Toda formación social que participa del curso de la historia, que accede a ella por el contacto -comercial, bélico o de otra índole- con otras, ve decir, culturas que constituyen su alteridad, se define como una totalidad compleja de grupos diferenciados y con relaciones sociales internas asimétricas desde el punto de vista lógico, explotadoras desde […]
Toda formación social que participa del curso de la historia, que accede a ella por el contacto -comercial, bélico o de otra índole- con otras, ve decir, culturas que constituyen su alteridad, se define como una totalidad compleja de grupos diferenciados y con relaciones sociales internas asimétricas desde el punto de vista lógico, explotadoras desde el punto de vista económico: relaciones de dominación política, en definitiva. Aunque la dominación antigua no era estrictamente capitalista, allí se pueden ver bosquejos de la explotación económica del trabajo, bien libre bien esclavo. Así como el terrateniente o el mismo estado exhibieron comportamientos comerciales o empresariales se ha visto en la historia que, dada la poca concentración de trabajo humano cristalizado en útiles, máquinas y herramientas, la forma pura de explotación era no obstante bien escasa. Y lo mismo se traslada al periodo del feudalismo o a cualquier otro modo de producción no capitalista (por más que episódicamente haya comportamientos y estructuras capitalistas envueltos y coordinados por otras formas de dominación). El capitalismo, frente a muchos vestigios de dominación y división sociales (que, en su condición de vestigios, suelen tener un estatuto jurídico, más o menos sancionado por la vida política) tiende a introducir una enérgica simplificación en las relaciones sociales. En el caso más simple, dejando al lado grupos sociales intermedios, la dualización de clases es la situación que marca la interna conflictividad de esa formación social que puede estar, a la vez, en conflicto externo, y contacto comercial-cultural, con otras culturas ajenas.
De una manera u otra, esa dualización se refleja en la organización del territorio. La oposición entre centros urbanos y campos de cultivo y ganadería, es tan antigua como la civilización misma. Los centros urbanos se forman en calidad de polos de concentración de excedentes, así como núcleos de concentración de los sectores parasitarios de la sociedad: dominadores directos, entre los cuales cabe incluir la casta sacerdotal-funcionaria, y demás lacayos a su servicio. El capitalismo en este sentido ha heredado la muy vieja dualidad centro-periferia, pues la urbanización y la administración burocrática estatal son precondiciones para que este modo de producción se implantara. Sólo con el consentimiento y solidaridad de los viejos poderes puede el capital recortar de manera simplificadora las instituciones y viejos modos de relación que se le oponen. La acumulación originaria, y la aparición de capas sociales con capacidad inversora en los procesos productivos dependen de la milenaria tradición de expolio de excedentes de la vida campesina, de la afluencia de los míseros del campo a las grandes urbes para constituir un ejército laboral de reserva, y de una diferenciación territorial en torno a estándares de riqueza para así ejercer y justificar la dominación desde la capital y toda la red de capitales provincianas administradoras.
El modo de producción mundial actual se puede definir como una verdadera exacerbación de este proceso de explotación del hombre sobre el hombre por medio de la desigual distribución de bienes y servicios entre comarcas, países y continentes, la cual no es sino la consecuencia de la muy deliberada y consciente producción de subdesarrollo (en términos de A. Gunder Frank), que convierte y debilita a los países y zonas de la periferia en inmensas fincas de monocultivo a disposición de los grupos capitalistas de acción transnacional, con la consiguiente destrucción de la sociedad civil (incluida su débil clase media) y soberanía en la mayor parte del planeta, que no adquiere posiciones centrales.
El modo capitalista de producción mundial es un modo que no ejerce homogéneamente su dominio a lo largo del planeta, pues precisamente la nueva fase de capitalismo financiero y tecnológico precisa de enormes centros urbanos desde los cuales distribuir la producción (que la informática y la compactación del trabajo en unidades discretas y modulares permiten) a lo largo de todo el planeta. Esos grandes centros urbanos son mercados de valores y cuarteles generales de la gestión y producción, aun cuando la aplicación concreta de las órdenes y emisiones se tenga que realizar en las antípodas. En torno a los grandes centros de decisión en el llamado primer mundo hay regiones y países enteros densamente poblados, intercomunicados y urbanizados, que dependen cada vez más ampliamente de la economía de los servicios, y cada vez menos de los sectores primarios y secundarios, pues la división internacional del trabajo en dichos sectores, hace ya tiempo que ha elegido territorios alejados donde la mano de obra esté más barata, y otras «rigideces» legislativas, impositivas, sindicales, etc. se encuentren ausentes.
