En este artículo el autor reflexiona sobre las razones que para él hacen inviable la creencia en un Dios bondadoso y la injusticia social.
Las razones que me llevan a escribir estas líneas no tienen nada que ver con la intransigencia o intolerancia hacia personas que se sientan vinculadas a creencias religiosas. No hay ninguna posibilidad de que me indisponga con nadie solo por su religiosidad.
Al explorar la memoria histórica, encontramos muchos ejemplos de personas que, inspiradas en su fe en Dios, no dudaron en arriesgar y entregar su propia vida para hacer el bien a los necesitados. Sin embargo, también hay un sinfín de otros casos en los que personas han sido llevadas a matar de manera cruel e implacable a otros seres humanos debido a esa misma fe.
La deducción que puedo extraer de lo que acabo de mencionar es que la creencia y fe en Dios, por sí mismas, no hacen a nadie digno, bondadoso y virtuoso, ni tampoco en su opuesto. En realidad, todo depende de cuál sea la comprensión que cada uno tenga del significado de Dios. Para mí, cuando induce a las personas a dedicarse a luchar en favor de causas del bien, ¡bendita sea esa fe! Sin embargo, esta regla nunca debería aplicarse en sentido contrario.
Aunque ahora no tengo creencias religiosas, nací y crecí en el seno de una familia católica, asistí asiduamente a las clases de catecismo, hice la primera comunión y seguí siendo un devoto joven religioso hasta bien avanzada la adolescencia. Empero, en un cierto momento, comencé a cuestionarme. Y lo interesante es que ese cuestionamiento empezó a ocurrir cuando entablé relación con otros jóvenes compañeros de trabajo, que formaban parte de los movimientos católicos de base de entonces.
Así, por primera vez, escuché acerca de Jesús desde otro punto de vista. Tomé conocimiento de una figura humana sobre la cual sabía poco hasta entonces. Y debo confesar que esta nueva imagen de Jesús se apoderó de mi mente y, en consecuencia, también jugó un papel determinante en mi alejamiento de la religión.
De hecho, a medida que iba siendo cautivado por las enseñanzas de un ser completamente dedicado a la lucha por la justicia y la solidaridad, aquí mismo en nuestro espacio terrenal y con prioridad inequívoca hacia los más necesitados, fui dándome cuenta de que lo que menos importaba era el factor de creer, o no, en la existencia de un ser supremo, a quien llamaríamos Dios.
Por lo tanto, curiosamente, fue a través de la intensificación de mis contactos con gente comprometida con las causas de Jesús que me puse a reflexionar sobre la existencia de Dios, y sobre la importancia o necesidad de nutrir tal creencia. Es con fundamento en el aprendizaje que fui desarrollando a partir de ese punto que pretendo dar seguimiento al resto de este texto.
De las lecciones recibidas del legado de vida de Jesús, llegué a la conclusión de que lo que realmente debería ser considerado deseable y obligatorio por todo ser humano es esforzarse por practicar el bien, luchar para que en el mundo impere la justicia, la solidaridad y la fraternidad entre todos; y, por otro lado, combatir todo lo que va en contra de esto. Entonces lo que menos importaría sería que las personas crean o no en una Divinidad Superior.
Nada me podría haber impactado más que entender que Jesús no admitía que los escritos del Antiguo Testamento fueran tomados al pie de la letra, como las palabras determinantes, decisivas y definitivas del propio Dios, cuya validez sería universal y eterna. He podido darme cuenta de su enorme capacidad de reflexionar y ponderar sobre el significado de los textos, aceptándolos o rechazándolos, de acuerdo con los criterios de justicia y bondad derivados de sus reflexiones lógicas. Al analizar el comportamiento de Jesús a lo largo de su vida, he aprendido que no podemos abdicar de recurrir al uso de la razón bajo ninguna hipótesis.
Si ejercemos la exclusiva capacidad humana de razonar, jamás aceptaremos que medidas claramente de carácter maligno sean acatadas, aunque nos sean presentadas en nombre de Dios. Sería una absurda contradicción con la consistencia lógica admitir que el Ser Supremo de la Bondad se dispusiera a transmitir directrices abiertamente caracterizadas por su maldad. Por eso, no encontramos en los Evangelios pasajes en los cuales Jesús aparezca dando su consentimiento a este tipo de incoherencia. Abundan, sí, ejemplos de lo opuesto, con su negativa a seguir preceptos que no le parecían justos o adecuados.
Debido a que en nuestro país predominan ramificaciones del cristianismo, citaré algunos casos extraídos de los textos sagrados del Antiguo Testamento en los cuales hay flagrantes violaciones de la coherencia esperada de un Dios merecedor de nuestro respeto y adhesión. De ningún modo pretendo ofender los sentimientos de quienes siguen esas religiones con sinceridad. Mi intención es dejar evidente que tales contradicciones son derivadas únicamente de la actuación de los seres humanos en sus constantes choques en la lucha social. Por más que insistan en decir que los textos han sido producidos por el propio Dios, ellos son, en realidad, fruto de la actividad humana. Evidentemente, discrepancias similares podrían ser detectadas en religiones de otras matrices, sin embargo, debido a nuestro contexto específico, no las vamos a abordar aquí.
