Cuando, meses atrás, el expresidente del Gobierno español, José María Aznar, afirmó que no había que crear ninguna Alianza de Civilizaciones, habida cuenta de que ésta ya existía en la figura de la OTAN, le hizo un generoso regalo a su sucesor en el cargo, José Luis Rodríguez Zapatero. La propuesta de Alianza de Civilizaciones […]
Cuando, meses atrás, el expresidente del Gobierno español, José María Aznar, afirmó que no había que crear ninguna Alianza de Civilizaciones, habida cuenta de que ésta ya existía en la figura de la OTAN, le hizo un generoso regalo a su sucesor en el cargo, José Luis Rodríguez Zapatero. La propuesta de Alianza de Civilizaciones por éste formulada ganaba peso a los ojos de muchos, ni siquiera sólo fuese porque, al menos, implicaba una incipiente conciencia de muchos de los problemas que tenemos entre manos, conciencia que era imposible rastrear, en cambio, en la retórica belicista, autocomplaciente y etnocéntrica de Aznar.
Dejemos ahora de lado que, si uno quiere ser puntilloso, hay algo que chirría en la alianza alentada por la propuesta zapateriana: sus promotores, llevados del muy loable deseo de ofrecer una réplica a la tesis huntingtoniana del choque de civilizaciones, han acabado por acatar sibilinamente que estas últimas existen y presentan perfiles razonablemente claros, algo que en modo alguno es evidente. Convengamos, aun así, que el anterior es un problema menor –formal, si así se quiere–, tanto más cuanto que la propuesta que tenemos entre manos cojea, y visiblemente, por otro lado: nadie ha acertado a explicar convincentemente cómo se llena de contenidos.
Cabe suponer, claro, que los adalides de la Alianza de Civilizaciones no se contentarán con la convocatoria de una macroconferencia en Madrid y otra en Beirut. Como quiera que, si la propuesta es seria, habrá de generar cambios objetivos en relaciones hondamente asentadas, hay que preguntarse por la condición de esos cambios, y hacerlo, por añadidura, en un escenario, el que nos es más próximo, marcado por abismales diferencias de riqueza: no se olvide que, conforme a una aserción que empieza a hacerse común, las riberas septentrional y meridional del Mediterráneo configuran la región del planeta en la que esas distancias –la renta per cápita en el norte es 15 veces superior a la del sur– son mayores.
Y LA pregunta adquiere pleno sentido cuanto que ningún dato de relieve invita a concluir que el Gobierno español de estas horas se dispone a romper amarras con un conjunto de reglas que, lejos de rebajar las distancias recién mencionadas, más bien se encaminan a ratificarlas y, en su caso, a ahondarlas. De su parte no se aprecia ningún designio de cuestionar la lógica de una globalización entregada a la rapiña más radical de la mano de flujos especulativos, fusiones de capitales, deslocalizaciones y arrinconamientos de los poderes políticos tradicionales. Tampoco se divisa voluntad de contestar las medidas alentadas por la Organización Mundial del Comercio y plasmadas en el Acuerdo General sobre el Comercio y los Servicios. Ni consta que, de su lado, se hayan criticado agriamente los programas de ajuste del Fondo Monetario o, para qué ir tan lejos, las políticas comerciales que postula la propia Unión Europea. Para que nada falte, en suma, no se vislumbra ningún deseo de reflexionar sobre si la OTAN es lo que reza su propaganda o –démosle por una vez la razón a Aznar— configura, antes bien, la alianza militar de la mayoría de los países más ricos, obscenamente entregados a la defensa de sus intereses.
Digámoslo de otra manera: el obstáculo mayor que se presenta delante de la Alianza de Civilizaciones es el que aporta un escenario marcado por un dramático retroceso de las funciones económicas y sociales de los estados. Como quiera que los poderes políticos han asumido de buen grado semejante deterioro de sus capacidades en provecho de formidables corporaciones económico-financieras que operan en la trastienda y que dictan el grueso de las reglas del juego, obligado resulta preguntarse si nuestros gobernantes están dispuestos a mover pieza con agresividad en ese tablero y a poner firmes a esas corporaciones.
Porque, seamos claros en el argumento, ¿alguien piensa en serio que son nuestros empresarios quienes van a asumir el protagonismo de un programa redentor llamado a instaurar una relación justa y equilibrada entre las orillas septentrional y meridional del Mediterráneo? Más aún: ¿alguien cree en serio que el problema de fondo se encara de manera suficiente de la mano de un puñado de parches que permitan conferirle una marginal vocación solidaria a las transacciones comerciales?
Y es que el problema mayor de la, por lo demás, respetabilísima propuesta de Rodríguez Zapatero –como el problema mayor de muchas de las iniciativas que han cobrado cuerpo en el seno de Naciones Unidas– estriba en que quiere actuar sobre lo cultural y lo civilizatorio, por un lado, sin prestar oídos a lo que ocurre en el mundo de lo económico y lo militar, por el otro. Y no nos engañemos: es en este último en donde se dirimen, por desgracia, la mayoría de las miserias del planeta contemporáneo.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid