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Detener el despilfarro y no el desarrollo

Fuentes: Cubarte

«El desarrollo sostenible se muestra poco duradero, porque no es ecológicamente sustentable». Se pensaría en cosa de broma, o de caprichoso juego de palabras de no provenir la afirmación, expresada hace pocos meses ante un ilustrado auditorio, de una autoridad en educación ambiental como Enrique Leff. El conocido experto vinculó la misma, en documentada tesis, […]

«El desarrollo sostenible se muestra poco duradero, porque no es ecológicamente sustentable». Se pensaría en cosa de broma, o de caprichoso juego de palabras de no provenir la afirmación, expresada hace pocos meses ante un ilustrado auditorio, de una autoridad en educación ambiental como Enrique Leff. El conocido experto vinculó la misma, en documentada tesis, a la necesidad de sustituir la que él llama racionalidad económica prevaleciente por «otra economía, otros principios constructivos. El objetivo de esta «nueva economía» sería, a fin de cuentas, la transición hacia una economía sustentable.

En los últimos meses la atención mundial permanece centrada en torno a la crisis financiera que sacude los cimientos de la economía global, sobre cuyos orígenes y factores desencadenantes se han llenado y continúan llenando cientos de cuartillas. Allan Woods ha adelantado un enjundioso análisis que le lleva a la afirmación, entre otras, de que nos enfrentamos a un fenómeno mundial que está lleno de implicaciones revolucionarias. Este autor satiriza la versión de algunos medios occidentales que achacan la presente crisis al fracaso de los mecanismos para regular «el excesivo riesgo» con que estaba operando el sistema financiero, cuando todo el mundo sabe que durante tres décadas políticos y economistas neoliberales se agotaron argumentando lo contrario: que todas las regulaciones son malas para los negocios.

Tal y como apunta certeramente Woods, la conclusión es bastante clara: o se tiene libre mercado basado en la búsqueda del beneficio o se tiene una economía nacionalizada planificada. Una cuestión crucial estriba, no obstante, en el hecho de que hablar de «capitalismo regulado» entraña una contradicción. En cualquier caso, me parece especialmente válida su estimación en cuanto a que el hábito, la rutina y la tradición pesan mucho sobre la conciencia de las masas, que va por detrás de los acontecimientos, pero que en momentos críticos de la historia, los acontecimientos se aceleran hasta el punto crítico en que la conciencia se dispara. El actual sería uno de esos puntos críticos y por ende el debate de ideas adquiere una importancia relevante.

Otra aguda analista, Naomi Klein, ha puesto el dedo en la llaga del desastre financiero al puntualizar que «el motivo por el que se permitió que proliferaran esos préstamos chatarra no fue sólo que los reguladores no comprendieron el riesgo, sino porque se tiene un sistema económico que mide el bienestar exclusivamente sobre la base del aumento del PIB. Mientras los préstamos chatarra alimentaban el crecimiento económico, ha afirmado la Klein, los gobiernos los apoyaron activamente. De modo que lo que hay que cuestionar realmente a raíz de la crisis, concluye con singular acierto, es el compromiso indiscutido con el crecimiento a todo precio. Lo ocurrido debiera llevarnos a un camino radicalmente diferente en la forma en la que nuestras sociedades miden la salud y el progreso, aunque la propia autora citada señala con cautela que, a pesar de todo, la ideología del libre mercado está lejos de su fin. Se hace preciso, me atrevo a apuntar, enfrentarla y demostrar sus inconsistencias.

La ideología consumista está no obstante sometida a serio cuestionamiento. Eduardo Gudynas, por ejemplo, señala con acierto que la ortodoxia mercantilista hoy en crisis es la misma que promovió, a lo largo de las últimas décadas, la ampliación del propio concepto de mercadería hasta incluir en él a la Naturaleza misma, bajo artificios tecnocráticos como los llamados «bienes y servicios ambientales». Recuerda este autor que la propia Conferencia Cumbre de Johannesburgo, en el 2002, que estuviera de manera nominal dedicada al desarrollo sostenible, terminó legitimando esas ideas de mercado. Recuerda también cómo en breve plazo proliferaron todo tipo de estudios de valoración económica de los recursos naturales, se crearon mercados para comercializar permisos de contaminación (¡!) y se experimentaron todo tipo de los llamados «instrumentos económicos verdes». Pienso, como Gudynas; que asiste toda la razón a quienes aprecian que las nuevas circunstancias creadas por el despliegue de la crisis en curso han de ser aprovechadas para escapar de ese reduccionismo economicista y replantear el tema de la política ambiental como su propio nombre lo sugiere, un tema de política pública.

Una parte esencial del razonamiento necesario para actuar en lo adelante estriba en reconocer, como lúcidamente ha expuesto Ignacio Ramonet, que la crisis a la que asistimos actualmente no es una más en la sucesión de ciclos capitalistas, sino una coyuntura en la cual estamos ante una crisis múltiple, nunca antes afrontada, que no es sólo financiera sino también social, alimentaria y ambiental. No es difícil percibir que entre una y otra de estas existen estrechas interconexiones, pero hay un factor que diferencia peculiarmente a esta última: los daños ambientales derivados de los modelos de crecimiento ilimitado son por lo general irreversibles y, en un plazo previsible, esencialmente letales.

El análisis conjunto de ambas crisis, la financiera y la ecológica, aporta más y más argumentos hacia la necesidad de un cambio. Esto no transcurre, sin embargo, en un ambiente de gabinete o de cónclave académico, sino que, como señala Woods, la crisis económica que recorre el mundo está teniendo efectos muy serios sobre la psicología de todas las clases, empezando por los propios capitalistas.