Me gustaría comenzar con el conocido pasaje bíblico en el cual Dios se dirige a Abraham y le exige una prueba de fidelidad por su anuencia en sacrificar a su primogénito, Isaac. Aunque Abraham se haya sentido enormemente consternado ante aquella orden tan cruel, su fe y lealtad absoluta lo impulsaron a acatarla, y él aceptó cumplirla. Sin embargo, antes de que la ejecutara, fue interrumpido por un ángel enviado por Dios. Así, aquel horrendo crimen no se consumó.
En lo que respecta a esta situación, deberíamos hacer una profunda reflexión y cuestionarnos: ¿sería admisible que un Dios del bien, el exponente máximo de la justicia y la solidaridad, exigiera de una de sus criaturas una demostración de total sumisión mediante la práctica de un acto, indudablemente, tan monstruoso, maligno y perverso? Habría sido muy diferente si la exigencia hubiera sido que Abraham aceptara entregar su propia vida para salvar a algún inocente.
Nadie dotado de la capacidad de razonar, y en condiciones de discernir entre el bien y el mal, podría nunca dejar de refutar una orden como aquella. Sería imposible no darse cuenta de que semejante determinación solo podría corresponder a un ser cargado de egolatría, insensibilidad y perversidad.
Una divinidad del bien jamás actuaría de aquella manera. Por consiguiente, para no dejar dudas sobre su fidelidad al espíritu emanado de la bondad de Dios, la prueba que tenía que dar Abraham necesariamente tendría que ser un rotundo y categórico rechazo a obedecer ciegamente la orden criminal que había recibido. Y, seguramente, tal comportamiento sería lo que un Dios de verdad esperaría de él.
Tampoco podemos ignorar los textos que hacen referencia a las orientaciones que habrían sido dadas por Dios a Josué sobre cómo tratar a la población amalequita en su invasión para la toma de las tierras de Canaán. Debemos recordar que, en esa empresa bélica, las recomendaciones expresas transmitidas a Josué fueron para que sus fuerzas exterminaran completamente a toda la población local, sin perdonar ni siquiera a los niños.
¿Cómo entender que alguien que cree sinceramente estar comprometido con el espíritu del bien acepte pasivamente que la ordenanza de ejecutar una medida tan diabólica como una matanza generalizada, incluso de niños, pueda provenir de Dios? Solo si uno abdicara totalmente de su razonamiento crítico, así como por su absoluta ausencia de sentimiento humanitario.
Otra aberración constante en los textos del Viejo Testamento se refiere a la alegación de que Dios tendría un pueblo elegido, al cual le habría ofrecido ciertos privilegios, y para el cual tendría planes y propuestas especiales, como la entrega de las tierras de cierta región.
Tales características, en lugar de hacer referencia a un ser justo y equitativo, que respeta, ama y se dedica por igual a todos sus hijos, indicarían a un dios racista, excluyente, que favorece a algunos en detrimento de otros. Es evidente que estos aspectos lo pondrían mucho más cerca de lo que suele ser entendido como la figura del diablo. No es de extrañar que Jesús jamás aceptara el cuento de haber un pueblo elegido por Dios. Para Jesús y para todos sus seguidores sinceros que cultivan el uso de la razón, forman parte del pueblo de Dios todos los que anhelan y practican el bien, la justicia y la solidaridad.
Ciertamente, solo después de nuestra muerte física nos será posible dirimir la duda sobre la existencia de Dios y la continuidad de la vida en un plano espiritual. Sin embargo, personalmente, no albergo temor ni angustia ante la posibilidad de que esté equivocado en mi comprensión actual y que, por ello, sea llamado a rendir cuentas por mis actos.
Tengo plena convicción de que solo un ser que tenga como meta prioritaria la conquista y la prevalencia de la fraternidad, la justicia, la bondad y la solidaridad entre todos los humanos merece ser enaltecido, seguido y apoyado. Ninguna orientación que nos conduzca por el camino de la maldad, jamás, nunca, en ninguna hipótesis, debe ser acatada, aunque nos sea transmitida como si viniera de Dios. Un ser que nos ordenara practicar el mal para hacer valer su nombre no se diferenciaría mucho del diablo, y por ello deberíamos rechazarlo, sin miedo a represalias. Nadie debería seguir a Dios por miedo a castigos, sino por tener el bien como su objetivo de vida.
Teniendo en cuenta los argumentos que he presentado más arriba, y en el supuesto de que esté equivocado y llegue a saber que Dios de hecho existe, no me atemoriza la posibilidad de ser castigado debido a mi falta de creencia en su existencia. Pero, espero estar preparado para someterme resignadamente a un juicio que procure evaluar si, durante el transcurso de mi vida, me dediqué, o no, como debería haberlo hecho, a luchar por las causas del bien. El Dios verdadero jamás me juzgaría en función de mi creencia, o incredulidad, sobre su existencia. Por supuesto, él no sería así tan egoísta.
En resumen, no hay ningún impedimento para que personas de fe religiosa y aquellos que no tienen religión puedan marchar hermanados en la lucha por construir un mundo donde prevalezca el bien mayor de la humanidad. Para quienes se inspiran en los ejemplos de Jesús, esto debería ser algo aún más fácil de asimilar. Les bastaría con encarar su propia vida y la vida de sus semejantes con el mismo espíritu con el que Jesús lo hacía en su tiempo.

Traducido del portugués para Rebelión por el propio autor.
Fuente: https://www.brasil247.com/blog/deus-jesus-e-a-justica-social
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