l. Las fuentes principales y el contexto El término hegeliano aufheben, traducible por «superar» -verbo familiar al léxico gramsciano- expresa el hacerse de lo nuevo: conservar y al mismo tiempo poner fin a lo otro de sí («Algo es eliminado sólo en cuanto ha llegado a ponerse en la unidad con su opuesto»). Gramsci muestra […]
l. Las fuentes principales y el contexto
El término hegeliano aufheben, traducible por «superar» -verbo familiar al léxico gramsciano- expresa el hacerse de lo nuevo: conservar y al mismo tiempo poner fin a lo otro de sí («Algo es eliminado sólo en cuanto ha llegado a ponerse en la unidad con su opuesto»).
Gramsci muestra la involución, en sentido «reaccionario», que la dialéctica hegeliana (sustanciada en un robusto sentido de la historia) sufre en la «reforma» de Croce y de Gentile. También las referencias a Marx (a su crítica de la «dialéctica» pseudo-hegeliana de Proudhon) apuntan a subrayar esa involución crociana.
Marx no exalta la «síntesis». En él la dialéctica expresa la tendencial irreconciabilidad de las fuerzas históricas antagónicas. Así, el primer Gramsci es quizá más sensible al soreliano «espíritu de escisión». Sin embargo Marx presupone otra dialéctica que podemos designar como inversión de la dominancia. En El capital la mercancía es un valor de uso potencialmente convertible en valor de cambio, sin dejar de ser valor de uso (y eso porque es, primariamente, valor de uso); pero, cuando hace su aparición el dinero, el orden lógico se invierte: el dinero es primariamente medio de cambio en el cual hay marca, sin embargo, de un valor de uso «superado» («eliminado» y al mismo tiempo conservado), por ejemplo en el metal usado para acuñar la moneda. En la raíz de la mercancía está el trabajo que, materializándose en un producto-mercancía, se opone al trabajador. Pero antes, el trabajo está potencialmente presente en el trabajador como «fuerza de trabajo», conceptualmente separada del mismo, aunque siempre enervada dentro del individuo viviente que es el trabajador. La oposición interna entre el trabajador y su fuerza de trabajo se hace oposición externa, precisamente, cuando el trabajo potencial deviene trabajo en acto, realizándose en un producto separado del trabajador. El producto contiene, sin embargo, como parte subordinada, al mismo trabajador en cuanto contiene el equivalente de los bienes necesarios para su supervivencia.
Gramsci se enfrenta, en especial, con la crociana «dialéctica de los distintos» (así llamada por los críticos gentilianos de Croce). En la Lógica de Croce los opuestos se presentan solamente al interior de cada forma en cuanto «distinta» de las otras. Por lo tanto lo opuesto interno negativo es un término meramente «privativo» (por ejemplo, el no-arte) que no deviene un opuesto externo positivo, sino que es un externo no opuesto, al cual el crítico-filósofo debería encontrar colocación en otra forma distinta. No hay entonces dialéctica histórica, sino un alternarse de formas puras. En Croce, más que en Hegel, las formas se mueven en círculo. Es así vaciado, también en su vertiente política, el alumbramiento de lo nuevo y se exalta la auto-conservación del «ancien régime», aunque sea con ropaje moderno y moderadamente liberalizado. En la vertiente política, además, Croce recupera la dialéctica hegeliana en su aspecto más claramente conservador, o sea como dialéctica que solo reabsorbe la «antítesis» en la «tesis».
En los Cuadernos de la cárcel el significado de dialéctica se precisa y se modifica, sobre todo en la re-escritura de algunas notas. De hecho, si la categoría de «hegemonía» y de «revolución pasiva» con su nuevo y original significado confieren también un nuevo significado al término dialéctica, este retroactúa induciendo nuevas valencias semánticas en aquellas y otras categorías. Quiero seguir las mutaciones semánticas en cada una de las principales divisiones temáticas de la dialéctica gramsciana, privilegiando el orden cronológico. Ante todo, convendrá seguir la diferenciación entre la dialéctica como metodología o «técnica» formal del pensar filosófico y la dialéctica como saber filosófico que alcanza la comprensión de su contenido, que es la historia real. Esta dialéctica real puede a su vez referirse, «horizontalmente» al movimiento sucesivo de escisiones epocales con su doble resultado posible (la síntesis como restauración o la síntesis revolucionaria) o, en cambio, a las relaciones «verticales» entre los diversos niveles de un bloque histórico.
2. Dialéctica como método y dialéctica real
Una definición casi heráclitea aún fue propuesta en los años turineses: «la historia es un perpetuo devenir […], un proceso dialéctico indefinido». Reivindicaba (genéricamente) al hegelianismo, en cambio, la carta a Tania del 25 de marzo de 1929: allí, la dialéctica es «la forma del pensamiento históricamente concreto». Recuérdese que, verosímilmente, todas las notas de los Cuadernos son posteriores a esa carta. Y la reivindicación de Hegel deviene más explícita en la carta del 30 de mayo de 1932: en la filosofía de la praxis «la ley de causalidad de las ciencias naturaleza ha sido depurada de su mecanicismo y se ha identificado sintéticamente con el razonamiento dialéctico del hegelianismo».
Por lo tanto es inevitable la confrontación con Croce (y con Gentile). En noviembre de 1930 se había preguntado: «¿es ‘completamente’ exacta la reforma cumplida por Croce-Gentile?» (T 2:216 A). A casi un año de distancia (entre febrero y noviembre de 1931), Gramsci escribe que en Hegel había «un reflejo de estos grandes nudos históricos» y que, en cambio, «las últimas filosofías utopistas como la de Croce» se agotan «en una pura dialéctica conceptual». Y otro año después (entre agosto y diciembre de 1932) reescribe la nota de 1930 afirmando que con Croce y Gentile se consuma «una reforma ‘reaccionaria'» de Hegel (T 4:199 B) y algunas páginas después agrega, refiriéndose a Croce: «Observar como su concepción de la ‘dialéctica’ hegeliana ha privado a ésta de todo vigor y de toda grandeza, volviéndola una cuestión académica de palabras» (T 4:206 B). La última frase faltaba en el texto A. Advertimos pues un crescendo de severidad crítica.
