Quién me iba a decir a mí, tan descreído en aniversarios y conmemoraciones, que iba a encontrar, por fin, un feliz día internacional que valiera el agasajo. Ni el día del padre, el de la madre, el del niño o el de la secretaria, me han merecido nunca respeto alguno, desnaturalizados hasta el aburrimiento si […]
Quién me iba a decir a mí, tan descreído en aniversarios y conmemoraciones, que iba a encontrar, por fin, un feliz día internacional que valiera el agasajo.
Ni el día del padre, el de la madre, el del niño o el de la secretaria, me han merecido nunca respeto alguno, desnaturalizados hasta el aburrimiento si éste viniera empacado y pudiera etiquetarse.
Las innovaciones que en la materia ha habido, con la institución del día del arbusto o del ornitorrinco, tampoco han conseguido interesarme, sin querer restar con ello mis respetos a todos los animalitos y vegetales que estén de cumpleaños.
Lo que de verdad me ha emocionado, en lo que constituye un merecidísimo reconocimiento al más sublime y humano de los espacios, es ese Día Internacional del Retrete que el mundo se dispone a celebrar ayer, 19 de Noviembre, tal y como usted debe estar imaginando. Es posible que se programen jubilosas manifestaciones al respecto para todos los gustos y posturas allá donde viva un ser humano, que nada nos globaliza con más hondura y equidad que esos restos mortales que los días nos desprenden.
Ni siquiera la sospecha de que, atento al día, se vendan en el mundo algunos miles de inodoros y escobillas más que en cualquier fecha, como triste y mercurial destino que el calendario reserva a estas onomásticas, puede objetarse a tan tardío y sentido homenaje.
Tres veces al día, reconozco, le rindo pleitesía, y no por sus haberes, que los tiene, sino por ser y haberlo sido siempre, ese único reducto amurallado, provisto de cerrojo, al que no llegan visitas indebidas; ese sagrado altar en el que entregarse a la lectura sin timbres que interrumpan ni llamadas que importunen.
Si no fuéramos hipócritas, tan esclavos de las dignas biografías que mentimos, tendríamos que reconocer que, en ningún otro trono, como en los retretes, hemos sido más propios y felices, sin un notario al lado que registre la cotidiana historia en la que estamos, sin un juez delante que te autorice el paso o la opinión, sin una obligada cita previa, sin un reproche, sin un lamento, sólo nosotros mismos y el retrete. Y en él hemos soñado y descubierto los dos o tres enigmas pendejos de la vida, esos que son la esencia de todos los humanos afanes, que nos llevan y nos traen, de letrina en letrina, y en cuya concurrida soledad hemos urdido las historias que mejor sabemos y contamos.
(Euskal presoak-Euskal herrira).
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