Quién iba a decirme a mi, tan descreído en aniversarios y conmemoraciones, que iba a encontrar, por fin, un feliz día internacional que valiera el agasajo. De hecho, cada vez estoy más convencido de que esos días que, supuestamente, se han designado en el año en interés de que la memoria recupere algún imperdonable olvido, […]
Quién iba a decirme a mi, tan descreído en aniversarios y conmemoraciones, que iba a encontrar, por fin, un feliz día internacional que valiera el agasajo.
De hecho, cada vez estoy más convencido de que esos días que, supuestamente, se han designado en el año en interés de que la memoria recupere algún imperdonable olvido, sólo sirven para todo lo contrario, para que la amnesia colectiva vuelva a enterrar la fecha festejada debajo de un pesado calendario y, peor todavía, en atención al día señalado, acabemos pensando que guardamos memoria de un grano de arena.
Ni el día del padre, de la madre o el de la secretaria, me han merecido nunca respeto alguno, desnaturalizados hasta la náusea si viniera empacada y pudiera etiquetarse.
Y la asignación de los últimos días que quedaban en el calendario, como el día del arbusto o del ornitorrinco, tampoco han conseguido interesarme, al margen del respeto que me merecen los animalitos y los vegetales que estén de cumpleaños.
Lo que de verdad me ha emocionado, y en lo que constituye un merecidísimo reconocimiento al más sublime y humano de los espacios, es ese Día Internacional del Retrete que el mundo se dispone a celebrar tal y como usted debe estar imaginando. Hasta es posible que se programen jubilosas manifestaciones al respecto para todos los gustos y posturas, festejos colectivos, desahogos grupales a través de las redes sociales que para algo es que deben servir, porque nada nos globaliza con más rigor y hondura que esos restos mortales que los días nos desprenden.
Ni siquiera la sospecha de que se vendan en el mundo algunos miles de inodoros y escobillas más que en cualquier otro día, mercurial contrapartida de la fecha, puede objetarse a tan sentido homenaje.
Tres veces al día, reconozco, le rindo pleitesía, no por sus haberes, que los tiene, sino por ser y haberlo sido siempre, ese único reducto amurallado, provisto de cerrojo, al que no llegan visitas indebidas; ese sagrado altar en el que entregarse a la lectura sin timbres ni llamadas que interrumpan.
Si no fuéramos hipócritas, tan esclavos de las dignas biografías que mentimos, reconoceríamos que en ningún otro trono hemos sido más propios y felices, sin un notario al lado que registre la cotidiana historia en la que estamos, ni magistrado que te censure el juicio, ni banco que gestione el desembolso; sin una cita previa, sin una firma debajo de un membrete, sin un reproche, sólo nosotros mismos y el retrete.
En él hemos soñado y descubierto los dos o tres pendejos enigmas de la vida, esos que son la esencia de todos los humanos afanes que nos traen y nos llevan de letrina en letrina, y en cuya concurrida soledad hemos urdido las historias que mejor sabemos y contamos.
Por todo ello, yo también me sumo al internacional aniversario y, como olvidé conmemorar el 12 de octubre, este próximo 19 de noviembre aunaré en un cálido y único homenaje los dos cumpleaños y, cumplido el expediente con gusto y con holgura, con copia a la corona, tiraré de la cadena y… hasta nunca.
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