Dado que Croce había expresado reservas sobre las técnicas del pensamiento y, en especial, sobre la lógica formal, Gramsci objeta que como la lógica formal «La dialéctica es también una técnica […] pero es también un nuevo pensamiento, una nueva filosofía. ¿Puede separarse el hecho técnico del hecho filosófico?» (T 4:151 A). Croce evidenciaba incomprensión de la dialéctica, ya sea como técnica cuanto como «nueva manera de pensar». Pero en esta nota de la segunda mitad de 1930 parece que la dialéctica es considerada en primer lugar como una técnica y en segundo lugar como una nueva filosofía, mientras que al rehacerla en la segunda mitad de 1932 observamos que el orden está invertido: la dialéctica «es un nuevo modo de pensar, una nueva filosofía, pero también por ello una nueva técnica» (T 4:315 C).
Gramsci escribe en febrero de 1930 que, en Bujarin, «falta un tratamiento adecuado de la dialéctica: la dialéctica es presupuesta, no expuesta, cosa absurda en un manual que debe contener en sí los elementos esenciales de la doctrina tratada» (o sea, del marxismo) (T 3:166 A). En el correspondiente texto reescrito (de julio-agosto de 1932) el juicio se hace más severo: «En el Ensayo falta todo tratamiento de la dialéctica. La dialéctica es presupuesta, muy superficialmente, no expuesta». Y entre dialéctica y lógica formal la diferencia deviene ahora mayor: «La filosofía del Ensayo popular es puro aristotelismo [positivista], o sea una readaptación de la lógica formalista según los métodos de las ciencias naturales: la ley de causalidad sustituye a la dialéctica». Pues en las ciencias naturales se busca «la ley de ‘regularidad, normalidad, uniformidad’ sin superación, porque el efecto no puede ser superior a la causa, mecánicamente» (T 3:311 A). Dando un paso más escribe: «el pensar dialécticamente va contra el sentido común vulgar que es dogmático, ávido de certezas perentorias y tiene la lógica formal como expresión». Bujarin «supone a la filosofía de la praxis escindida en dos elementos: una teoría de la historia y de la política concebida como sociología, o sea a construirse según el método de las ciencias naturales (experimental en el sentido toscamente positivista) y una filosofía propiamente dicha, que vendría a ser el materialismo filosófico o metafísico o mecánico (vulgar)», al que presenta como «materialismo dialéctico», y «la dialéctica es degradada a una subespecie de lógica formal, a una escolástica elemental» cuando es, en cambio, «doctrina del conocimiento y sustancia medular de la historiografía y de la ciencia de la política» (T 4:284 C). Esta definición es un agregado a la redacción anterior (de febrero de 1930).
El «materialismo dialéctico» es por otra parte inaceptable porque presupone un «dualismo entre la naturaleza y el hombre» casi como la vieja metafísica, siendo que, en cambio, «la historia humana debe concebirse también como historia de la naturaleza (incluso a través de la historia de la ciencia)» (T 4:303 C). Y en efecto, la actividad experimental del científico «es el primer modelo de mediación dialéctica entre el hombre y la naturaleza, la célula histórica elemental por la que el hombre, poniéndose en relación con la naturaleza a través de la tecnología, la conoce y la domina» (T 4:302 C). A estas palabras (de agosto-diciembre de 1932) sigue a una dubitativa alusión al Lukács de Historia y conciencia de clase: «Parece que Lukács afirma que se puede hablar de dialéctica sólo para la historia de los hombres y no para la naturaleza. Puede estar equivocado y puede tener razón. Si su afirmación presupone un dualismo entre la naturaleza y el hombre está equivocado [mientras que tiene razón] si la historia humana debe concebirse también como historia de la naturaleza […]. Se olvida que Engels, no obstante haber trabajado largo tiempo, dejó muy pocos materiales sobre la obra prometida para demostrar la dialéctica ley cósmica y se exagera al afirmar la identidad de pensamiento entre los dos fundadores de la filosofía de la praxis.» (T 4:303 C). En el correspondiente texto A (de octubre-noviembre de 1930) las reservas sobre Engels eran menos explícitas.
Engels había retomado también la (hegeliana) dialéctica de cantidad-calidad. Gramsci, en cambio, tiende a sustituirla por la de necesidad y libertad. Inicialmente, entre septiembre y octubre de 1930, escribía: «En el Ensayo popular se dice […] que toda sociedad es algo más que la simple suma de sus componentes. La observación hubiera debido ir vinculada a la otra de Engels de que la cantidad deviene calidad, y habría debido dar lugar a un análisis concreto de un aspecto característico del materialismo histórico. Si todo agregado social, de hecho, es algo más que la suma de sus componentes, ello significa que la ley que explica los agregados sociales no es una «ley física», entendida en el sentido estricto de la palabra: en la física no se sale del dominio de la cantidad sino por metáfora.» (T 2:163 A). En la segunda redacción de agosto de 1932, es suprimida toda referencia a Engels.
Observemos ahora a través de que pasajes es desplazada la seudo-dialéctica entre cantidad y cualidad y la atención se dirige gradualmente al tema de la libertad. El 30 de mayo de 1932 Gramsci escribe a Tania: «Parto de dos conceptos fundamentales para la ciencia económica, de «mercado determinado» y de «ley de tendencia» que me parece son debidos a Ricardo y razono así: ¿no es, quizá, en estos dos conceptos donde se encontró motivo para reducir la concepción «inmanentista» de la historia – expresada en el lenguaje idealista y especulativo de la filosofía clásica alemana – en una «inmanencia» realista inmediatamente histórica en la que la ley de causalidad de las ciencias naturales ha sido depurada de su mecanicismo y se ha sintéticamente identificado con el razonamiento dialéctico del hegelianismo?». Estas observaciones, que dejan perplejo a Piero Sraffa, estudioso de Ricardo, son interesantes puestas al lado de otra más explícita de los Cuadernos: en el mismo 1932, entre abril y mayo, de hecho, las leyes de tendencia son reconducidas a la noción de libertad: «La economía estudia estas leyes de tendencia en cuanto expresiones cuantitativas de los fenómenos; en el pasaje de la economía a la historia general el concepto de cantidad es integrado en el de calidad y en la dialéctica cantidad que se vuelve calidad [cantidad = necesidad; calidad = libertad. La dialéctica cantidad-calidad es idéntica a la de necesidad-libertad]». (T 4:145 B). Por otra parte, implica libertad la noción (dialéctica) de tendencia: «ninguna ley en economía política puede dejar de ser tendencial, dado que se obtiene aislando un cierto número de elementos y dejando de lado, por lo tanto, las fuerzas contrapuestas […] una tiende a suprimir a la otra con la previsión de que la caída de la tasa de ganancia será la predominante» (T 4:169 B).
