Me cuenta Harald Martenstein por e-mail una conversación con un amigo en Alemania: Me topé en la calle con un amigo y me contó que desde hace años se corta el pelo con sus hijos en un modesto local de dos o tres empleados por 10 € el corte. Ahora, por cuestiones del salario mínimo, […]
Me cuenta Harald Martenstein por e-mail una conversación con un amigo en Alemania:
Me topé en la calle con un amigo y me contó que desde hace años se corta el pelo con sus hijos en un modesto local de dos o tres empleados por 10 € el corte. Ahora, por cuestiones del salario mínimo, ha subido a 15€.
«Ah, pues muy bien», le respondí.
«Pero resulta que a pocos metros del anterior ha abierto una peluquería un refugiado de Siria. No tiene empleados, y corta él mismo por 10€. Es un tipo simpático y muy amable. Corta muy bien. Y ahora nos cortamos con él.
Pero siento un no sé qué cuando, camino del sirio, paso por delante de la antigua peluquería, porque también el alemán es simpático y muy buen peluquero».
Y el amigo se preguntaba si al alemán no le bullirán ahora en su cuerpo sentimientos de rechazo contra los extranjeros. «Lo entendería, dice el amigo. Está mal ese abrigo de rechazo contra el extranjero, pero es humano, comenta, posiblemente va a tener que cerrar si crece la competencia. No me atrevo a preguntarle qué piensa del tema».
Nos espantamos pensando que probablemente hay gente que por razón de la llegada masiva de huidos y refugiados estén perdiendo. Sin duda que ocurre, que está pasando. ¿Acaso no es una idea que soba y manosea la gente de derechas? En la DDR se decía: Hay determinadas ideas que tú no puedes pensarlas porque sirven al enemigo.
Luego mi amigo y yo pasamos a hablar del mundo de los medios y la cultura, de nuestro mundillo. Es un hecho que también en nuestro ambiente por lo general se reacciona con rabia y mal humor ante la pérdida de dinero, de puestos o privilegios. Es comprensible. Cuando se cierra un teatro en algún sitio surge y se respira en el ambiente teatral una especie de sensación de ocaso y derrumbe, que a menudo florece en rabia. ¿Qué ocurriría si en Berlín se cerrara una ópera o la Academia de las Artes, aduciendo que es mejor emplear ese dinero en los refugiados porque están más necesitados?
«Eso no ocurrirá», digo yo
«No, reafirmó él. Esto no lo harán».
Los refugiados son sólo amenaza para la gente de abajo, gente humilde se dice, para quienes no tienen formación. Se da una lucha competencial y de rivalidad entre dos grupos, a esos dos que en la vida les ha tocado en suerte la misma papeleta de mierda. Quienes escriben artículos y locutores y técnicos de televisión son gente cuyos puestos no están amenazados por los refugiados. Si mañana aquel peluquero alemán se manifiesta por la calle gritando lemas derechosos será tachado por los medios de Satán pero, en realidad, es un pobre diablo. O quizá ambas cosas al mismo tiempo. Nada extraño que esa gente rabie a menudo contra los medios.
«Bueno, vete de nuevo al peluquero alemán, haz algo en contra de esa enemistad contra el extranjero, da 15€ a los hijos para que les corte el alemán», le digo yo.
«¿Y qué va a pasar con el sirio?», me pregunta él.
«Pues manda a un hijo al sirio y al otro al alemán», le respondo.
El amigo sacude la cabeza. Puede ser, tiene cinco hijos, la solución no es fácil. Pero siempre que leo o veo en reportajes que unos son sólo víctimas y otro sólo autores pienso que eso no es lo que ocurre en la vida, la realidad es bastante más complicada.
«Quizá me equivoco, dice el amigo. Quizá el peluquero alemán cuelgue mañana un letrero en su escaparate, que diga: «Refugees welcome».
Lo que le convertiría en mayor héroe que a aquel locutor televisivo, que delante de las cámaras vierte una lágrima ante las horrorosas escenas de refugiados. Porque es más sencillo ser una buena persona cuando uno no pierde nada, cuando ser bueno no nos cuesta dinero.
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