Detrás de cualquier acción se pueden encontrar argumentos justificativos. A una acción violenta se le suele llamar irracional, si entendemos por esto el que se descartó el uso de la razón y la argumentación y se empleó la «fuerza bruta». Con esto se quiere decir que la acción en cuestión es a-racional. Pero esto es […]
Detrás de cualquier acción se pueden encontrar argumentos justificativos. A una acción violenta se le suele llamar irracional, si entendemos por esto el que se descartó el uso de la razón y la argumentación y se empleó la «fuerza bruta». Con esto se quiere decir que la acción en cuestión es a-racional. Pero esto es cuestionable. Habría que ver si un hecho violento supone la suspensión de la facultad de razonar. Más bien, suele suceder que tras un hecho violento hay una argumentación que lo justifica, un esfuerzo por dar razón del uso de la violencia. Y aún más: no hay «fuerza bruta», en el sentido de suponer que hay una violencia sin dirección racional. Que esta dirección racional pueda ser perversa es otra cosa.
La agresión de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña contra Libia ejemplifica cómo se puede racionalizar un acto de violencia. Hay, por lo menos, dos argumentaciones que justifican un uso de la violencia injustificable.
La primera es que el régimen de Gadafi es culpable de la invasión, dada su negativa al diálogo con los opositores y su violencia represiva contra los civiles que protestaban pacíficamente a favor de un cambio en la nación magrebí. Esta negativa, se dice, fue la causa por la cual el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas diera una resolución a favor de la invasión contra Libia.
Si el Consejo de Seguridad del máximo organismo mundial conviene en una decisión de este tipo, ello implicaría -aunque esto no sea así- el aval del «concierto-de-las-naciones». No obstante, dada la composición y el funcionamiento del Consejo de Seguridad, las resoluciones de éste no representan ni la opinión de todos sus integrantes, dado el derecho de veto de Estados Unidos, ni tampoco el consenso de todos los países que integran Naciones Unidas.
Dice mucho el que durante la gira del presidente Obama a Brasil, se vieran nuevamente frustradas las expectativas del país sudamericano de ingresar al Consejo. El gobierno de ese país se ha pronunciado a favor de una salida pacífica a la situación en Libia y se ha opuesto abiertamente a la intervención militar, la cual, en palabras de la presidenta Rousseff, «e stá teniendo un efecto contrario al deseado y, en lugar de proteger a los ciudadanos libios, provocará más muertes.» Evidentemente, a la hora de buscar un consenso rápido para justificar actos como los perpetrados actualmente en Libia, ese tipo de posturas suele ser un obstáculo. Mejor prevenir que lamentar.
No es cuestión de negar el carácter represivo de las acciones de Gadafi, pero tampoco es cuestión de cerrar los ojos ante dos cosas. El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas no siempre se ha pronunciado fuertemente ante actos gubernamentales en contra de la población civil. Sospechosamente lo hace cuando estos actos son perpetrados por gobiernos non gratos a los intereses de las potencias mundiales. No sólo Gadafi ha cometido acciones represivas en contra de sus ciudadanos, pero no todo el mundo recibe a cambio una invasión militar.
Tampoco se puede soslayar el hecho de que la llamada «resistencia libia» no se parece en nada a los ciudadanos que, en Túnez, Yemen y Egipto, se han enfrentado contra autoridades armadas, provistos, a lo más, de alguna piedra. Los «pacíficos» opositores a Gadafi han estado armados hasta los dientes desde un principio.
Como esto de las legitimaciones a veces da vueltas, es posible que, a ojos de muchos ciudadanos libios, Gadafi es un dictador, pero el dictador resulta preferible a la invasión occidental. Es decir, las potencias invasoras han terminado dándole a Gadafi una legitimidad que no les había solicitado.
