Mientras los ciudadanos asisten a distancia a la representación política adoptando salvo excepciones la actitud propia del espectador aburrido cuando, pese a no conceder ninguna credibilidad a los actores ni disfrutar del espectáculo, vencido por la apatía no abandona el teatro; las elites sociales y económicas se entrelazan ante nuestros ojos con creciente descaro, […]
Mientras los ciudadanos asisten a distancia a la representación política adoptando salvo excepciones la actitud propia del espectador aburrido cuando, pese a no conceder ninguna credibilidad a los actores ni disfrutar del espectáculo, vencido por la apatía no abandona el teatro; las elites sociales y económicas se entrelazan ante nuestros ojos con creciente descaro, deslizándose fluidas e intercambiables desde un escenario hacia al otro, prácticamente unánimes en su argumentario y proceder. Y es que asistimos -unos preocupados, otros desde el cinismo y los más bajo los efectos de la anestesia- a dos fenómenos interrelacionados e inversamente proporcionales: el progresivo alejamiento entre clase política y sociedad civil y el acercamiento de los situados en su cúspide, como síntomas de decadencia e involución social.
De un lado quedan unos gestores que deberían servir a la mayoría pero en la práctica se dedican generalmente a sacar ventaja legal o ilegal de su posición, de su red de relaciones, mientras siguen los interesados augurios -casi siempre fallidos- de los economistas del «beneficio para cuatro»; cuando no pululan vacuos y sumisos a las directrices partidarias, desconectados de las necesidades de sus representados; «enfrascados en la tarea de auto-representarse, sin tiempo para atender a lo que sucede fuera», en palabras del escritor Claudio Magris. Del otro, una sociedad exprimida sobre la que recaen todas las cargas, los recortes, las reformas, los platos rotos de las crisis ajenas; instalada en la incertidumbre y la precarización (llamada ahora flexi-seguridad), y en la que la rentas del capital crecen porcentualmente frente a las del trabajo; una sociedad de parados y trabajadores pobres -con unas clases medias en franca retirada- reducidos al objetivo vital de acabar el mes con un plato sobre la mesa.
La clase política profesional se ha convertido en casta privilegiada, que discursea, vive y se auto-regula para apenas rendir cuentas, unida al margen de colores para defender sus prebendas, respondiendo a motivaciones ajenas del servicio al electorado, y basando su gestión en propaganda y encuestas, siempre bajo la exigua perspectiva de una legislatura. De ahí la frustración de los colectivos sociales -de lógico y creciente protagonismo- cuando se persiguen objetivos ambiciosos, como salvar el Planeta; de ahí la certeza esgrimida en la frustrada Cumbre de Copenhague: «los políticos hablan, los líderes actúan». Y de ahí el vergonzoso maltrato dispensado al director de Greenpeace en España, encarcelado por desenmascarar a una legión de políticos irresolutos, que evaden su responsabilidad moral frente a las generaciones futuras, deslegitimándose. En este panorama se entretejen los casos de corrupción floreciendo en casi todos los partidos, revelando una impunidad solidificada y relaciones insanas con los empresarios, conduciendo a que los políticos y sus partidos sean considerados como el tercer problema para los españoles; y su descrédito, abrumador. El político profesional se aleja de los ciudadanos y se despide de la vida real; y de la economía real; y ésta es una deriva peligrosa. Decía la ministra de Economía, Elena Salgado, en un dominical de «El País» que no era «razonable buscar el contacto con la calle» porque no se podía «estar sometido continuamente a esa tensión» y había que «resguardarse. Si no, no sería fácil continuar aquí». Un «aquí» que es más que un ministerio; otra realidad, distinta y distante. Su ingenuo reconocimiento me sirve de conclusión.
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa de la autora, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.