Detengámonos en la «libertad». El 9 de mayo de 1932, en una carta a Tania, el prisionero había escrito: «¿porqué sólo la historia europea del siglo XIX sería historia de la libertad? […] La «libertad» como concepto histórico es la dialéctica misma de la historia y no tiene «representantes» prácticos distintos e individualizados». En un casi contemporáneo pasaje de los Cuadernos el concepto está mejor articulado: «Incluso la historia de las satrapías orientales ha sido libertad, porque ha sido movimiento y desarrollo, tanto es así que aquellas satrapías se han derrumbado». Claro que en el siglo XIX es «historia de la libertad consciente de serlo» (T 4:130 C). Al afirmar que la libertad es la dialéctica de la historia humana toda, pero en determinado momento se hace también «consciente de serlo», Gramsci parece apartarse de la concepción spinoziana y hegeliana de la libertad como conciencia (o conocimiento) de la necesidad, para retomar, también de Hegel, una superior dialéctica entre «la libertad objetiva o libertad real» (por su «contenido», había dicho Hegel, refiriéndose al ocaso de los vínculos feudales) y el «conocimiento» de la «libertad formal» en la que «el sujeto se sabe activo» por «hacer y realizar las leyes»: véanse las últimas páginas de las Lecciones sobre la filosofía de la historia.
¿Gramsci toma el concepto marxiano de un «reino de la libertad» entendiendo que allí la única (o la prevaleciente) dialéctica será la de las «ideas»? ¿La dialéctica ideal (prematuramente) teorizada por Croce es en él una intuición «profética» o es un signo de «debilidad» utopista? Frosini opta por la segunda respuesta, a despecho de que tienda a revalorar el utopismo de Croce como una retraducción idealista de Marx y por tanto como proyección hacia aquélla «unidad del género humano» a la que alude, a su vez, Gramsci, cuando relee el concepto crociano de «Espíritu».
3. La dialéctica real en los procesos antagónicos
El significado gramsciano de la dialéctica «real» se hace más claro en relación con el concepto de revolución pasiva. Esta es en una primera aproximación «transformismo», o sea «la absorción gradual […] de los elementos activos surgidos de los grupos aliados e incluso de los adversarios» puesta en marcha por los conservadores (T 5:387 C) Y en una más acabada acepción es también «reformismo», o proceso de «‘restauraciones’ que han acogido una cierta parte de las exigencias de abajo», a menudo luego de una dura «reacción de las clases dominantes al subversivismo esporádico, elemental, inorgánico de las masas populares» (T 4:205 C). En efecto, es «reformismo» introducir «pequeñas dosis» de lo nuevo para salvar lo viejo y «evitar que las masas populares atravesaran un período de experiencias políticas como las que vivieron en Francia en los años del jacobinismo, en 1831, en 1848» (T 4:129 C).
La opción política por las revoluciones pasivas se expresa en las elecciones historiográficas de Croce. En la ya mencionada carta del 9 de mayo de 1932, el prisionero, después de anticipar que «una historia ético-política no está excluida del materialismo histórico, en cuanto ella es la historia del momento ‘hegemónico'», escribe, refiriéndose a las principales obras históricas de Croce: «¿Puede pensarse una historia unitaria que se inicie en 1815, es decir desde la Restauración? Si una historia de Europa puede ser escrita como formación de un bloque histórico, la misma no puede excluir la Revolución francesa y las guerras napoleónicas, que en el bloque histórico europeo son la premisa ‘económico-jurídica’, el momento de la fuerza y de la lucha. Croce asume el momento siguiente, en el que las fuerzas desencadenadas precedentemente se han equilibrado, ‘catartizado’ por así decirlo, hace de este momento un hecho en sí y construye su paradigma histórico. Lo mismo había hecho con la Historia de Italia: comenzando en 1870 la misma omitía el momento de la lucha, el momento económico, para ser apologética del momento ético-político puro, como si éste hubiera caído del cielo». En realidad, piensa Gramsci, la crociana historia apologética de lo ético-político es, sobre todo, la celebración de los períodos en los que prevalece la dialéctica propia de las revoluciones pasivas (o de la «tesis», en cuanto se configura ella misma como «síntesis», al reabsorber la «antítesis»). Ya desde los «moderados hegelianos del Risorgimento […] el acuerdo fue encontrado en la concepción ‘revolución-restauración’, o sea en un conservadurismo reformista atemperado» (T 4:124 C). Las palabras «conservadurismo reformista atemperado» son nuevas respecto al pasaje del texto A. Nuevo es también el que sigue (sobre los intelectuales): «Se puede observar que tal modo de concebir la dialéctica es propio de los intelectuales, los cuales se conciben a sí mismos como los árbitros y mediadores de las lucha políticas reales, aquellos que personifican la ‘catarsis’ del momento económico al momento ético-político, o sea, la síntesis del proceso dialéctico mismo, síntesis que ellos ‘manipulan’ especulativamente en su cerebro dosificando los elementos ‘arbitrariamente’ (esto es, pasionalmente). Esta posición justifica su no ‘comprometerse’ íntegramente en el acto histórico real y es indudablemente cómoda: es la posición de Erasmo respecto a la Reforma» (T 4:124 C). El juicio vale, con mayor razón, en la confrontación con Croce: «el historicismo de Croce no sería sino una forma de moderacionismo político […] En el lenguaje moderno esta concepción se llama reformismo» (T 4:205 C). También la palabra «reformismo» es un agregado respecto al texto A. El juicio de Gramsci se profundiza, y no se queda en la acusación de «transformismo». El concepto de «reformismo» deviene más explícito en los textos de la segunda redacción y es visto como la necesidad histórica para la parte conservadora de intentar su «síntesis» propia para consolidar su hegemonía. Gramsci escribe algo después (quizá en 1933): «El ejercicio ‘normal’ de la hegemonía en el terreno que ya se ha vuelto clásico del régimen parlamentario, se caracteriza por la combinación de la fuerza y del consenso que se equilibran diversamente, sin que la fuerza domine demasiado al consenso, incluso tratando de obtener que la fuerza parezca apoyada en el consenso de la mayoría […] Entre el consenso y la fuerza está la corrupción-fraude […], o sea el debilitamiento y la parálisis infligidos al adversario o los adversarios acaparando sus dirigentes» (T 5:81 C).