El segundo argumento es utilizado ante el problema político que supone tener que pronunciarse sobre la agresión sin caerle mal a quien no debe caérsele mal se puede resumir así: si, dado que el Consejo de Seguridad ya las aprobó, las acciones militares en Libia se deben dar conforme a los criterios del respeto a los derechos humanos y del derecho internacional y no deben traer daños contra la población civil inerme.
Este argumento termina justificando la violencia contra el pueblo libio, aunque pretenda ser aséptico y equilibrado. Sobre esta última cualidad, la del equilibrio, el historiador crítico norteamericano Howard Zinn decía que no se puede guardar el equilibrio si se anda encima de un tren. Con esto quiere decir que es improbable ser «equilibrado», «neutro», «objetivo» si estamos hablando de la realidad sobre la cual estamos parados, una realidad que cambia aceleradamente y que nos implica directamente a nosotros, quienes no somos intérpretes distanciados de la misma, sino sus protagonistas o, al menos, quienes padecemos esa realidad.
Esperar que una guerra se desarrolle conforme a la legalidad, el respeto a los derechos humanos y que no traiga daños contra inocentes es desconocer la naturaleza de las guerras. No hay guerra limpia, guerra en la que solamente salgan afectados los bandos en contienda, sino que la población civil es el primer blanco. Esto es tan absurdo como hablar de «guerra incruenta».
Tampoco puede pedirse que la invasión militar contra Libia sea un medio para restaurar los derechos humanos vulnerados por Gadafi. Al igual que en la antigua Yugoslavia, al igual que Afganistán y Panamá y tantos lugares más, la respuesta militar ha sido completamente desproporcionada en comparación con los objetivos que supuestamente persigue (aunque los objetivos implícitos son otra cosa). Es desproporcionado, por ejemplo, bombardear un país entero para sacar a un dictador de su escondite -casos Noriega y Hussein-, como también lo es una acción militar que afecta directamente a civiles libios… ¡para defender los derechos de los civiles libios!
Por todas estas razones, el derecho internacional resulta vulnerado. Las acciones militares en el país magrebí son la afirmación más clara de que se ha optado nuevamente por salirse del marco del derecho internacional. Uno de los precursores de la idea de las Naciones Unidas, el filósofo alemán Immanuel Kant, proponía, en el siglo XVIII la búsqueda de una «paz perpetua» entre todas las naciones, creando un ámbito de discusión y de argumentación racional para enfrentar los problemas. Lo que se ha dejado oír en Libia es el «argumento» de las bombas.
El concepto de derecho internacional ha sido tergiversado, como tantos otros conceptos. Hablar de derecho internacional es hablar, por un lado, de derecho, entendido éste como ordenamiento racional, en función del bien común, de la integridad y el bienestar, de las relaciones humanas, basado en unos principios comúnmente aceptados. El derecho internacional lo es, pues se trata de unos principios válidos para todas las naciones: respeto a los derechos humanos, respeto a la soberanía de los países, por citar algunos ejemplos.
Si bien es cierto que el derecho implica el uso de la fuerza para poder hacerse cumplir, hay que decir que la legitimidad de lo anterior reside en la justicia de los principios y normas que se establecen: los derechos humanos y el bien común. El uso de la fuerza es legítimo si, efectivamente, sirve para hacer respetar estos objetivos. El que un represor o un violador de derechos humanos sea llevado a juicio es un ejemplo de ello. Con todo, esta persona no pierde sus derechos, para el caso, ser juzgado mediante el debido proceso. El derecho implica, sí, el uso de la fuerza, pero no es solamente uso de la fuerza, si no se quiere caer en la arbitrariedad y la tiranía.
En el uso que algunos le han dado, «derecho internacional» es un término empleado para ocultar lo opuesto al derecho, esto es, el derecho que se arrogan los dueños del poder de usar la violencia para lograr sus objetivos particulares, sin consideración alguna a la dignidad humana y al bien común. El bombardeo sistemático donde las víctimas son civiles vulnera, precisamente, estos objetivos del derecho internacional.
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