La Doropædia («la enciclopedia dorada») es una publicación cuatrimestral de mini-CDs coleccionables en formato digipack de 3″ con canciones, textos y contenidos multimedia y de artes plásticas que recogen a modo de monográficos distintas impresiones en torno a un concepto. La primera entrega estuvo dedicada a la Maternidad; en Doropaedia #2: «Revolución» han aportado su visión del asunto grupos como Grande-Marlaska, Don Simón y Telefunken, Mai + DJ Asmatic, Los Carradine y Fase Nuova; también el ilustrador Luis Demano, el colectivo Zumo Natural (vídeo) y el ensayista Santiago Alba Rico.
Revolución: hasta el siglo XV no existe la palabra y sólo en el XVII se usa por primera vez como metáfora política. Todavía en el siglo XVIII, treinta años antes de la más famosa y decisiva, la Encyclopedie de Diderot y D’Alembert se ocupa sobre todo de las acepciones científicas del término: la rotación de una figura plana en torno a un eje inmóvil para la geometría, la órbita completa de un planeta alrededor del sol para la astronomía, la acción recíproca de las ruedas por medio de engranajes para la relojería. El vocablo Revolución, hasta el derribo de la Bastilla, evoca en las minorías cultas de Europa, dóciles a su etimología latina, la tranquilidad de un automatismo restaurador, la constancia mecánica de un eterno retorno: rodar, girar, circular sobre un raíl fijo y para volver al punto de partida. De hecho, la consagración política del término en Inglaterra -nos recuerda Hannah Arendt- no va históricamente asociada a la revolución popular de Cromwell de 1648 sino a las dos maniobras reaccionarias de 1660 y 1688 encaminadas «a la restauración del poder monárquico en su gloria y virtud primitivas».
Es la Revolución francesa de 1789 la que establece para siempre el concepto político de la Revolución como un radical comienzo a partir de otros carriles; es decir, no como el ciclo natural del retorno al mismo principio sino como la necesidad de empezar desde uno nuevo. Algo de la acepción original permaneció, sin embargo, en este impulso prometeico. Los jacobinos franceses destruyeron el Antiguo Régimen -observa Marx- «vestidos con ropajes romanos» y a fin de restaurar las libertades ciudadanas de la República de Bruto. Además, concibieron su empresa emancipatoria, a partir de la inspiración ilustrada, como el re-establecimiento de una naturaleza humana siempre burlada y jamás establecida. Los grandes defensores de la monarquía -Maistre, Burke, De Bonald- habían insistido en la identificación entre Sociedad y Naturaleza precisamente porque Robespierre y Saint-Just habían demostrado de hecho -con los hechos- la artificialidad de esa ecuación. La Revolución es sobre todo Devolución; la acción restauradora mediante la que se devuelve a los hombres sus derechos naturales («libertad, igualdad, fraternidad»), negados y silenciados, como sostenía Rousseau, a través de una larga historia de violencias sociales. Es ésta también la concepción marxista de la Revolución que llevará al triunfo bolchevique de 1917: «revolverse» es devolver a los hombres la propiedad sobre los productos de su trabajo, expropiada violentamente por igual bajo el régimen feudal y bajo el capitalismo. La restauración de la Naturaleza, en cualquier caso, está obligada a ser revolucionaria frente a esta fuerza mecánica siempre victoriosa que acaba por imponer a la revolución misma un dinamismo también mecánico: junto a la revolución de los astros, de las figuras y de las ruedas del reloj, tenemos la revolución de las revoluciones, cuyos ciclos periódicos, inscritos en el corazón del sistema, restauran una y otra vez, no sus principios nuevos, sino su necesidad (1830, 1848, 1871, 1968). Bajo el capitalismo, lo que vuelve sin descanso es, sí, la necesidad de la Revolución.
Pero vuelve precisamente porque el artificio expropiador, la desigualdad, la tiranía, el dolor inducido, la infelicidad organizada no descansan nunca y no nos dejan descansar. El eje material y subjetivo del capitalismo, colofón de la llamada revolución industrial, es el automóvil, metáfora extrema de la acepción mecánica, no política, de la Revolución. Geométrica, astronómica, relojera, esta raíz original se fija y se consuma en el «motor», cuyos giros vertiginosos se miden también en «revoluciones». El capitalismo es una máquina que gira sobre sí misma, a velocidad cada vez mayor, y es ésta su condición mecánica irresistible, y su formato tecnológico, lo que paradójicamente confiere a sus sociedades, mucho más que a las del Antiguo Régimen, una apariencia de Naturaleza. Y por eso acaba por parecernos natural, y aceptamos con naturalidad, la extinción de 16.000 especies, la disolución de los polos, el empobrecimiento del agua, la tierra y el aire, la muerte por hambre, el poder de la malaria, la dificultad para encontrar un trabajo y una casa, el contagio de la insolidaridad y hasta la tortura, los bombardeos y las invasiones.
La naturaleza nunca ha existido y por tanto hay que crearla por medios artificiales, como las vacunas, los antibióticos, la música y el amor. La única Revolución permanente -como la de las figuras, los astros y los relojes- es la Revolución mecánica, motorizada, del capitalismo. Y por eso una Revolución política no puede ser ni mecánica ni motorizada y mucho menos permanente; no podrá ser sólo revolucionaria. La Revolución debe ser, sí, una Devolución y aplicará, en consecuencia, una triple presión en una triple dirección: será revolucionaria en lo económico, para devolver a los hombres la propiedad que les es mecánica e ininterrumpidamente escamoteada y sin la cual no podemos ser lbres; será reformista en lo institucional, para devolver a las instituciones la autonomía que les es mecánica e ininterrumpidamente secuestrada y sin la cual no podemos ser iguales; y será conservadora en lo antropológico, para devolver a la Tierra la autarquía que le es mecánica e ininterrumpidamente robada y sin la cual no podemos tampoco ser hermanos.