El Gramsci de las notas tituladas «Maquiavelo» percibe explícitamente en la dialéctica, como comprensión de lo histórico real, el lugar de una apropiada definición de la «revolución pasiva» y, más en general, de la «guerra de posiciones». El Risorgimento ofrece una «ejemplificación del problema teórico de cómo debía ser comprendida la dialéctica, planteado en la Miseria de la filosofía: que todo miembro de la oposición dialéctica debe tratar de ser todo él mismo y lanzar a la lucha todos sus propios ‘recursos’ políticos y morales y que sólo así se tiene una superación real, no fue comprendido ni por Proudhon ni por Mazzini. Se dirá que no fue comprendido tampoco por Gioberti y los teóricos de la revolución pasiva y ‘revolución-restauración’, pero la cuestión cambia: en estos la ‘incomprensión’ teórica era la expresión práctica de la necesidad de la ‘tesis’ de desarrollarse enteramente, hasta el punto de llegar a incorporar una parte de la antítesis misma, para no dejarse ‘superar'». En otros términos: para mejor lograr el resultado práctico de «incorporar una parte de la antítesis», a los conservadores moderados les servía enunciar la teoría errónea (resuena aquí el crociano origen práctico del error) según la cual «en la oposición dialéctica sólo la tesis, en realidad, desarrolla todas sus posibilidades de lucha hasta ganarse a los que se dicen representantes de la antítesis: en esto consiste propiamente la revolución pasiva o revolución-restauración. Ciertamente, en este punto hay que considerar la cuestión del paso de la lucha política de ‘guerra de movimientos’ a ‘guerra de posiciones'» (T 5:188 C). Pero quizá aquí está implícita, como veremos, una regla de reciprocidad: también la antítesis debería -pero en este caso con una correcta comprensión teórica- «desarrollase enteramente, hasta el punto de llegar a incorporar una parte» de la tesis.
El verbo «incorporar» tiene un significado análogo al de la raíz etimológica del verbo comprender, que en el corriente significado actual es sinónimo de ser con-ciente. Leamos: «mientras Cavour era conciente de su misión en cuanto que era críticamente conciente de la misión de Mazzini, Mazzini, por su escasa o nula conciencia de la tarea de Cavour, era en realidad también poco conciente de su propia misión». Pisacane «fue el único que intentó dar al Partido de la Acción un contenido no sólo formal, sino sustancial de antítesis superadora de las posiciones tradicionales» (T 5:188-9 B). En este párrafo datable entre marzo y abril de 1933, resuena un concepto que tiene sus orígenes, como he dicho, en Hegel: la libertad se hace conciente de sí y conjuntamente de su opuesto o, mejor, se hace conciente de sí en cuanto conciente también de su opuesto.
Sin embargo, algunas notas anteriores parecen decir que el concepto de «comprender» al adversario (como tarea de la «antítesis») no implica «incorporarlo» sino buscar su «destrucción». Buscaremos, por lo tanto, captar un desarrollo significativo o profundización del pensamiento gramsciano sobre este tema. Leamos: «Teoría de la revolución-restauración, una dialéctica domesticada, porque presupone ‘mecánicamente’ que la antítesis deba ser conservada por la tesis […]. Por el contrario, en la historia real la antítesis tiende a destruir a la tesis: el resultado es una superación, pero sin que se pueda a priori ‘medir’ los golpes como en un ‘ring’de lucha convencionalmente reglamentada. Cuanto más la antítesis se desarrolla a sí misma implacablemente, tanto más la tesis se desarrollará a sí misma, o sea demostrará todas sus posibilidades de vida» (T 3:338 A). Esta nota ha sido escrita, posiblemente, en la primavera de 1932. Destruir a la tesis es, en este párrafo, un concepto no compatible con el de «incorporar una parte» de la tesis; sin embargo, es útil advertir, en general, que «tiende a destruir» no es lo mismo que destruir (o poder realmente destruir) y que, en Gramsci, destruir es al mismo tiempo crear porque el espíritu de escisión apunta a una superior unificación. Y más específicamente se puede observar que el verbo destruir reaparece en un contexto muy distinto después de julio de 1932: «En la lucha», vale decir (para entendernos) en un momento en que las fuerzas conservadoras mantienen aun la supremacía, «toda antítesis debe necesariamente plantearse como radical antagonista de la tesis, hasta proponerse destruirla»; la pretensión de que ella renuncie al antagonismo equivale al intento de «debilitar la antítesis», de «reducir la dialéctica a un proceso de evolución reformista ‘revolución-restauración’, en la que sólo el segundo término es válido» (T 4:207 B). En otras observaciones casi contextuales, la tendencia a «destruir» caracteriza el accionar de la antítesis solamente en una primera fase más aguda: «la pasión económico-política es destructiva cuando es exterior, impuesta con la fuerza»; ya no lo es «cuando el proceso es normal, no violento, cuando entre estructura y superestructuras hay homogeneidad y el Estado ha superado su fase económico-corporativa» (entre agosto y diciembre de 1932). (T 4:198 C). Aquí parece argumentarse que en tanto dure la desigual lucha, la parte antagónica puede y debe estar animada de voluntad «destructiva», pero al final de la lucha el nuevo bloque homogéneo podrá realizar una superior e inversa síntesis hegemónica. La voluntad «destructiva» se refiere pues a una fase (preliminar), mas visible en la «guerra de movimientos» (a su vez «impuesta por la fuerza» del adversario), en la que aún (como escribe en mayo de 1933) «es necesario que los términos dialécticos se empleen en toda su potencia y como ‘extremismos contrapuestos'» (T 5:207 B). Sin embargo, la lucha no se agota en esa contraposición frontal. Gramsci advierte que cada una de las partes tiende objetivamente a una «síntesis» propia: «En realidad las fuerzas históricas chocan entre sí por su programa ‘extremo’. Que entre estas fuerzas, una asuma la función de ‘síntesis’ superadora de los extremismos opuestos es una necesidad dialéctica, no un método apriorístico. Y saber encontrar en cada ocasión el punto de equilibrio progresista (en el sentido del programa propio) es el arte del político no del justo medio, sino precisamente del político que tiene una línea muy precisa y de gran perspectiva para el futuro» (T5:234 B). Y en un pasaje algo posterior, las nociones de pasado y presente (o futuro) en su acepción histórico-epocal relativizan aún mas la tendencia «destructiva» insita en la antítesis: «En realidad, si bien es cierto que el progreso es dialéctica de conservación e innovación y la innovación conserva el pasado superándolo, también es verdad que el pasado es algo complejo, un complejo de vivo y de muerto […] Lo que del pasado sea conservado en el proceso dialéctico no puede ser determinado a priori, sino que resultará del proceso mismo […] Por otra parte debe observarse que la fuerza innovadora, en cuanto que ella misma no es un hecho arbitrario, no puede no ser ya inmanente en el pasado, no puede no ser en cierto sentido ella misma el pasado, un elemento del pasado, aquello que del pasado está vivo y en desarrollo, es ella misma conservación-innovación, contiene en sí todo el pasado, digno de desarrollarse y perpetuarse» (agosto-diciembre de 1932) (T 4:206 C).
