo XXI).

Fuente original: http://www.pagina12.com.ar/diario/psicologia/9-129864-2009-08-13.html