El primer mundo, entonces, por más que conserve importantes islotes que se puedan llamar todavía «productivos» (agricultura intensiva de países templados, industria pesada, minería, etc.), cada vez bascula en mayor medida hacia la constante y progresiva elaboración de servicios, que de forma muy bizarra en ocasiones, acaba desvirtuando cualquier clásica concepción del hombre y de sus necesidades. Pues éstas se inventan por doquier cada día, se ofrecen al mercado, y crean los consumidores que pedirán éstas en mayor número, con mayor calidad o complicación, y a su vez, se amplía la base para la nueva inventiva de necesidades.
La patética (y nunca neutral ni bienintencionada) doctrina de la «civilización del ocio» sólo poseía una validez representativa en esos sectores poblacionales del primer mundo opulento, en los cuales un declive incesante de la producción industrial, añadido al fin sociológico (que no mercantil) de la agricultura de los países del centro, fue el catecismo ideológico de la reconversión y encarcelamiento de las clases obreras de la zona. La civilización del ocio era la otra cara de la moneda de un proceso de soborno de clase obrera «opulenta», para que los capitales emigraran al segundo y tercer mundos, donde las exigencias de su población, o su capacidad de resistencia, fueran menores. El capital es, en lo fundamental, una relación social y el proceso histórico de transformación de esta relación social hubo de consistir (y todavía lo estamos viendo) en una paulatina y constante división internacional del trabajo, por manera que en el centro la llegada inmensa de plusvalía obtenida ahora de una lejana periferia cree una red social que soporte el desempleo y jubilación, unos estándares altos de vida y una suplementaria producción de plusvalía. Esta producción de plusvalía ha de ser rápida en sus rotaciones, ligera en infraestructuras, intensa en «capital intelectual» en el ámbito de la ocupación y producción de servicios (ocio, cultura, asistencia, erótica, etc.).
Hoy, más que nunca, el estudio económico-social de una formación históricamente dada, por ejemplo, a escala nacional, requiere además de una consideración de las relaciones internacionales, pues el origen y los trayectos de la producción del plusvalor se suelen encontrar en puntos muy alejados del globo, sobrepasando toda clase de fronteras, físicas y políticas. La formación social a escala nacional es un todo que comprende «orgánicamente» a las diversas subramas o sectores de la economía, amén de clases sociales y fracciones muy heterogéneas. Pero en todo caso, cada totalidad es comprendida a la luz de un todo de orden superior que viene configurado ya en nuestro siglo a una escala planetaria. Sólo así seguiremos fieles al método dialéctico que parte del todo, y a la vez se conoce lo concreto, y que sabe que las categorías del capitalismo, son ellas mismas totalizadoras.
«El capital es, pues, ante todo, una relación social global, a escala de toda la sociedad. El empirismo estudia el capital a partir de los fenómenos inmediatos: el equipo es el que se cristaliza, las unidades de producción concretas donde este equipo se instala. La costumbre de la economía convencional de partir de la microeconomía refleja simplemente su incapacidad para comprender que el todo es superior a la suma de las partes. Marx parte del todo«[1]
La relación social que damos en llamar Capital ha ido ganando en su poder totalizador, a saber, destructivo de cuantas relaciones sociales le impiden su imposición y ampliación. Todo vestigio de relación social que se ha mostrado compatible con esta categoría, se ha visto forzado cuando menos a una subordinación y transformación interna para lograr su feliz acomodo al nuevo marco global de relaciones capitalistas. El proceso ha sido imparable desde que el capital financiero de finales del s. XIX utilizara el marco político-militar del colonialismo para un mayor abaratamiento de las materias primas, de la fuerza de trabajo, y el transporte, entre otros factores. La antigua forma, política y militar, de dominación de unas naciones sobre otras, por la vía del estado imperialista soportador de grupos financieros, se fue transformando en un pequeño mosaico imperios financieros per se que cada vez subordinan con mayor éxito, no ya a los estados de la periferia sino a sus antiguos soportes jurídicos, administrativos y militares: los estados de la metrópoli capitalista e imperialista, cuya función se va reduciendo a la de mero auxiliar, exentos de soberanía y autonomía política, al servicio descarado de estas potencias privadas, pero no menos agresivas, expansionistas y repletas de poder.