Quiero subrayar las últimas palabras: la fuerza innovadora contiene en sí todo el pasado, digno de desarrollarse y perpetuarse. En el texto A correspondiente (enero-febrero de 1932) faltaban, en particular, las expresiones «el pasado es […] un complejo de lo vivo y lo muerto» y «la fuerza innovadora […] no puede no ser ya inmanente en el pasado […] un elemento del pasado, aquello que del pasado está vivo y en desarrollo». Se abre camino, progresivamente, el concepto de una doble «síntesis» posible: síntesis en la revolución o síntesis en la conservación.
La guerra de posiciones consiste en efecto en un «recíproco asedio»: según un párrafo escrito y reescrito en la primavera de 1932, a veces la parte conservadora advierte la necesidad de promover mutaciones y reformas, mientras que la fuerza revolucionaria puede promover la gradual conquista de posiciones hegemónicas, aunque sea parciales, aun antes de hacerse Estado. En una acabada dialéctica «revolución-restauración» considerada en las dos salidas posibles, no solo al viejo régimen se le plantea la tarea, con fines restauracionistas precisamente, de aprehender en sí también algunos intentos programáticos de la revolución; también lo nuevo operaría objetivamente de esa manera, aunque en la dirección contraria. La dirección cambia, escribe Gramsci probablemente en 1933, según si «es el elemento revolución o el de restauración el que prevalece» (T 5:65 C). Si es tarea no sólo de la restauración (o del moderacionismo), sino también de la revolución realizada el intentar «incorporar» o, preferiría decir, subsumir al elemento opuesto, la revolución todavía no realizada -aunque valorizando en su praxis un «programa ‘extremo'»- no deja de tener el honor de prefigurar, en su teoría, la posibilidad y positividad de su futuro logro histórico: qué cosa se deberá conservar «resultará del proceso mismo», pero una dirección revolucionaria, dotada de una teoría consecuentemente dialéctica, sabe desde ahora que algo deberá ser conservado.
En Gramsci encontramos, entonces, una explícita reforma de la dialéctica hegeliana muy distinta de la intentada por Croce y por Gentile. En el sistema hegeliano la «síntesis» es una y la única resolución necesaria de la contradicción, cuyos ambos momentos son conservados más que superados. Para Gramsci, los opuestos pueden no resolverse en una síntesis y entonces neutralizarse «de modo catastrófico, o sea […] de modo que la continuación de la lucha no puede concluir mas que con la destrucción recíproca» (T 5:65) (y aquí resuena el eco de El Manifiesto); en otros casos pueden dar lugar, según las condiciones históricas, a dos síntesis opuestas: a la síntesis conservadora o a la síntesis innovadora. Con terminología siempre hegeliana, Gramsci afirma pues que la «síntesis» puede realizarse ya sea con reabsorción de parte de la «antítesis» en la «tesis» o, viceversa, con conservación de elementos de la tesis en la antítesis y que es un error atribuir significado positivo al predominio del elemento de restauración, como proponen los moderados y Croce. Significado positivo tiene, en cambio, la síntesis revolucionaria. (T 4:124 C) Podríamos glosar quizá: es «síntesis» positiva la que se produce a partir de lo «negativo», o sea de y en la antítesis enteramente desplegada; es negativa la que se da por o en la tesis, cuando la tesis acoge en sí, subordinada, su negación con la finalidad de poder conservarse consolidada como tesis. La antítesis-hecha-síntesis es, además, subjetivamente activa y objetivamente progresista. Es subjetivamente activa precisamente porque en ella la síntesis es concientemente realizada por la antítesis (los revolucionarios), en tanto que la otra síntesis (la negativa) presupone, en la antítesis (en los subalternos) pasividad: en realidad, la «revolución pasiva» es tal porque es sufrida por la antítesis. Por último, la antítesis-hecha-síntesis tiene significado objetivamente progresista en tanto representa lo «nuevo», mientras que la tesis-hecha-síntesis es regresiva, en cuanto apunta a consolidar lo «viejo». Al respecto, confirmaciones indirectas surgen del párrafo gramsciano (junio-julio de 1933) donde leemos que «saber encontrar en cada ocasión el punto de equilibrio progresista […] es el arte del político […] que tiene una línea muy precisa y de gran perspectiva para el futuro» (T 5:234 B), y del otro pasaje en el que, planteada la oposición entre «un cesarismo progresista y uno regresivo» se aclara que es «progresista el cesarismo cuando su intervención ayuda a la fuerza progresista a triunfar aunque sea con ciertos compromisos» (T 5:65 C).
Es claro que aquí Gramsci, abandonando la llamada dialéctica triádica, se separa de la tradición hegeliana. Ya Lenin había insinuado la posible superioridad de una dialéctica «tetrádica» o cuatripartita. En Gramsci es evidente la elección de una dialéctica tendiente a articularse en cuatro momentos: el «conservador» dominante, el «subversivo» subalterno, el conservador que incorpora apariencias de lo nuevo en lo viejo, y finalmente, el momento realmente resolutorio, que reincorpora, no tanto elementos o «lados» de lo viejo, cuanto «palpitaciones» que en él estén latentes, virtudes ocultas o sofocadas y por ello anhelantes de nueva vida. Recordamos aquí las sarcásticas palabras marxianas de La miseria de la filosofía, evocada por Gramsci muchas veces: lo que merece sobrevivir en lo nuevo es, no ya el «lado bueno» de lo viejo, sino precisamente su «lado malo».
Llegamos así a una última correlación terminológica: la que existe entre dialéctica y hegemonía política. En la carta a Tania del 2 de mayo de 1932 está escrito que Croce
«pone el acento únicamente sobre el momento que en política se llama de la ‘hegemonía’, del consenso, de la dirección cultural, para diferenciarlo del momento de la fuerza, de la constricción, de la intervención legislativa y estatal o policial. En verdad no se entiende porqué Croce cree en la capacidad de esta impostación suya de la teoría de la historia para liquidar definitivamente toda filosofía de la praxis. Ocurre que precisamente en el mismo período en el que Croce elaboraba esta supuesta pica, la filosofía de la praxis a través de sus más grandes teóricos modernos era elaborada en el mismo sentido y el momento de la ‘hegemonía’ o de la dirección cultural era, precisamente, sistemáticamente valorado en oposición a las concepciones mecanicistas y fatalistas del economicismo. Ha sido posible así afirmar que el rasgo esencial de la más moderna filosofía de la praxis consiste precisamente en el concepto histórico-político de ‘hegemonía'».