El momento es por tanto propicio para exacerbar la que Leff denomina inquietud por el decrecimiento, resultante directa de la angustia ante la evidencia del cataclismo ecológico y de la bancarrota moral de la lógica economía de mercado. El llamado al decrecimiento viene a ser una variante radical de la idea lanzada por los años 70 del pasado siglo, de la necesidad de hacer el crecimiento igual a cero, o de lograr una «economía de estado estacionario». Esa idea surgió precisamente de la constatación de los efectos nocivos al entorno asociados al crecimiento económico cuantitativo. Un notable estudioso, N. G. Roegen, publicó su famoso libro «La Ley de la Entropía y el Proceso Económico» en el cual logró establecer de manera categórica el vínculo fundamental entre el crecimiento económico y los límites de la naturaleza. En esencia, su conclusión fundamental es que no es posible mantener una economía en crecimiento que se alimenta de una naturaleza finita.

Esto es tanto más evidente, como ha apuntado Leff, para una economía fundada en el uso del petróleo y el carbón, los que son transformados en el metabolismo industrial, del transporte y de la economía familiar en dióxido de carbono, el principal gas causante del efecto invernadero y del calentamiento global que hoy amenaza a la vida humana en el planeta tierra.

El desarrollo tecnológico no puede por sí solo resolver esta contradicción de fondo. Por ejemplo, todo proceso productivo (como todo proceso metabólico en los organismos vivos) se alimenta de materia y energía que en su proceso de transformación generan bienes de consumo con un residuo de energía degradada, que finalmente se expresa en forma de calor. Y este proceso es irreversible. No obstante los avances de las tecnologías del reciclaje, el calor no es reconvertible en energía útil.

En su análisis Leff advierte cómo en la misma medida en que el proceso económico deba producir bienes materiales (casa, vestido, alimento) no podrá escapar a la ley de la entropía, y es esto precisamente lo que marca el límite al crecimiento económico. Para él, la única alternativa viable al fatal camino de la insostenibilidad es lo que él califica como el proceso de producción neguentrópica de materia viva, lo que se traduce en la estricta utilización de recursos naturales renovables.

Muchos podrán preguntarse, a la luz de todo lo expuesto, si no asiste entonces la razón a quienes esgrimen la necesidad de detener el crecimiento o incluso decrecer. Una lúcida respuesta a esa interrogante se encuentra, a mi manera de ver, en el penetrante análisis publicado el pasado año por el economista István Mezsáros, quien ante todo nos pone en guardia acerca de la autodeterminación interna del capitalismo que impone «una ruda sumisión de las necesidades humanas a la necesidad alienada de expansión del capital». Es precisamente esa condición intrínseca al sistema la que, en el decurso del tiempo, ha transformado el gran poder positivo de un momento histórico previo del capitalismo para impulsar un desarrollo económico inimaginable antes, en una negatividad devastadora de la cual están ausentes las más elementales restricciones reproductivas necesarias. En efecto, el sistema persigue intrínsecamente la expansión ilimitada del capital, idealizando al siempre importante crecimiento» como un fin en sí mismo». Para Mészáros, el supuesto remedio que supone la «economía de estado estacionario» no pasa de ser una generosa prédica encaminada a lograr una distribución menos conflictiva de la riqueza, dejando al sistema tal cual está. Se trata en realidad de un postulado imposible de alcanzar en los hechos y, lo que es peor, incapaz de solucionar ninguno de los graves problemas que aquejan a la producción capitalista contemporánea.

Al decir de este analista, la incapacidad del sistema para establecer límites aún frente a los derroches más escandalosos viene dada por una concepción afincada sobre falsas afirmaciones, como la que pretende definir crecimiento con productividad y productividad con crecimiento. Igualmente arbitraria, afirma, es la supuesta alternativa entre «crecimiento» y «no crecimiento», la cual se sustenta en el concepto de crecimiento postulado por el capitalismo, como si no existiese o pudiese existir otra alternativa. En otras palabras, se intenta de nuevo encubrir la expansión ampliada del capital haciéndola coincidir de manera falsificada, y también arbitraria, con la legítima satisfacción de usos y necesidades humanas.

Hablar del no-crecimiento como alternativa resulta falaz cuando se considera lo que podría ser su impacto inevitable bajo las graves condiciones de desigualdad y sufrimiento que prevalecen hoy en el mundo dominado por el capital. Significaría la condenación permanente de la aplastante mayoría de la población mundial a las condiciones inhumanas a las que en la actualidad está siendo forzada a soportar. Coincido plenamente con Mészáros en que la verdadera alternativa estriba en rectificar al menos los peores efectos de la privación que sufre la mayoría de los habitantes del planeta, poniendo al servicio de toda la humanidad el disfrute del uso del potencial de la productividad, en un mundo en el cual se despilfarran actualmente los materiales y los recursos humanos. En sus palabras, se precisa liberar al potencial de productividad de la humanidad de la camisa de fuerza capitalista, de modo que ese potencial llegue a ser un poder productivo socialmente viable.

Para que ese poder productivo resulte sustentable en el tiempo es indispensable, como he sostenido en otros momentos, reconocer y aceptar de manera consciente los límites cuya transgresión pondría en peligro la propia posibilidad de reproducción, lo cual excluye de antemano el derroche y la destructividad. Por otra parte, el sistema socio productivo socialista que suceda al actual sistema capitalista deberá asentarse, entre otros factores, en un modo radicalmente distinto de dimensionar el valor. Es imprescindible una redefinición fundamental de la riqueza en sí misma, para hablar de un crecimiento económico socialmente justo y ambientalmente viable. Se trata de detener el despilfarro y no el desarrollo.