En Croce el momento «hegemónico» es, como Gramsci observa, el de «la dirección cultural», y por tanto se encarna en la intelectualidad o en el mundo de la cultura como algo distinto o separado del mundo de la política. ¿Gramsci comparte ese criterio? Si bien algunas expresiones suyas aun parecen repetir las crocianas, y aunque valora atentamente la función de los intelectuales más o menos orgánicos u organizados en la sociedad civil (a la que, no hay que olvidarlo, considera parte del Estado integral), lo esencial para él es una hegemonía políticamente connotada y por tanto traducida en acto por (o en el) Estado ampliado. La expresión (abril-mayo 1932) «conocimiento como elemento de ‘hegemonía’ política» (T 4:143 B) aclara la relación en virtud de la cual la función intelectual contribuye a connotar una forma que es eminentemente política y/o estatal. Ilustra también que el proyecto gramsciano de una «reforma intelectual y moral», en primera instancia intelectual, debe ser en última y preeminente instancia moral, es decir ético política. La hegemonía, en efecto, es un hacer político que puede además traducirse en funciones culturales, en comportamientos sociales o en las mismas relaciones de producción. Valga el ejemplo de las innovaciones tayloristas y fordistas y su proyección en la «lucha hegemónica». Las dudas expresadas por algunos analistas de las notas sobre «Americanismo» pueden en gran medida disiparse si recordamos que, según Gramsci, la dialéctica de la revolución no lleva ni a aceptar pasivamente ni a rechazar incondicionalmente el taylorismo ni el fordismo (al que juzgaba, por lo demás, un caso particular de «revolución pasiva» o síntesis regresiva); implica, en cambio, la posibilidad de subsumirlos transformándolos en logros, a través de un proceso dialéctico precisamente, que sepa superarlos realmente (= eliminarlos y simultáneamente conservarlos) en una perspectiva revolucionaria completa. Giorgio Baratta remite en particular al párrafo de los Cuadernos donde, con referencia al «desarrollo técnico», se hipotetiza un proceso de «‘escisión’ y nueva síntesis» (T 4:49). Dentro de tales límites y con esa óptica, Gramsci juzga que el desarrollo técnico capitalista debe ser «aprehendido» por la clase antagónica victoriosa. El juicio completa así, ahora a la inversa, el que se refería a las revoluciones pasivas (en este caso, políticas capitalistas de programación y de redistribución asistencial, etcétera) en cuanto constituían uno de los dos posibles resultados de la lucha entre hegemonías políticas.
La hegemonía es función política. Sin embargo, encontramos en Gramsci también un alcance antropológico mas general del término y también por tanto del término dialéctica. Si Gramsci considera que el proyecto político de «revolución permanente» es inadecuado para los tiempos nuevos ¿no es quizá una (por cierto distinta) «revolución permanente» la que, a su entender, se desenvolvería en cada hombre, en su conciencia y en su existencia, forjada -como la conciencia colectiva- en la incansable «lucha de hegemonías contrapuestas»? El concepto de hegemonía política es la clave que en Gramsci aproxima la dialéctica de los procesos formativos y, como veremos, la dialéctica de los complejos formados.
4. La dialéctica real en los complejos epocales
Gramsci somete a un análisis crítico la dicotomía, devenida canónica, entre estructura y superestructura. Inicialmente la expone en términos tradicionales, confrontándola con la dialéctica crociana: «La crítica de las ideologías, en la filosofía de la praxis, afecta al conjunto de las superestructuras y afirma su caducidad rápida en cuanto tienden a ocultar la realidad, o sea la lucha y la contradicción, aun cuando son ‘formalmente’ dialécticas (como el crocismo) o sea que explican una dialéctica especulativa y conceptual y no ven la dialéctica en el mismo devenir histórico». Pero pocas líneas después propone una revisión que suena como un rechazo a toda dicotomía rígida y reconoce en la superestructura, no ya un epifenómeno casi obligado a reflejar pasivamente -o distorsionar deliberadamente- la estructura (como en la concepción tradicional y especialmente su «vulgata»), sino un opuesto dialéctico vinculado con la estructura por una relación simbiótica de correlación activa y no necesariamente conflictiva. Escribe en agosto-diciembre de 1932: «El concepto del valor concreto (histórico) de las superestructuras en la filosofía de la praxis debe ser profundizado acercándolo al concepto soreliano de ‘bloque histórico’. Si los hombres adquieren conciencia de su posición social y de sus obligaciones en el terreno de las superestructuras, esto significa que entre estructura y superestructura existe un nexo necesario y vital» Y agrega: «no creo que sean muchos los que sostengan que una vez cambiada una estructura, todos los elementos de la correspondiente superestructura deban necesariamente caer» (T 4:201/203 C).
En base a estas modificaciones sustanciales, Gramsci no tiene problema en recuperar temas de la terminología crociana para una renovada filosofía de la praxis que haga pivote en la dialéctica entre necesidad y libertad: «catarsis», escribe (abril-mayo 1932) puede «indicar el paso del momento meramente económico (o egoísta-pasional) al momento ético-político, o sea la elaboración superior de la estructura en superestructura». En otras palabras «puede indicar el paso de lo ‘objetivo a lo subjetivo’ y de la ‘necesidad a la libertad'» (T 4:142 B). Por lo tanto, tiende a mermar el uso de los términos «estructura» y «superestructura» para poder analizar mejor, en cambio, una más compleja relación entre «grados» o «momentos» internos de una y otra. ¿Estructura y superestructura son, para Gramsci «términos distintos» pero no opuestos? Entre esos dos términos es hipotetizable una distinción solo si la distinción es concebida como una modalidad de oposición en la cual cada «opuesto», aún sin luchar contra el otro, está en una relación de tensión (dialéctica) con el otro. Por lo demás, la tensión no impide el relativo equilibrio y la relativa homogeneidad entre dos opuestos convergentes en el mismo bloque histórico -la superposición de varios co-elementos en un único plexo epocal- que sigue o precede a la lucha entre fuerzas que son, en cambio, irreconciliables. Todo proceso real antinómico (progreso o regresión, desarrollo o involución) puede desembocar en la cohesión orgánica entre los diversos componentes de una formación histórica relativamente consolidada. La dialéctica de los distintos deviene para Gramsci, después de un inicial rechazo, una expresión imperfecta para indicar aquélla tensión-cohesión orgánica. Esto podría explicar algunas discordancias textuales. Para él, inicialmente (noviembre de 1930) la «dialéctica de los distintos» es, sobre todo, «una contradicción en los términos […] Dialéctica puede darse sólo de los opuestos, negación de la negación, no relación de ‘implicación'». Este rechazo es parcialmente mitigado poco mas adelante: «El punto de la filosofía crociana del que es necesario partir me parece precisamente su llamada dialéctica de los distintos: hay una exigencia real en esta posición, pero hay también una contradicción en sus términos» (T 2:215/216 A). Confrontado con su re-escritura de dos años después, el párrafo registra algunas variantes sintomáticas: «La cuestión es esta: dado el principio crociano de la dialéctica y de los distintos (que debe criticarse como solución puramente verbal de una exigencia metodológica real, en cuanto que es verdad que no existen sólo los opuestos, sino también los distintos) ¿Qué relación que no sea la de «implicación en la unidad del espíritu» existirá entre el momento económico-político y las otras actividades históricas? ¿Es posible una solución especulativa de estos problemas o sólo una solución histórica, dada por el concepto de «bloque histórico» presupuesto por Sorel? […] Según estos criterios esquemáticos se puede decir que el mismo Croce reconoce implícitamente la prioridad del hecho económico, o sea de la estructura como punto de referencia y de impulso dialéctico para la superestructura, o sea, los ‘momentos distintos del espíritu’. El punto de la filosofía crociana sobre el que hay que insistir parece que debe ser precisamente la llamada dialéctica de los distintos. Hay una exigencia real en el distinguir los opuestos de los distintos, pero hay también una contradicción en los términos, porque dialéctica se tiene sólo de los opuestos. ¿Ver las objeciones no verbalistas presentadas por los gentilianos a esta teoría crociana y remontarse a Hegel?» (T4 :198/199 B). En la reelaboración, aunque con incertidumbres, la dialéctica de los distintos es prudentemente revalorizada. En el escrito originario era declarada repetidamente una contradicción en sus términos y sólo al final era juzgada una exigencia real. En la página rescrita la exigencia real figura al inicio y en primer plano. El término implicación era, en el texto A, considerado una metáfora inadecuada para decir que «El arte, la moral, la filosofía ‘sirven’ a la política, o sea, se ‘implican’ en la política, pueden reducirse a un momento de ésta y no viceversa». Pero ese «no viceversa» desaparece, significativamente, en la segunda redacción, donde se lee que «la pasión económico-política […] puede volverse implícita en el arte, etcétera, cuando el proceso es normal, no violento, cuando entre estructura y superestructuras hay homogeneidad». Aquí Gramsci no usa entrecomillado el término implícita y, sobre todo, explica claramente que la implicación entre elementos distintos (mejor dicho, entre opuestos no incompatibles) puede ser recíproca y puede verificarse «cuando entre estructura y superestructura hay homogeneidad», o sea, cuando los opuestos-distintos se componen en un mismo bloque histórico homogéneo. También «la unidad del espíritu» puede devenir una metáfora del bloque histórico en sus articulaciones internas no conflictivas, o al menos en sus (interconectados) elementos superestructurales, hechos el uno forma o contenido del otro. Leamos en efecto (abril-mayo de 1932): «En el arte la producción de «lirismo» es individualizada perfectamente en un mundo cultural personalizado, en el cual se puede admitir la identificación de contenido y forma y la llamada dialéctica de los distintos en la unidad del espíritu» (T 4:125 C).
En la relación dialéctica entre la llamada estructura y las formas o modos llamados superestructurales, una categoría crucial re-visitada con originalidad por Gramsci es la de sociedad civil. Leemos en la carta a Tatiana del 7 de septiembre de 1931: «Este estudio acarrea también ciertas determinaciones del concepto de Estado que a menudo es entendido como Sociedad política (o dictadura, o aparato coercitivo, para conformar la masa popular según el tipo de producción y la economía de un momento dado) y no como equilibrio de la Sociedad política con la Sociedad civil (o hegemonía de un grupo social sobre la entera sociedad nacional ejercida a través de las organizaciones así llamadas privadas, como la iglesia, los sindicatos, las escuelas, etc.) y, precisamente, en la sociedad civil especialmente operan los intelectuales». Aquí se notan algunas concesiones residuales a los enunciados intelectualistas de Croce sobre la sociedad civil. Pero ya no advertimos concesiones sobre el primado de los intelectuales, ni reencontramos un presunto rol privilegiado suyo en la sociedad civil cuando rastreamos los principales pasajes de los Cuadernos sobre el asunto. Se han señalado al menos una decena de pasajes en los que el adjetivo política acompaña el concepto de hegemonía (y otros en los cuales la expresión «aparato hegemónico» se relaciona con el «aparato estatal»). En un párrafo Gramsci afirma que «los tres poderes son también órganos de la hegemonía política, pero en diversa medida: 1) Parlamento, 2) Magistratura, 3) Gobierno» (T 3:67 B). Las ideologías de las que trata en un cuaderno, devienen ideologías hechas «partido» cuando las rehace en otro, donde, al confrontar la guerra de posiciones con la guerra de movimientos sostiene que prevalecía esta última cuando «no existían todavía los grandes partidos políticos de masa ni los grandes sindicatos». Es llamativo que en este párrafo reelaborado diga que la guerra de movimientos prevalecía en el Occidente del 1800 porque entonces se mantenía un «aparato estatal relativamente poco desarrollado y mayor autonomía de la sociedad civil» (T 5:22 C). Llamativo, por cuanto sabemos que para Gramsci la guerra de movimientos presuponía en cambio una relación inversa en Oriente. De ahí se deduce que el paso a la guerra de posiciones se produce no cuando existe «mayor autonomía de la sociedad civil», sino cuando aparece un mayor equilibrio dialéctico entre aparato estatal y sociedad civil.
A pesar de algunas expresiones discordantes datadas con anterioridad a 1932, no hay una rígida ni siquiera «orgánica» división de tareas entre Estado y la sociedad civil (según el esquema más bien rudimentario: Estado = coerción, sociedad civil = hegemonía); hay un asumir de nuevas tareas (hegemónicas) por parte del Estado que hace frente a aquéllas tareas precisamente «a través» de la sociedad civil. En marzo-agosto 1931 escribe que un Estado que en su fase más elemental, como mero «Estado político» (la fórmula está ya en Marx) sólo había operado con poderes coercitivos, ahora hace de la coerción nada más que una armadura con la cual la misma hegemonía está «acorazada» (T 3:76 B). El Estado se vale de la sociedad civil como del lugar donde son más específicamente ejercidas las funciones de hegemonía, y confiere una nueva y más articulada impronta también a sus anteriores tareas de coerción. Son sintomáticas al respecto las modificaciones que en mayo (o poco después) de 1932 son aportadas a la primera redacción (de noviembre de 1930). En el primer texto sociedad civil y Estado son «dos tipos de organización social» (T 2:188 A), pero en el texto reescrito son «dos grandes ‘planos’ superestructurales» (T 4:357 C). En el texto A la distinción es entre «organizaciones privadas de la sociedad» y «Estado», pero en el texto C es entre «organismos vulgarmente llamados ‘privados'» y «mando que se expresa en el Estado y en el gobierno ‘jurídico'». En el texto A el Estado es simplemente «aparato de coerción» pero en el texto C deviene «aparato de coerción estatal que asegura ‘legalmente’ la disciplina». El agregado de las palabras jurídico y legalmente (aunque sea entre comillas) confiere un contenido distinto a la función de coerción y establece un más funcional enlace entre dominio y hegemonía en el Estado (ahora) visiblemente ampliado. ¿Althusser interpreta mal a Gramsci? Ciertamente fuerza su pensamiento, casi como si la hegemonía fuese solo el vehículo de una coerción estatal más capilar y más sutil y, entonces -observa Coutinho- excluye la posibilidad de una contra-hegemonía de las clases subalternas, pero en compensación enfoca un hecho innegable: en Gramsci los «aparatos» hegemónicos», o «ideológicos» son «de Estado», o sea ellos son parte integrante y constitutiva de todo el Estado ampliado, y no de la sociedad civil solamente.
Cuando Gramsci enuncia explícitamente el principio ya citado de una «elaboración superior de la estructura en la superestructura», esboza su dialéctica de los distintos en virtud de la cual la superestructura puede incorporar una estructura, por así decir «superestructuralizada». Ello sucede precisamente, de modo ejemplar, cuando la «sociedad económica» (como estructura) se hace Estado o, mejor, cuando el Estado la subsume trasmutándola en un momento interno suyo que, como (superestructural) «sociedad civil» se coloca en una relación de «identidad-distinción» con el Estado mismo: «entre sociedad política y sociedad civil», la identidad es «orgánica» y concretamente histórica, en tanto que la distinción es sólo «metodológica» (T 5:41 C), o sea, es el resultado de una abstracción lógica con función heurística: aquí Gramsci tiene en mente también la definición crociana de la filosofía como «metodología de la historia». En su muy conocida interpretación de Gramsci, Bobbio no aprehende que la sociedad civil es, precisamente, estructura «superestructuralizada», o sea, es estructura en su devenir superestructura o en su hacerse estructura interna a la superestructura, siendo, por ello, solo metódicamente diferenciable de la superestructura tout court que es el Estado. En mérito a la distinción metódica conviene quizá aproximarse a los lugares en que Gramsci escribe (fines de 1930, inicios de 1931) que la distinción entre estructura y superestructura es «meramente didascálica, porque las fuerzas materiales no serían concebibles históricamente sin forma y las ideologías serían caprichos individuales sin las fuerzas materiales (T 3:160 B). Quizá Gramsci no excluya que la relación entre estructura y superestructura pueda (metafóricamente) definirse «arquitectónicamente», esto es que la estructura sea el fundamento general (en sentido abstracto = metodológico), a diferencia de todo el desenvolvimiento histórico real (por lo tanto, concreto = orgánico), caracterizada por la «reciprocidad» entre estructura y superestructura. En el cuaderno de febrero de 1931 está señalada la «dificultad de identificar una y otra vez, estáticamente (como imagen fotográfica instantánea) la estructura» y se precisa que «no se considera lo suficiente que muchos actos políticos se deben a necesidades internas de carácter organizativo, o sea vinculadas a la necesidad de dar una coherencia a un partido, a un grupo, a una sociedad» (T 3:162 B). De la «reciprocidad necesaria entre estructura y superestructuras (reciprocidad que es precisamente el proceso dialéctico real)» discurre en diciembre de 1931 con el título de «Estructura y superestructuras» (T 3:309 B). Cuando Gramsci escribe que la actividad política es «el primer momento o primer grado, el momento en que la superestructura está todavía en la fase inmediata de simple afirmación voluntaria, indistinta y elemental» (T 5:24 C) no pretende devaluar la actividad política, sino aludir a la «elementalidad» moderna como grado o momento del Estado ampliado. El efectivamente asume la unidad orgánica entre estructura y superestructura redefiniendo el concepto soreliano de bloque histórico de modo que el pasaje de una fase económico-corporativa a la fase ético-política devenga el nexo entre momento económico-corporativo y momento ético-político de un mismo bloque histórico. En el bloque, en efecto, debido a la unidad orgánica entre estructura y superestructuras, la estructura puede representarse como un grado o, precisamente, un momento de las superestructuras. La dialéctica histórica abstracto-concreta de Gramsci, deja a sus espaldas no solamente la versión monista (según la cual la superestructura sería un simple reflejo de la estructura), sino también la versión dualista que postularía una separación real y empíricamente verificable entre los dos elementos, aunque admitiendo su acción recíproca, o su condicionamiento recíproco. Norberto Bobbio, afirmando que «la dialéctica es tema central para el estudio del marxismo teórico» y que Gramsci le asigna «una importancia fundamental», señala en los Cuadernos tres significados del término. El mas frecuente e importante se refiere al «proceso tesis-antítesis-síntesis»: ejemplo típico, el traspaso de una formación social a la siguiente. Un segundo significado es el de «acción recíproca», ejemplificable con la relación hombre-naturaleza y teoría-práctica. Pero Bobbio desprende que la segunda dialéctica implícitamente desmiente a la primera. Yo retengo en cambio que incluso en la dialéctica de Bobbio reconvertida en «acción recíproca» hay una peculiar relación entre «tesis», «antítesis» y doble «síntesis». Lo estatal es, en efecto, una «negación» de lo social, pero incorporando lo último en la forma de sociedad civil puede proponerse como «síntesis»: como conservación-superación de la sociedad económica. Y recíprocamente, lo social puede incorporar a su vez caracteres político-estatales y, por tanto, desplegarse como síntesis él mismo. Un corolario implícito en la nueva relación que Gramsci indica entre estructura y superestructuras, dialéctica y no mecánicamente determinista, y en el concepto de una estructura «superestructuralizada» o viceversa, es el reconocimiento de la posibilidad de esbozar un desenvolvimiento histórico relativamente autónomo, no solo (como pretendía la tradición marxista) de la estructura económico-social, sino también de los modos y de las formas superestructura les. ¿Qué otra cosa significa, en efecto, el propósito gramsciano de esbozar, por ejemplo, una historia de los intelectuales (o de la literatura popular, etcétera)? Claro que una historia de la cultura o de los intelectuales es posible a condición de que no se olvide la relatividad de su autonomía.